(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 23 de noviembre del 2022.)
Entre el ‘96 y el ‘97, como señala el crítico
español Javier Blánquez en el capítulo dedicado al jungle escrito para Loops:
Una Historia De La Música Electrónica (2002), muy pocos eran los nuevos artistas
y grupos de ascendencia electro que no tenían cuando menos un track amparado en
estándares rítmicos del drum’n’bass. Asistido por la notoriedad de las evidencias
-de Aphex Twin a Underworld, de Orbital a Mouse On Mars, de Locust a Two Lone Swordsmen-, el peninsular afirma que el también llamado artcore era el ritmo
que entonces dominaba el mundo. Habida cuenta de los nombres citados (por lo
menos tres de ellos provenientes de las esferas IDM), no es precisamente argumentos
lo que le falta a aquella declaración.
Naturalmente, la teoría propuesta no disminuye
el papel/la relevancia del resto de músicas digitales que implosionaron los dos
últimos lustros del siglo XX. No menos trascendentes fueron el trip hop, el ruidismo
binario, la rocktronia de The Chemical Brothers y Propellerheads, el illbient...
Ni qué decir, tampoco, del IDM; que durante toda esa increíble década vivió luengos
años de gloria. Es sólo que resultaba casi imposible sustraerse al influjo de la
mecánica del breakbeat, que tan bien podía simultáneamente embelesar al
hombre-que-escucha como impeler al hombre-que-baila. Y, de paso, tronarle las
neuronas al prójimo que es ambas cosas a la vez. Prueba irrefutable de ello es la
imagen del individualista de muchos rostros, que esos mismos noventas entronizaron:
si en los 80s James Thirwell (Foetus, The Flesh Volcano, Clint Ruin, Steroid
Maximus) y Alain Jourgensen (Ministry, Pailhead, Revolting Cocks, Lard, 1000
Homo DJs) fueron precursores, los siguientes diez calendarios vieron consolidarse
a figuras hiperprolíficas, multimórficas y geniales como el propio Aphex Twin
(Polygon Window, The Dice Man, Blue Calx) o Luke Vibert (Plug, Visible Crater
Funk, Wagon Christ).
Junto a Tom Jenkinson (Squarepusher, Duke Of
Harringay, Chaos A.D.), otro de los héroes del período es Mike Paradinas. Proveniente
de Wimbledon, este británico se ha prodigado usando la piel de muchos alias -Kid
Spatula, A Plaid Tusk, Jake Slazenger, Tusken Raiders, Rude Ass Tinker... El
más célebre de todos, empero, es el de µ-Ziq. Bajo ese rótulo, Paradinas consiguió
dar una vuelta de tuerca tras otra en jornadas fantásticas como el memorable
extended play Salsa With Mesquite (1995), In Pine Effect (mismo
año), el debut Tango N' Vectif (1993), Royal Astronomy (1999) o
el epiléptico Lunatic Harness (1997). Lo mismo que a sus pares, el limbo
que se almorzó las vanguardias electrónicas en los 00s no le fue precisamente
favorable (el único que la libró fue Jenkinson, en modo Squarepusher). Mas, a
diferencia de los otros, el decenio pasado atestiguó su regreso con renovados
bríos (sosteniendo buen promedio editorial a partir del ’13). Mejor aún, ese
reentré confirmó intacta la peculiar vieja alianza entre el músico inglés y el ritmo
roto.
Y es que, mientras sus colegas de armas replicaban
la estética breakbeat para proyectar avances sobre los hombros de ésta, µ-Ziq siempre buscó estrechar la compenetración/mutua
absorción entre el intelligent techno y el techstep. Tarea sumamente
complicada, por no decir imposible. Paradinas dio con una fórmula para esa
fusión en Lunatic Harness y sus complejas percusiones hiperkinéticas atravesadas
por cabriolescas metrallas sonoras tupidas de acid jazz y neurótica tropicalia.
El detalle es que le ha tomado literalmente años decantar/balancear esta fórmula.
Una que recién tras RY30 Trax (‘16) y el denso Scurlage (‘21) se
ha despojado al fin de toda abstracción oscura, empezando a brillar casi
literalmente.
