LOS DISCOS PERUANOS
DEL 2018 QUE NO ALCANCÉ A RESEÑAR (III)
En su tremebundo More Brilliant Than The Sun: Adventures In Sonic Fiction (1998), el teórico afroinglés de ascendencia ghanesa Kodwo
Eshun sostiene una buena cantidad de tesis harto audaces. Sin duda, la más atrevida
de ellas se refiere a la filiación cultural alienígena y/o superhumana gestada
durante siglos por los hijos de los africanos cuyos padres y madres fuesen violentamente
arrancados de sus pueblos originarios. Obligadas a adoptar la civilización de
sus “amos”, que les era por completo ajena, millones de personas fermentaron una
identidad sincrética dentro de la que han nacido y se han formado nietos,
bisnietos y demás. El autor valida su proposición pasando revista a los grandes
cambios aportados por afrodescendientes en las esferas de la música popular:
Sun Ra, Grandmaster Flash, Miles Davis, Public Enemy, Herbie Hancock,
Ultramagnetic MC’s, James Brown, Goldie, Funkadelic... Listarles se hace
inacabable.
En el Perú, el citadino
promedio es una mezcolanza de muchas razas y muchas culturas. De modo que en Novalima,
la inclinación por reacomodar las raíces de la música tradicional afroperuana
entre beats, reverbs y dub, tiene tanto de intencional como de natural. Máxime
si se recuerda que en sus años aurorales el grupo sólo existía de modo virtual
-se trataba de peruanos desperdigados por el planeta, que armaron sus dos
primeros episodios discográficos interactuando cada uno desde su propia esquina
del mundo utilizando el correo e Internet. En efecto, la primera formación
acredita a Carlos Li Carrillo (en Hong Kong), Ramón Pérez Prieto (en Lima),
Rafael Morales (en Londres) y Pier Paolo De Bernardi (en Lima). Todos ellos coincidieron
a lo largo de los 90s en la entente psicodélico-progresiva Avispón Verde.
Se suele sindicar
al Afro (2005) como la mejor jornada
de Novalima. Es la más visiblemente reconocida, no la mejor. Ese sitial lo disputan
Coba Coba (2008) y Karimba (2011). El mérito del Afro es haber sido muy efectivo al
mixturar la electrónica con las sonoridades típicamente negras de nuestra
nación, al punto de abrir cancha para un viaje comunitario que ya lleva seis
discos a cuestas. Novalima es, ciertamente, la única agrupación local de
aquello que hoy abarca la genérica denominación “global bass” -electrónica
mestiza, en buen cristiano-; y que ha logrado trascender en el Tiempo enhebrando
una carrera consistente. Ha hecho mucho más que el indigenismo resultón del Café Inkaterra (2004) de Miki Gonzáles,
la mendicidad efectista del Peruvian
Electronic Chicha (2009) de Lima Tropical Beats, el descalabrado chill
criollo del Cholo Soy (2006) de Jaime
Cuadra, y los interesantes pero sumariales alias de cumbia digital Ucayali Maestro y Sonidos Profundos.
Mas, como reza el
dicho, nadie es profeta en su propia tierra. Aunque Novalima ha sido invitado
de lujo en numerosos festivales internacionales y en célebres programas radiales
(la sesión para KEXP - FM de Washington fue apoteósica), en su hogar apenas si cosecha
laudos. Ello no amilana al combo en el que actualmente militan Pérez Prieto,
Morales, Grimaldo Del Solar, Milagros Guerrero, Alfonso Montesinos y Constantino
Álvarez; que en septiembre pasado editó Ch’usay.
Algunos momentos del
Planetario (2015) como que dejaban
entrever un viraje in extremis tímido hacia la cepa altoandina de nuestro
folklore -“Tinkalamina” era muy revelador en ese sentido. En este Ch’usay, se siente exactamente lo mismo.
La epónima apertura se atreve acaso un poco más con respecto de “Tinkalamina”. Eso
es todo, empero. A partir de “Herencia”, el resto del repertorio corre embebido
del sello afroperuano característico en Novalima tras Afro. La percusión de estirpe ‘mulata’ es dueña y señora, y sobre
ella se erige una electrónica que devora lo que necesite de las demás
tradiciones nacidas merced a la Diáspora Negra: hip hop, salsa, afrobeat, reggae
-el ahora sexteto ya ha dado muestras de fantástico acoplamiento con el sonido
bandera de Jamaica, como el dancehall de “Ruperta/Puede Ser” (al lado de los
cubanos Obsesión) y el demoledor roots dub de “Malivio Son”.
