Aunque ya no el
mismo de Sun Bleached (2015), Summer Love (2016) o Void (2018), a Dan Mason todavía le
quedan uno o dos trucos bajo la manga. No por nada se considera aún a Florida, estado
de la Unión de donde Mason es oriundo, la mayor reserva vaporwave a escala mundial.
Con doce rodajas a
cuestas, eyectadas entre el 2013 y el 2018, Mason ha consolidado su estilo empapado
de mallsoft y smooth lounge. La cantidad de “hits” que anotase dentro de su
escena de extracción es en absoluto desdeñable. Sin embargo, no hay muchos de
éstos en Hypnagogia: pese a lo que su
nombre postula, el nuevo largo no comporta un giro hacia el subgénero vaporwave
obsesionado con los gastados sonidos borrosos de muestreos televisivos cosecha
80s.
El floridano ha ido
afianzándose progresivamente en el aprovechamiento de los beats cíclicos, la
voz engrosada/engolada, las improvisaciones dilatadas hasta la exasperación,
las guitarras ahogadas en glo-fi -ese “update del siglo XXI para la psicodelia”
del que habla Simon Reynolds cuando alude al tronco central del árbol del
vaporwave... En consecuencia, el brilloso tono pastel que Mason dispensaba en entregas
anteriores está presente. El problema radica en que Hypnagogia suena más a oficio que a inspiración o inventiva.
Sampleos extraídos
de desgastadas melodías y recontextualizados para una civilización de economía
consumista que ya ha quemado todas sus neuronas y energías -“burn-out society”,
vienen alertando algunas voces, sin que se les tome mucho en cuenta. Composiciones
de cariz “escapista”, en las que sentimientos como la pesadumbre o la nostalgia
recrean una realidad distorsionada -suerte de matrix sabida falsa desde un
principio, pero asumida justamente como forma de evasión (“Stop Me”, “Melatonin
High”). Viñetas que funcionan como respuesta psicológica con qué combatir la
tristeza (“Fade”) o la ansiedad (“Good Night”) que produce la creciente
deshumanización de nuestro modus vivendi... La cuestión de fondo es que percibo
más de piloto automático que de genuina creatividad.
Sospecho que este
disco hace las delicias de los fans, tanto de aquellos del ‘género’ como del
autor. A mí me hubiera terminado por convencer, si no fuese por esos arrebatos
pseudo trap -“Go Away”, “Visions”- que de ninguna manera puedo condonar. Intuyo
que debe ser algo temporal, y que Mason se moverá pronto hacia otros destinos:
si algo como el vaportrap ya es cosa del ayer, y aún el simpsonwave está por
pasar de moda, que no te extrañe lo que el vaporwave puede depararnos en el
futuro -mayor virtud y principal defecto de una estética incorpórea que cada
cierto tiempo se reinventa cambiando de envase.
A estas alturas una
tendencia codificada, status que en su caso provoca las más apasionadas
discusiones, el post rock continúa prisionero del dilema que ha seleccionado
como lugar de residencia -en exceso formalizado para la escena independiente,
aún inasible para el “pop” que ali(m)enta el establishment. Pero qué bien marcha
cuando se olvida de estas paltas existenciales.
El francés Mathieu
Legros lleva ya algunos años levantando, en plan de hombre-orquesta, la enseña de
GrimLake. Con ella ha publicado el mini-álbum Twin Sun (2012) y el LP Atlas Hands (2015), referencias que adscriben su unipersonal a la ola de post
rock instrumental impulsada actualmente desde los ghettos indies de distintas
partes del globo. Memories, de fatigados
tonos entre cenicientos y azulados, consolida la experiencia ganada en esos
primeros pasos.