Aconteció en el ‘13, en el ‘16, en el ‘21. Vuelve
a acontecer, en el ‘22, que el unipersonal firma dos trabajos -que lucen como
sendas partes de un único díptico. El primero de ellos, Magic Pony Ride,
es liberado a principios de junio. El segundo, Hello, sale a las calles cinco
meses después. En ambos casos, crece y se robustece el patrón compositivo idóneo
al que he aludido aspiró siempre µ-Ziq. En ambos, de igual modo, hay lugar para
disentir de aquel modelo; bien parcialmente -los más-, bien por completo -los
menos-. Éste (el modelo) se sublima aprovechando el timing y la espacialidad de
un drum’n’bass de ligero octanaje, esto es, lo bastante sintetizado para
convertir en funcional al breakbeat sin por ello obligarle a resignar su
burbujeante frescor. Sobre esa ¿bífida? ¿trífida? espina dorsal, los
tintineantes puntillazos melódicos y los maquinales rebotes angulares propios de
la IDM son entretejidos con el propósito de dar cálida corporeidad a espesas marañas
electrónicas de barroca arquitectura cubista.
La reverberación que litografían en la psique
tanto Hello como Magic Pony Ride es insólita. Mientras son
reproducidas, una y otra placa suscitan lúdicas visiones sci fi que, extrañamente,
desfilan sobre la superficie del cerebro pigmentadas de sepia. ¿Es eso posible?
¿Cómo se entiende que vastas ciudades construidas con plástico y corrospum, inmensas
megalópolis-juegos de extensión inabarcable para la vista, yazgan saturadas de
saudade? ¿Un efecto dióptrico-mental, quizás? ¿O sólo nosotros, quienes vivimos
los 90s prendados de la poesía del digitalismo avant garde, percibimos semiconscientemente
la nostalgia por ese futuro prometido que jamás llegó? Son varios los pasajes
que estimulan esos reflejos neuronales: “Turquoise Hyperfizz”, las tres partes
de “Magic Pony Ride” (las dos primeras en el disco epónimo, la tercera en Hello),
“Elka's Song”, “Galope”...
Cuando Paradinas decide hundir hasta el fondo
el pie en el acelerador, dándole libertad de acción al jungle, las imágenes en
sepia ven disminuir su intensidad. La textura sónica, además, experimenta
importantes cambios; pues la velocidad de la “mitosis del sonido” se incrementa
exponencialmente, mientras su presencia adquiere aspecto de lustroso sampleo. Se
produce, así, una curiosa escisión en el rostro de µ-Ziq, que acaba
transformado en bifronte: a la faz que le conocemos, se suma otra, que constantemente
se transfigura en Omni Trio, Rainforest, Ram Trilogy, Alex Reece. En este punto,
el artcore se convierte en una segunda personalidad del europeo, quien se ve
limitado a fungir de impávido refrendatario de la igualdad de esas dos fuerzas
en pugna -“Iggy’s Song”, “Goodbye”, “Metabidiminished Icosahedron”, “Hello”, “Green
Chaos”, “Ávila”, “Modulating Angels”...
Insular experiencia a que nos somete el
individualista de la Rubia Albión, corresponsable de microgéneros como el honk’n’bass,
el braindance o el drill’n’bass. Por rara, obvio, y además porque demuestra que
el autor conserva creatividad, destreza, reciedumbre y vigencia indemnes. En
grados suficientes como para despachar dos álbums prácticamente al hilo, si es
que no se trata de un solo LP cuyos outtakes han sido empaquetados y lanzados
como otro largo independiente. En niveles lo bastante inventivos como para matizar
a MPR y a Hello con temas de un ambient capaz de condensarse en
piezas de potente drum’n’bass e idéntica facilidad para volverse a vaporizar -“Don't
Tell Me (It's Ending)”, “Pyramidal Mind Dispersion”, “Brown Chaos”, “Uncle
Daddy”, la perfecta deconstrucción breakbeat planteada en “Pentagonal Antiprism”...
Nunca se fue Mike Paradinas, es cierto. Pero
nunca tampoco lo había sentido tan cercano.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 16 de noviembre del 2022.)
En múltiples ocasiones, he dejado sentada mi
escasa afinidad con los estilos de genética metalera. Hay bandas, por supuesto,
de las que soy devoto; como Pantera, Megadeth, Anthrax o Slayer. No muchas más,
sin embargo -pueden contabilizarse con los dedos de que dispone un ser humano común
y corriente. Aquello que de valioso ha aportado el metal al vocabulario pop
contemporáneo, lo encuentro más que nada en los crossovers que ha coprotagonizado.
Tres ejemplos, de entre muchos otros: el post metal (llamado también meta-metal,
asociado a la decoración drone), el metal industrial (preñado de EBM y/o techno)
y el black metal de escuela nórdica (injertado con ambient).