Si bien el disco
tiene sandunga, nunca se desboca, siempre se le percibe contenido. Me aventuro
a explicarlo en estos términos: con Planetario,
la reinvención electrónico-afroperuana que ensaya Novalima ha minimizado el
empleo de samples. Aunque “Herencia” muestrea un fragmento del clásico festejo
“A Mí No Me Cumbén”, su uso ha bajado drástica y valientemente después de Karimba. Tal vez el grupo se halle en
una encrucijada: enrielarse definitivamente hacia el afro, acometiendo para
ello un importante salto evolutivo que le(s) transforme, o hacerlo mutar a
través del componente electrónico. Mientras no abandonen este último, escojan
lo que escojan, seguirán contando para mí.
Al primer golpe de
vista, poco o nada guardan en común los nombres de Matus y Pastizal. El
primero, emparentado desde el principio con una psicodelia densa y dura, de eventuales
accesos space, stoner y heavy; apela mucho a la oscuridad alucinógena. El
segundo está inserto en el pelotón de identidades neopsicodélicas limeñas que
ya acreditan un kilometraje prolongado (Hipnoascención, Leche Plus,
Transparente, Sounds Of Salomón Jedidías And Space Rock), sin haberse renovado
más allá de avatares y advocaciones.
La vida siempre se
las arregla para dejarte patitieso/a. Una de esas oportunidades es la alianza
establecida entre Richard Nossar de Matus y Yazmín Cuadros (a) Yazmín Danza
Fuego de Pastizal. Además de en Matus, Nossar ha dejado huella en otros dos proyectos
menos conocidos: Quemos y Aura Tornasol. Cuadros, por otro lado, estuvo en las
filas de Pastizal cuando éste daba sus primeros pasos en un primigenio registro
kraut rock, allá por el 2000. Su unigénito Indiferente
(2007), pues, no la incluye. Tras participar en actos como Aborigen y Mitos
Raíces, ella armó en el 2012 el individual Diáfana Bermellón, del que puedes
escuchar un puñado de piezas de gran manufactura colgado en su cuenta SoundCloud -pero que, insólitamente, la propia autora considera más bocetos que
temas. Alguien debería animarla a empaquetar estos archivos en un disco-carpeta
con nombre propio y portada: no se merece menos una inquietante experiencia
solista que hibrida el espectral ruido fulgente de la 4AD más interesante de
los 90s y la minimal artesanía post rock que produjese la escudería Too Pure en
ese mismo período.
En el 2016, ambos
músicos se conocen gracias a amigos compartidos. Y en diciembre de ese mismo
año, viajan a Chavín de Huántar para recibir el Solsticio de Verano, periplo que
los aupó a crear un disco juntos.
Así nacen Tribu y las
bases para su primera rodaja, Círculo.
Se agita en ella una sensación de permanente mesmerismo regresivo. Quizás
“regresivo” no sea el vocablo que estoy precisando, porque ello implica que motivos
epifánicos como la embriagadora instrumentación étnica -crotales del Tibet,
silbatos cerámicos, shakapas y sikus, un tambor de agua, un didgeridoo-,
animistas votos a los númenes de la tierra y de la selva, o imágenes del bosque
bajo el ensangrentado crepúsculo; han quedado circunscritos al Pasado. No es
así, es sólo que en la ciudad hemos preferido olvidarnos de todo ello.
En fin, puedes
tachar “regresivo” y colocar “báquico”. Hasta “selenita”. Tribu trashuma una
sacralidad pop que pica en corto entre el space más volado (“Llegando Al Sol”),
el tribalismo a lo Dead Can Dance (“Todos Los Jaguares (Canto Para Yana)”, de
los primeros surcos compuestos y uno de los más trippies) y el gancho de unos
Cranes en sus instantes más accesibles. De hecho, números como “After Dark” (el
único donde se escucha la voz de Richard) y “Nube Roja” parecen haberse
escapado de un Wings Of Joy de
acabado pop, venido de otra dimensión.
A destacar el
nutrido concurso de músicos invitados, entre quienes figura Camilo Uriarte, que
impulsan el misticismo post chamánico para tribus urbanitas nativas del nuevo milenio
que envuelve a Círculo. Disco generoso
en texturas dramáticas y ominosas, espero revele definitivamente a uno de los
secretos mejor guardados en lo que a privilegiadas voces femeninas de la escena
independiente se refiere -oculto bajo el manto de la modestia por muchos años.
La edición en físico estará a cargo de las independientes Luna Pagana y Catrina
Records.