Los detractores de
lo que hoy se cataloga como post rock podrían alegar que el de GrimLake maneja
la misma fórmula estructural que también empuñan nombres como Paint The Sky Red
(Singapur) o Días De Septiembre (Venezuela). Es decir, aquella que destiló
Mogwai en Rock Action (2001) y afinó
en subsiguientes esfuerzos: una alternancia o equiparación de los segmentos de
quietud prescindiendo normalmente de todo pulso rítmico, para tallar vítreos
mosaicos de duermevela, y de los explosivos arrebatos en que la eléctrica salta
al tope del volumen y el set tarola-bombo-platillos se eriza emotivo, presas de
un vigor inexplicable.
Si tienen razón, ¿cuál
es, entonces, el mérito de un esquematismo que le hace tan ‘flaco’ favor al
‘género’ que insufló de nueva vida al pop noventero de avanzada? Pues el modo
en que cada fragmento es forjado -doy fe de que hasta ahora nunca es el mismo.
En GrimLake, a ese absorbente sosiego se llega a través de gráciles figuras al
piano, que en más de una vez me remiten a su compatriota Yann Tiersen. Los
estallidos en que el multi-instrumentista pisa el acelerador, por otro lado,
son modelados por una estrangulación tras otra de atmósferas plácidas -efectos
a mansalva que convierten en mesmerizante cualquier pasaje a punta de
sobrecarga eléctrica-, y las exultantes cabriolas de las baquetas.
Dado que las
posibles variantes no son ilimitadas, llegará el día en que el post rock se convierta
en un cadáver, presto a ser devorado por la gigante roja del mainstream. Mientras
ese día no llegué, será interesante ver cómo se las ingenian agrupaciones o
individualistas como GrimLake para rezagar al máximo la fatal fecha.
Que la música
africana está orientada abrumadoramente hacia el Sonido es una aserción que, en
nuestra condición de latinoamericanos, rarísima vez podemos comprobar. Mucho
más sencillo, por una cuestión de cercanía geográfica, nos resulta
maravillarnos ante las músicas que ha producido la Diáspora Negra en Occidente
y su ‘intrínseca’ cualidad de “alienígenas” -como suele proclamar siempre Kodwo
Eshun.
Así y todo,
capítulos de esa saga permanecen esperando sus respectivos rescate y
documentación. Soul Jazz Records, extraordinaria escudería londinense
especializada en recuperar tales sub-escenas mediante sustanciosas
recopilaciones, ha lanzado en noviembre Space Funk (Afro Futurist Electro Funk In Space 1976-84). El panorámico
reivindica una serie de grabaciones realizadas por desconocidos músicos
estadounidenses vía labels pequeñas durante el período de tiempo especificado.
No se trata, pues, de una escena mínimamente articulada; sino de la confluencia
en tiempo y espacio de mentes creadoras que desde sus propias trincheras, y siguiendo
las enseñanzas de estetas como Herbie Hancock o Parliament/Funkadelic, empujaron
al funk a la era electrónica teniendo como motor y horizonte el afrofuturismo.
Siempre me pareció fascinante
y divertido cómo el mainstream sonoro de los 70s pensaba que sería el futuro, y
cómo esa imagen se reflejaba en la tecnología y efectos “hi-fi” de la época.
Mullido sobre un colchón de teclados, este space funk disgregado compartía
algunos tics de ese imaginario ‘oficial’, sin que ello se convirtiese en venda
que le impidiera vislumbrar en serio el futuro: aspirando a ser cibernética,
esta música disfrutaba enormemente de las mutaciones que experimentaban sobre ella
gente como Jamie Jupitor (su minimalista “Computer Power” incorpora el electro
de las rutinas de breakdance) o Santiago (revelador “Bionic Funk”). Ese deleite
se plasmaba en las pistas de baile, ritualizando la abducción sensorial, mientras
que la fuerza vital del funk atacaba el mesencéfalo y propulsaba sus propios
espacios psicoacústicos hacia el zen.
Una excelente
compilación cuyo principal mérito es reivindicar las olvidadas obras de Ramsey
2C-3D (“Fly Guy And The Unemployed”), Frank Cornilius (“Computer Games”),
Robotron 4 (“Electro-?”) o The Sonarphonic (“Super Breaker”). Eso, e ilustrar
un pathos que no volvió a explorarse hasta el advenimiento del drum’n’bass.