Si la agrupación peruana Matus se halla cerca
de la estética del crossover, no lo está por aproximarse vía alguna de las mixturas
citadas. Echa mano del principal antecesor del metal, el hard rock, y de la
primigenia encarnación metalera, el heavy; así como del space rock y hasta de
la añeja psicodelia de entredécada (60s-70s). Curiosamente, de esos mismos
componentes se nutre el stoner rock, pero el sonido Matus no lo abraza -a lo más,
califica como proto stoner.
Matus, por cierto, no es un nombre nuevo.
Aunque lo parezca a ojos y oídos de audiencias masivas obturadas por la hedionda
papilla a-cultural que les embute por todos lados/a todas horas la mass media,
y que les convierte en impermeables a cualquier manifestación artística que
pretende ir más allá de sus culiestrechos esquematismos. El grupo se condensa a
fines del ‘05, por iniciativa del baterista Joaquín Cuadra y del guitarrista Richard Nossar. Es éste último un histórico de la movida nacional, cabeza
visible del holocausto grindcore que asoló estas tierras entre fines de los 80s
y principios de los 90s, a través de las recordadas entidades Descarga Nociva y
Atrofia Cerebral. Tras una temporada en los Espirales de Fernando “Cachorro”
Vial, Nossar se dedica a la producción, a la fotografía y a la escritura; antes
de la nucleación del trío original, que completa el también guitarrista Manuel Garfias (ocupándose Nossar del bajo).
Cuatro LPs, un extended play -Intronauta,
‘17- susceptible de ser sindicado como la cruza entre Quicksilver Messenger
Service y Led Zeppelin, dos sencillos virtuales, dos splits de 7’’ (con los
alemanes Angel Of Damnation y con los resurrectos coterráneos de Óxido).
Suficiente de dónde escoger -en material y en años, estos últimos ya próximos a
sumar 20- para urdir más de una muestra recopilatoria que haga las veces de
introducción a la obra del combo. Tal cual su contraparte del ‘14 (Espejismos),
el nuevo panorámico cumple una triple función: antologar parte del repertorio difundido
en los álbums, ofrecer versiones alternativas de esa selección, y añadir algún/algunos
inédito(s). Preparado y lanzado en julio del ‘21 en el ciberespacio, realizada
su versión física en este 2022 que ya se va (coproducida por los sellos
independientes patrios Espíritus Inmundos y Catrina Records), en todas esas
instancias obtiene Espejismos II nota azul.
Rejuvenecido/revigorizado blues rock de
semblante severo/adusto/grave. Stoneados riffs báquicos de extáticas guitarras
atmosféricas. Un bajo de marcha impertérrita que, persiguiendo la marca
metronómica perfecta, luce convulso rostro de head-hunter. El pesado bateo ritualista
de un ponedor en trance psicodélico. Las oscuras letanías que recitan la voces,
impregnadas de auténtico paganismo que mucho después caricaturizaron encarnaciones
metal tipo Mago De Oz y calaña similar. Son éstas las principales virtudes de Matus,
desplegadas en canciones como “Polaris”, “Los Ojos De Vermargar” (del epónimo
debut, cuando todavía esta gente firmaba como Don Juan Matus), “Umbral/Niebla
De Neón”, “Hada Morgana” (de Claroscuro, ‘15), “Misquamacus”, “Canción Para
Nuada”, “Desierto Rojo/A 10 Grados Del Cenit”, “Adiós Afallenau” (todas ellas
del maravilloso Visiones Paganas, ‘08) o “Summerland” (única pieza
recuperada de Más Allá Del Sol Poniente, ‘10). Los místicos ecos surrealterroríficos
de Black Sabbath, de Pink Floyd, de Hawkwind; crecen como enredaderas alrededor
de sintagmas auditivos e influencias que denotan un gusto educado en el cine y
la televisión de épico horror B: Jacob’s Ladder (inspira la letra que resuena
en la primera parte de “Umbrales...”), The Wicker Man (“Adiós Afallenau”,
visiblemente “Canción Para Nuada”), el episodio “Bloodbath” de la segunda
temporada de la serie Starsky And Hutch (“Polaris” y la inédita “Rocky
Black”, a contar entre lo más grumoso/inhóspito que haya elaborado el conjunto)...
De las 10 tomas publicadas en Espejismos
II, la mitad ofrece una nueva mezcla con la pista de la batería sustituida.
