(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 24 de febrero del 2017.)
A principios de
este 2017, una insólita coincidencia entre el anuncio de la NASA -referente al
descubrimiento de todo un sistema solar con siete planetas potencialmente
habitables para nuestra especie a 40 años-luz de distancia- y el visionado de
la magnífica Arrival (2016), creó el
momento propicio para algunas reflexiones a propósito de esta última.
Durante la segunda
mitad de 1989, se emitió la tercera temporada de Star Trek: The Next Generation. Para entonces, la saga de los
liderados por Jean Luc Pickard había sobrepasado a la monse serie original de
Kirk y Spock, proponiendo historias y situaciones que incorporaban los
vericuetos de la mejor ciencia-ficción -vale decir, la más especulativa y a la
vez apegada a las posibilidades reales en el progresivo desarrollo de la
ciencia. A esta temporada corresponde el episodio The Ensigns Of Command: allí se produce el siguiente diálogo entre
la consejera Deanna Troi y el capitán de la Enterprise. Habla primero la
metazoide:
“- En nuestras
relaciones con otras razas no humanoides, siempre ha existido algún punto de
referencia. Pero no es así con los sheliak.
- Pero seguro que
hay algo en común. Nos comunicamos.
- Escasamente.
Ellos han aprendido varios idiomas de la Federación, pero el suyo se nos sigue
escapando.
- ¿Telepatía?
- No da resultado.
A decir verdad, que una raza alienígena se comunique con otra resulta
sorprendente. (Supongamos que) estamos abandonados en un planeta. No hablamos
el mismo idioma pero quiero enseñarle el mío. “S'marith” (dice Troi, levantando
una taza transparente de café). ¿Qué acabo de decir?
- Taza.
- ...
- ¿Vaso?
- ¿Está seguro?
Puedo haber dicho “líquido”, “claro”, “marrón”, “caliente”. Concebimos el
universo relativamente de la misma manera (y en esa medida, usted ha elegido
“taza”).
- Comprendo.
- En todo lo que
diga, debe ser usted muy preciso. El tratado contiene 500,000 palabras. Se hizo
así para contentar a los sheliak. Consideran que nuestro idioma es irracional y
exigieron ese nivel de complejidad para evitar futuros malentendidos”.
(Los paréntesis en
el diálogo los he puesto para hacer más comprensible la situación.)
Casi 2500 años atrás, Protágoras de Abdera, el más famoso de los sofistas; enunció su célebre principio filosófico según el cual el Hombre es la medida de todas las cosas. ¿Realmente lo es? Me refiero, por supuesto, a la cualidad de “principio filosófico”, no al Hombre -es evidente que NO somos, ni de lejos, la medida de todas las cosas-. La frase se ha interpretado tradicionalmente como “el ser humano es la norma de lo que es verdad para sí mismo, lo que también implicaría que la verdad es relativa a cada quien”. En ningún momento, el pensador griego relativiza al Hombre mismo... según la exégesis convencional.
¿Y si lo hace? Casi
25 siglos después, seguimos creyéndonos “el centro del universo”, seguimos
creyéndonos “los hijos predilectos de Dios” (¿¿¿???). Conviene preguntarse,
entonces (y seguramente una vez más), si es que lo de Protágoras era un
principio filosófico o sólo una mera descripción que definía el
antropocentrismo para eventualmente liquidarlo. En nuestro planeta, quizá
todavía pueda sustentarse un enfoque tan miope. Quizá. Fuera de él, como lo
ilustran Arrival y la reflexión
extraída de Star Trek..., ha quedado
obsoleto.
Solemos imaginarnos
a los extraterrestres cuando menos vagamente antropoides, o si se prefiere
humanoides. Solemos pensar en formas de vida basadas en el elemento químico que
llamamos carbono. Solemos suponer que una eventual comunicación con ellos
tendrá cierto grado de dificultad, cuando en realidad las probabilidades de
entendimiento están abrumadoramente en contra. Todo esto demuestra lo enraizado
que está aún en nuestra especie el principio antropocéntrico.
Arrival se tira abajo y de un sopapo todos los
presupuestos de una situación semejante. Las enormes criaturas que aparecen en
el film se hallan más cerca del pulpo que del Hombre. Su lenguaje -hasta donde
se ve unitario- es más elaborado e intuitivo que cualquiera de los nuestros.
Categorías de pensamiento que consideramos imprescindibles, formas gramaticales
elementales, no existen en ese idioma. Allí radica el brutal acierto de la
película, en cuestionar todos nuestros presupuestos, incluso los inherentes a
lo que entendemos por “especie” -¿qué ocurriría si los extraterrestres que
encontremos no comprenden lo que es la individualidad? Mejor aún, ¿qué tal si
funcionan como colectivo, o “peor” aún, como un continuum?
Por estadística,
creo que no estamos solos en el universo. Por convicción, creo en la ciencia
antes que en cualquier forma de religiosidad -sobre todo si ésta sigue siendo
tan aberrante ahora como lo fue en el pasado-. Por sentido común, creo que sólo
se puede afirmar una cosa con respecto a los xenomorfos con que nos topemos en
la exploración espacial: o son más avanzados que nosotros, o son más atrasados,
o están en el mismo nivel que nuestra civilización. En cualquiera de estos tres
casos, las posibilidades subsecuentes son I-N-F-I-N-I-T-A-S. Convendría,
entonces, ahora que la ciencia está poniendo sus esfuerzos en lograr un modo
seguro y práctico de alcanzar estos así bautizados “exoplanetas”; arrancar de
cuajo esa visión arcaica construida -voluntaria o involuntariamente- a partir
de la vieja sentencia protagórica. A pesar de la de barbaridades que insiste en
perpetrar, fe en la Humanidad todavía me queda (tantito nomás).
Hákim de Merv
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