Después de que la
Vida lo condenase a vivir un infierno tras la muerte accidental de su
adolescente hijo Arthur (2015), Nick Cave, figura mayor en el santoral del pop
contemporáneo, regresa con un álbum que se sale de todos los cánones
establecidos en la larga carrera del genio australiano.
Desde el doble Abattoir Blues/The Lyre Of Orpheus
(2004), Cave ha ido acercándose a formas artísticas más sencillas, tanto en
música como en letra e interpretación. Ese proceso se magnifica inusitadamente
en el desgarrador Skeleton Tree
(2016). Para entonces, ya la tragedia había acaecido: aunque el repertorio del
disco había sido compuesto para fines del 2014, las grabaciones culminaron en
los primeros meses del 2016, y Skeleton...
llega a las tiendas en septiembre. El luctuoso acontecimiento, ergo, de todas
maneras dejó su marca en este episodio -el dolor, la angustia, la desesperación
de Cave pueden palparse más que verse en la oscuridad insondable que emiten las
ocho pistas.
Ghosteen es la obra con que el sexagenario músico
despide en regla a su hijo. Como corresponde a la ocasión, el acetato está
fondeado por la solemnidad, toda vez que el luto no se halla todavía ausente
(ni mucho menos). También se siente el “lastre” de los sintetizadores, que
venían cobrando creciente notoriedad desde el ingreso de Warren Ellis (segundo
al mando de los Bad Seeds tras la partida de Blixa Bargeld), y que aquí impelen
la música del hoy sexteto a un ambient frágil y sedante más de lo que nunca lo
ha sido/estado en sus 35 años de trayectoria.
Percusiones
letárgicas, teclados árticos, frecuencias subsónicas. Con estos elementos, Nick
Cave encara la travesía que lo conducirá a la última fase del duelo, la de la
aceptación serena. El final del viaje, con “Hollywood”, es ciertamente
liberador; pero el recorrido, del que la bellísima “Spinning Song” es la
obertura, no perdona. El cantante honra la memoria del finado púber a través de
concisos textos nimbados de una cotidianeidad desarmante, que trocan en
melancolía pura -“A Ghosteen Dances In My
Hand/Slowly Twirling, Twirling All
Around/A Glowing Circle In My Hand/Dancing, Dancing, Dancing All Around/Here We Go”- el pop desvencijado y medio
faite al que la banda solía recurrir hasta bien entrada la primera década del
nuevo siglo.
Ante un suceso como
éste, no mucho más se puede decir. Afrontar la audición del plástico, eso sí es
necesario ponerlo por escrito, exige toneladas de empatía y un estado de ánimo
similar al de quien ha debido atravesar el peor escenario que puede presentarse
en la muerte -el de un padre/una madre enterrando a su vástago, tenga éste la
edad que tenga.
Ghosteen es un díptico conceptual, pese a que su
minutaje total tranquilamente pudo encajar en un CD. La primera parte, la más
onírica, pertenece a los hijos que ya no están: ocho temas entre los que
destacan “Sun Forest” y “Ghosteen Speaks” como lo más conmovedor/elegíaco que
ha firmado nunca el viejo Nick. La segunda parte, mucho más realista, pertenece
a los padres. Son solo tres cortes -“Ghosteen”, “Fireflies”, “Hollywood”-, que
suman cerca de treinta minutos, los más cargados de resignación/serenidad/paz
que puedes encontrar en el pop actual. A pesar de ello, imagino que la
aflicción seguirá haciéndole compañía al australiano durante un tiempo. Quizá
sus días aún terminen con el “buenas noches” de un ser querido al lado -un
familiar, un amigo de años-, pero Cave responderá para sus adentros “not
anymore” hasta que la pena desaparezca obliterada.
Hákim de Merv