Si a ello le agregamos la incorporación del theremin en dos cortes, puedes darte
una idea de lo sinuoso que ha sido el camino para Matus: de terna a cuarteto, y
luego a quinteto, recién estable tras la salida de Alfonso Vargas (Liquidarlo Celuloide) y su reemplazo por el hijo homónimo de otro histórico de la escena
perucha, el maestro Walo Carrillo (Los Holy’s, Telegraph Avenue, Tarkus,
Tlön). Actualmente, Matus son Nossar (bajo, chequea su desempeño en TRIBU),
Véronique Miró Quesada a.k.a.Veronik (voz, flauta, theremin), Garfias
(guitarra), Alex Rojas (voz) y Carrillo (batería). Con dos generosos compendios
a cuestas, ya es cosa tuya si sigues chantándoles la cuestionable distinción de
no ser profetas en la propia tierra.
En el ‘17, me abstuve deliberadamente de comentar
el tercer round en que se trabase Polvos Azules. Había quedado gratísimamente
impresionado por el sobresaliente ambient pop de sus dos primeros esfuerzos, Instrumentales
(2010) y Acuática (2012), así que el cambio implementado en Movimientos
no me convenció. Eventualmente aparecerían tanto el 7’’ “Ultrapop”/“Busca Abajo”
(2018) como “Épica” (colaboración para el 4 EP, ‘20), que parecían presagiar
un regreso a la dialéctica enarbolada por el unipersonal de Giancarlo Samamé durante
su primera etapa, pero no llegó a saberse más del alias sino hasta septiembre
de este año.
Audicionado Ciudadana Inseguridad, queda
claro que esos canales de adelanto sólo fueron ilusorios cantos de sirena. No porque
el nuevo largo sea calco o prolongación de su predecesor, sino porque entresaca
un derrotero equidistante de éste y de las dos primeras rodajas. De Movimientos,
escoge la vocación por experimentar con los textos: armados con la técnica burroughsiana
del cut-and-paste a partir de decenas de fuentes, éstos son expelidos de la
mano de una cuando menos incómoda verborrea. Dependiendo del lugar que ocupen
en el track list, la voz de Samamé es sometida a diferente tratamiento -procesada/desfigurada
en el primer sector (“Grabaciones A Ciegas”, “Ensayo De Dictadura”, “Con Mi Cerebro
De Cera Derretido Por Tus Años”), infestada de lo fi en el segundo (“Lunático”,
“Melibea Al Azar”, “Mierda!”), inmaculada en “Río Rímac” (sorprendente composición
inficionada de cadencia 50/50 rasta y hip hop).
De Acuática e Instrumentales, el
acto reutiliza el ambient pop la mayor parte del tiempo sólo como carcasa, como
un armazón exterior. Un exoesqueleto que casi siempre cobra vida sujecionado a
la voluntad del ocupante interno. Contadas son las oportunidades en que Polvos
Azules vuelve por completo al sonido que le distinguiese antaño, como en el
tercer sector de Ciudadana Inseguridad: “Naturaleza Humana”, el breve
instrumental minimalista “Inundación”, el excelente número “Interludio” (incordiado
por el insistente sampleo de una risa sardónica y un coro responsorial), incluso
el electro-pop jazzeado de “Yo Visité Ganímedes” (que recicla parte de la
entrevista en un medio español a Sixto Paz Wells -cómo ha dejado huella este tipo
en algunos estratos de la escena independiente, cf. “Ganímedes” de Manganzoides
y “En Chilca Quieren A Sixto Paz” de Eléctrica De Lima”).
El cuarto sector del esférico se superpone al
tercero. Lo engloba, de hecho. Tras “Río Rímac”, el músico victoriano guarda
estricto silencio. Cualquier rastro de voz que se deja oír es producto del
sampleo o del muestreo. Samamé elige enfocarse de lleno en el aspecto
instrumental de Polvos Azules -algo sobre todo notorio de “Fulanos” en adelante,
que de paso pone en primer plano el carácter fragmentario del opus. Para las catorce
paradas que tiene, Ciudadana Inseguridad apenas pasa de la media hora:
ocho de ellas no llegan a los dos minutos de duración, y de éstas, tres ni
siquiera superan la barrera de los 60 segundos. Ello se condice con lo que el
propio autor menciona en BandCamp a propósito del lanzamiento.
Pensé con Movimientos que no era éste el
mejor camino para el proyecto. A lo largo de los años, y a través de diversas
instancias -Polvos Azules, El Paso, Gelatina Magma, las sustanciosas
compilaciones orquestadas en Dorog Records-, Samamé se ha adentrado en el
formato pop con exquisito criterio. Con esto, no quiero decir que el devenir que
confirma CI le sea adverso a PA. Mucho menos, que sea éste un paso en falso/hacia
atrás. Sólo que, después de escudriñarlo varias veces, sigo pensando que no es ésta
la mejor forma de explotar las habilidades con las que Giancarlo ha sido
favorecido por Natura.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 9 de noviembre del 2022.)