2018 inusualmente
activo, el de Alfonso Noriega. Como El Otro Infinito, ha publicado El Abismo En Cada Objeto EP (junio) vía
Chip Musik, Un Antiguo Enemigo EP (octubre)
vía Bifronte Records, y Pequeños Métodos EP (noviembre) vía SuperSpace Records. Escojo El Abismo... EP porque tengo entendido que UAE es el primer tomo de un díptico llamado ‘Irrupciones’, cuyo segundo tomo también saldrá a través del sello
mexicano, y Pequeños... EP es un
“ejercicio suelto”.
El nombre de El Abismo... EP remite al debut infinito
del 2014, Buscando Un Abismo En Cada Objeto Y Puertas..., pero no hay nada que les relacione más allá de esa
directa alusión. En cuanto a la música aquí dispuesta, encuentro útil recordar
que el mini-album 21 fue pasto de
algunos desbalances del febril intelligent techno que Noriega abrazase desde que
echara a andar en estas lides: había allí mucho más de intelligent que de
techno, lo que se notaba por contraste sobre todo en “Los Dioses De Arena”,
suerte de válvula de escape para los bpms relegados a un costado en el resto
del round.
El Abismo En Cada Objeto EP enmienda el
desajuste en parte. Aunque los ritmos programados y las secuencias recuperan su
lugar, el introspectivo y casi inmaculado ambient post-rave permanece
subrepticio, manante en su tranquilidad, encapotado en su aislada vigilia
nocturnal. El resultado de esta tirantez es un IDM nerviosón que no llega a
estallar, acaso arrullado por un notorio incremento cuantitativo de las guitarras
procesadas, como en “Saigón”, "White City, Black City” y “DJMP” (que contiene un
sample de “Itazurana Neko”, track de Miyagi Pitcher que aparece en Okuraseru, su esfuerzo del 2017). “Las
Mareas Traen Tu Nombre” purga los beats de sus cuatro minutos y pico, para
endosárselos a “Los Fantasmas Del Rocío”, con lo que éste se convierte en el corte
más animado y menos acuoso del extended.
Pese a la tensión
descrita, este EP aparenta haber sido engendrado como el cierre de una etapa y
el inicio de otra a tanto más personal; donde se prefiere el perfil bajo y el
andar constante, la noche sin reflectores ni estrellas, la sobriedad incesante y
la contemplación impertérrita. Publica, como ya se dijo, Chip Musik -(no sólo)
bóveda de la reserva nacional del mejor IDM/post IDM.
Tranquilamente, I – IV (Demo) fue la revelación más impresionante
del 2015 en predios nacionales. El mini-album, tour de force de gran nivel instrumental, deconstruía el clásico
sonido Seattle para transmutarlo en un post grunge que hizo parar las orejas aún
a quienes nunca han sido muy hinchas de Nirvana y compañía. De este modo se
daba a conocer Rhor -no confundir con el fugaz experimento L-Ror, antologado
en el heterodoxo triple colectivo Mixtape
(2004)-, cuya primera etapa pondera como principal la influencia de los Alice
In Chains que cultivasen gloriosa pericia para la ejecución de una veta
acústica en Sap EP (1992) y en Jar Of Flies EP (1994), que luego trasladarían
electrificada al epónimo largo de 1995.
Tres años después,
Rhor entrega su debut, MCMXCIX
(2018). Los integrantes son los mismos -Adrian Pastorelli en voz y guitarra, su
hermano Diego en la otra guitarra, José Jordán a las baquetas y Daniel Delgado en
el bajo. No obstante, el abanico sonoro del grupo se ha ampliado: en éste,
ahora cruzan sables el post grunge y el indie más estoico y contenido, terciando
ocasionalmente el post rock de nostálgicas guitarras quebradizas a lo Mogwai. De
grunge químicamente puro, muy poco.
Casi cuarenta
minutos de un sonido magnífico, producto de trenzar las características
genéticas más compatibles de cada género -haciéndoles complementarse en un
único output donde la melancolía y la dicha convergen sobre atmósferas de
desértica aridez, de soledad urbana, de melodiosa otredad... Huelga decir que
la performance del cuarteto para este registro se ha volado la barda: su
elaboración compositiva es mucho más compleja, como cabe esperar de la unión en-primera-instancia
imposible de tres discursos sónicos diferentes unos de otros, y la creatividad
de concepto y arreglos salta al tímpano. Una obra maestra organizada en espiral
ascendente, que solita se tumba mil veces por minuto cualquier aspaviento
proveniente del migrañoso y exánime pop/rock mainstream -que todavía se resiste
a morir y ceder su lugar en medios masivos de este país de pacotilla.
Ah, me olvidaba.
Rhor ahora tiene voz.
Hákim de Merv
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