Qué peculiar es, en ocasiones, el cúmulo de
circunstancias que apuntalan la concepción de un documento sonoro y que a su vez
se derivan de él. Puede éste rubricar más de un lapso significativo de tiempo,
y también cerrar en estado de gracia un trayecto irreprochable en cuanto a
actitud y evolución artísticas. En retrospectiva, su aparición puede vislumbrarse
esperada/contenida hasta que las estrellas -o los cielos- ocupasen el justo lugar
presidiendo la madurez compositiva del autor/de los autores, e igualmente mirar
hacia el ayer para despedirse definitivamente de él. O abrazarlo para retornar
a la semilla. Éstas y otras ideas, concurrentes o digresoras, pueden brotar sin
tregua de una placa cuyas propiedades tan especiales le hagan merecedora de
interpretaciones sin fin; no importando el o los géneros en los cuales quede
inscrita.
Más que obtener una victoria unánime en la
categoría “mejor lanzamiento nacional del año”, Los Cielos Vuelan Otra Vez
consiguió hace cuatro años que Catervas pusiera a todos sus fans de acuerdo, amén
de extender esa concordancia a buena parte de la feligresía rockera independiente.
Con el novísimo Laberinto, es posible que dicho consenso se haya
fracturado, pero de ningún modo para peor. Elaborado durante la encerrona
pandémica, el álbum supera con creces a su predecesor en aquello que concierne
a la pura ejecución instrumental -salto sobre todo perceptible a partir de “Desvío
Nocturno”, tras el que menudean las composiciones que prescinden de voz: “Pléyades”,
“Cañihuarac”, “Ecos Del Atlántico”... Es en ellas donde mejor se luce la
artesanía del encargado de los teclados desde LCVOV, Juan Esquivel, quien
imprime en (todo) el nuevo repertorio catervesco la polícroma estética de synthwave
retrofuturista que suele emulsionar bajo el a.k.a. de Juan Nolag.
Acabo de invocar una etiqueta, la del synthwave.
¿Estilísticamente hablando, transita Laberinto esa avenida? No en rigor,
pero sí gasta el pavimento de otras que corren cerca y en paralelo. Detalle nada
menor, harto indiciario: cumplidas ya las bodas de plata desde que nuestra
escena independiente les conociese a través de Crisálida Sónica: Compilación I (1997), y las de ébano desde que quedasen constituidos como grupo (1991),
los Catervas deciden desentenderse del indie y del shoegazing para obrar un
giro de 135º en dirección hacia firmamentos post punk y dark. No es que el
cuarteto reniegue de las constantes que signasen su crecimiento entre Semáforos
(2004) y Los Cielos... -algunos pasajes puntuales aquí y allá conservan
esos sabores-. Ocurre que son ahora el post punk ‘77-‘84 y el rock oscuro ochentero
los que dominan platea y mezanine. Y así como antes el indie y el baggy eran
matizados por la neopsicodelia y el pop, hoy los ingredientes de mayor presencia
son matizados por la new wave y el synth. O el enlace de ambos.
A veces, escribía hace un rato, se regresa al pasado para saldar cuentas
pendientes. O para completar el círculo. Eso es lo que, a mi entender, comporta
la existencia de este Laberinto: un retorno solemne-en-las-formas y
emocionalmente sublime a la última gran edad dorada de la música pop en que
galán todavía mataba billetera, en que la Música avanzaba alimentada por el
fervor y el idealismo de sus estetas, antes que por los fajos de las majors y del
mainstream. Porque los 90s tuvieron asimismo una magia única e incomparable, claro
que sí, pero la gestualidad cínica y desengañada les copaba casi siempre. La
majestuosidad de canciones como “Aura”, “A Través Del Silencio” (de indescifrable
anclaje rítmico) o “El Sonido” remite a lo más selecto que ofrendasen las
vanguardias de negra cosecha 80s. Cocteau Twins, The Durutti Column, Dif Juz, The Cure... Por lo menos hasta “Cañihuarac”, el plástico despide ese cálido
brillo mate que comparten la cerámica en frío y el mobiliario de madera añeja cuando
han sido objeto de una cuidadosa restauración, incluso en un número tan new wave
como “Espejismos”. Añadiría al rosario de nombres, además, el de Pieter Nooten.
Algo del ambient rock de avanzada que el neerlandés despachase junto a Michael
Brook en Sleeps With The Fishes (1988) palpita en “Aura” (coproducida
con Jason Fashe), de idéntica manera que la impronta del europeo estampada en los
LPs definitivos de Clan Of Xymox. Y aquí es imperioso conceder puntaje adicional
a Esquivel -aunque no descuelle tanto como en la segunda parte, es evidente que
la chamba de mi tocayo deviene en esencial para la solidez del dédalo en
conjunto, tanto como la del bajo indesmayable de Raúl Reyes.
No se trata de que, durante la segunda mitad
de Laberinto, la banda de los hermanos Reyes se sienta menos a gusto
emplazada en los 80s. Pasa que, sin dejarles atrás, de “Cañihuarac” en adelante
se ensaya una somera remembranza del camino fatigado en el período ‘97-‘01.
Recalco: somera. En el esférico, no existe el menor rastro de shoegazing
como tal -sino en fase dream pop, y sugerido más que explícito (a través, sobre
todo pero no excluyentemente, de la performance vocal de Pedro Reyes). “Cañihuarac”,
por ejemplo, es lo más post rock que sonará Catervas en esta entrega; con su ejemplar
bateo a lo Tortoise y su epílogo ambient. “Melomaniac”, claramente 90s, evoca la
flama de esa neopsicodelia de la que Happy Mondays y The Stone Roses fueron
adalides indiscutibles. Y “Mírame” les va a las dos un poco a la saga, dejándose
ganar lenta y firmemente por el espíritu de la década anterior. El opus, de
hecho, baja el telón con “Ecos Del Atlántico”; volviendo a sintonizar las senescentes
sonoridades lúgubres del penúltimo decenio del siglo pasado, y exhalando sus
últimos alientos con una seguidilla de lo que parece ser feedback transmutado
en estado gaseoso.
La restitución modal hacia los 80s que supone
“Ecos...” no sólo le otorga un plus de cohesión a la jornada. También acaba por
darle una aureola muy particular, semejante a la de uno de los hitos mayores en
la historia de la música pop, de referencia obligada para el ethos melómano de
estos limeños: el Disintegration (1989) de The Cure. Ojo, no estoy
aseverando que Laberinto suene a Disintegration. Lo que digo es
que Laberinto puede leerse/escucharse como el Disintegration de
Catervas, con todo lo que esa afirmación implica. Ello plantea dos preguntas:
1) ¿Significa que el combo optará en lo sucesivo por recrear los viejos 80s?, y
2) Tal cual se especulase a fines de 1989 con el grupo de Robert Smith, ¿será
ésta la última función para Catervas? No lo sé. Yo espero que las respuestas
sean: 1) No, y 2) No. Por ahora, sigo deleitándome con la monumental
consistencia y el magnífico nivel que acredita el sexto capítulo que han lanzado
estos Reyes (sin contar maquetas, compilaciones ni rarezas). Y secretamente, disfruto
de la coartada de la que este Laberinto, que el enorme Mario Silvania produce
y Automatic edita digitalmente, me provee: clarísimo candidato a disco nacional
del año.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 2 de noviembre del 2022.)
Es incluso emocionante ponerse a observar con
detenimiento los mutualismos y las nuevas direcciones que han acaecido, pero
sobre todo que han de acaecer en el futuro, como consecuencia de la diáspora
venezolana y su absorción en las escenas independientes sudamericanas. Que yo
sepa, en Perú todavía no se han revelado mayores señas, pero en Chile se aviva la
cueca dando frutos de cierto renombre. Así, al antecedente de Templos Lejanos, formación
integrada a medias por mapochos y llaneros que se alimenta de shoegazing y post
rock; ahora se suma el caso de ASMRBRUJO, fichaje de la discográfica Fisura.
ASMRBRUJO es el seudónimo artístico de Adán
Fresard, productor chileno-venezolano que ocupa el puesto de primera eléctrica
en la también binacional entidad Coloresantos. Ésta se estrenó en largo con Tercer Paisaje (2017), cumplidora rodaja lumínica que conjuga baggy, post rock, noise
de efluvios psicodélicos y hasta kraut teutón. Con Coloresantos en momentáneo
stand-by, Fresard salta en plan solista regalándonos un artefacto harto
auspicioso. MAXILAMISMO -así, con mayúsculas- es una ensalada de
ornamentación y estructuras electrónicas en alianza con códigos rock las más de
las veces fundamentados en el ruidismo guitarrero. Nada más despegar (“Anticlímax”),
el maridaje se manifiesta luminoso como el sol.
Luego de tamaña transfiguración, cuya vehemencia
se reeditará en más de una oportunidad antes del último acorde, el delicado balance
de la placa dosifica su vivacidad en grado más accesible -aunque el embravecido
pathos que le atraviesa se sostiene intacto. “Manicure”, verbigracia, ilustra
la muñeca con que Fresard puede oscilar entre el shoegazing y el indie de 18
kilates. En el track destaca además Martín Lecaros, baquetas en Coloresantos y apoyo
aquí, que demuestra que es el tempo el que tiñe cada parada del CD. Para
corroborarlo, basta darle unas cuantas vueltas a “Danza Contemporánea”
(scallydelic al ralentí), a “Humaling” (dream pop de tesitura bliss que entona
la filipina Megumie Alcalá, vocalista de Polar Lows) o a la soberbia “Lapislázuli”
(baggy cuya melodía guarda poderosas resonancias al New Order circa Low-Life,
lo que le nimba de un matiz post punk).
Había comentado que el enérgico ensamblaje de
azorado rock decibélico y detallismo digital volvía a refulgir en todo su
esplendor. Si no se contabiliza a “GZPXLLZLTT” por su brevedad (un intermezzo,
más que nada, conducente a la segunda parte del viaje), esta afirmación queda
refrendada con “About/Blank” y “Karaoketamine”. El primero es un imponente canal
de épicos burilado y motivos, desgranándose éstos conforme avanza la
reproducción, prestos a desembocar en una coda de cuerdas de la que pudo
prescindirse. El segundo es la evidencia palmaria de lo mucho que le place al
músico modelar la saturación en clave de adictiva ensoñación -colabora aquí
Fanny León a.k.a. Fan Lee, otrora voz en Playa Gótica.
Mazazo rotundo este MAXIMALISMO de ASMRBRUJO,
en el que también han participado Rodrigo Montes (voz y segunda guitarra de
Coloresantos) y Alejandro Alquinta (cellos). Casi perfecto. Ni puta idea de
cómo se superará Fresard a sí mismo de cara al siguiente.
Haciendo un alto en sus labores como Asunción
tras el vibrante Materiales Y Símbolos (Poxi Records, 2021), Cristian
Sánchez une fuerzas en nuevo proyecto con Antonio Aldunate, guitarrista en El Diablo Es Un Magnífico (banda matriz de Sánchez). Se da a conocer así Irreales
Del Monte en septiembre último con Historia Natural, esférico de poética
languidez que reincide en las vetas kraut, drone y post rock que cultivase
esmeradamente EDEUM -evidenciadas en el hecho de invocar el mismo concepto de “psicodelia
rural” del que blasonaba Flying Saucer Attack en su legendaria puesta de largo
homónima.
El material genético que el dúo vierte en Historia Natural cuaja en helicoidales armazones que es sencillo mapear. Como paño o
lienzo de fondo, Cristian dispone prolongados trazos de sintetizador, con
sampleos insertados de grabaciones de campo tomadas en el balneario Rocas De
Santo Domingo (Valparaíso) y en el santuario natural Humedal Batuco (región metropolitana
de Santiago De Chile). Estos brochazos tienden a ser minimales, independientemente
de las elongadas dimensiones que puedan alcanzar. Sería apresurado afirmar, no
obstante, que éstos -los brochazos- son también inmutables. Repetidas escuchas permiten
descubrir no pocas variaciones infinitesimales.
Por encima de este palio, Aldunate rasga la
acústica, y su pulso determina en gran medida la coloración que cada tema abraza
-abrumadoramente tórrida, siempre. Ya sea de un acabado rústico (el prístino naturalismo
de “Jinete Del Alba”) o arcano (el noctívago alt-folk de “Espejismos Nocturnos”),
rara vez invoca Historia Natural el amparo de Dionisos. Como regla, las
tonalidades de la guitarra suelen ser apolíneas, bien sean éstas eclipsadas por
la tapicería que tejen los sintetizadores, bien permanezcan en primeros planos
-es la intensidad de las líneas electrónicas la que decide un panorama o el
otro.
Todo ello resalta obvio en las suites más
vastas del 33 rpm, “Sol Y Baguales” y “Sierra Los Olmos”. En la primera, la más
extensa, la de palo tiene un generoso despliegue folkie que remite a desérticos
espacios abiertos; sitos en diversos puntos de la galaxia y surcados por las secas
cuencas de desvanecidos ríos. En la segunda, de casi 19 minutos, gana la contienda
el sintetizador; desencorsetado, menos solemne y acompañado por el bucólico gorjeo
de aves silvestres. Una obra paisajista de humores marcados y de evanescentes
esteticismos ambient, enrielada en esa interminable búsqueda de la abstracción
que persigue a Sánchez desde los tiempos de El Diablo..., tamizada -la obra- por
un curtido instinto melódico que se desvive en hermanar acusticismo y electricidad.
Mezcla y masterización fueron cosa de Pedro Antivil en Concepción.
Nuevo episodio de Orquesta Pandroginia, el segundo
para la siempre interesante Poxi Records, Xpiritual ratifica la extraordinaria
ductibilidad del santiaguino Charlie Vásquez cuando se trata de afrontar el subsecuente
proceso creativo -en el contexto de un historial de proporciones considerables para
los apenas siete años que lleva de kilometraje. Liberado a inicios de julio, el
mini-álbum en cuestión es un otro salto a través de las músicas electrónicas que
crecieron y maduraron en los 90s, aterrizando ahora en la tendencia acaso más proteica
de aquel incombustible decenio: el drum’n’bass.
Siempre me ha parecido inexplicable la sarmentosa
repercusión que el sonido con que se identifica a Grooverider o a Photek ha cosechado
en esta parte del mundo. O al menos en las regiones hispanohablantes -en
Brasil, la figura asoma diametralmente opuesta. De ahí que encuentre doblemente
valiosos los esfuerzos de discos latinos gestados a partir del breakbeat, más aún
si éste es abarcado desde las diversas aristas que permite la amplitud de su
rango. Con la reciente entrega de Vásquez, la cartilla viene completa, salvo
por la (corta) duración.
Algo de eso te adelantan los 35 segundos de
la apertura “Call Center”, que parece una grabación ambiental tanto por el
volumen del track como por el murmullo de voces de que se compone. Calificable
como resabio de la estética que enarbolase OP en La Mujer Insecto (2016),
no es el único que emergerá durante la reproducción del mini-LP, pues la
identificación junglista de Xpiritual no es excluyente. En “Nestea”, por
ejemplo, postula el individualista una suerte de simbiosis entre el illbient neoyorkino
-del que diese suprema exhibición Oh! No! Dub! (2021)- y el futurismo cosecha
Detroit. Mejor aún, el surco es un híbrido illbient tonificado por el techno, divergente
de la vía por la que prefiere discurrir “Corsa Plus 2009”, bastante más mimetizado
con la herrumbrosa distopía dubsónica de We™ o Byzar.
El d’n’b, sin embargo y como ya quedó dicho,
es el calicanto de la jornada. A poco de empezado, “Quebrantahuesos” y una sidérea
técnica sci-fi para duplicar los beats descerrajan un ciclón artcore a velocidades
que se desesperan por equiparar a la del sonido. “UNIQLO” sigue la misma senda,
con una primera sección atildada donde hay más tiempo para los detalles, como en
los primeros días del género tras abandonar el underground y salir a la
superficie; y luego ya en plan neurofunk, mitigando la angustiosa oscuridad que
a éste rodeaba.
Cierro mi comentario de los 23 minutos de
este Xpiritual hablando del postrer “HRT” y del single “Neuro_Sys”
(6/22), ambos muy influenciados en la columna vertebral rítmica por la
renovación two-step que acometió al género. El cierre, guiño a Roni Size &
Reprazent incluido, es visiblemente más asimilable a la etiqueta porque es
unitario. “Neuro_Sys”, en cambio, se arma de tres movimientos: mientras en el
primero la impronta two-step es clara, en el segundo la canción de-evoluciona hacia
las fases drum’n’bass precedentes con todo y toaster, y en el tercero el
solista se sale por completo del rubro para encarar un trip hop hiperdeforme.
Múltiples rostros, que apuntan todos a esa filia no declarada de Vásquez por el
big bang que estelarizaran las vanguardias binarias en la última década del
siglo XX. ¿Qué vendrá después?
Tras varias búsquedas infructuosas en
Internet, queda claro que Electroshock: Compilatorio Oficial (1999)
merece -al igual que tantos otros trabajos diseminados hasta mediados de los 00s-
una reedición digital que le ponga a consideración de nuevas audiencias/le
preserve como legado de la escena independiente peruana. Pero al menos la
existencia de esa cinta compilatoria es de dominio razonablemente público en el
ambiente. Ello no sucede con su predecesora, que asimismo se llama Electroshock
y que constituye el principal motivo por el que ...Compilatorio Oficial
recibiera tal “subtítulo”. El primer Electroshock obra en poder de sólo
unas pocas personas, coyuntura más que suficiente para dejarle en modo free
download a quien lo quiera escuchar y replicar -y, de paso, contar parte de su
historia.
ENTONCES, LA
FRUSTRACIÓN NO LO CUBRÍA TODO (PERO CASI)
Con Maquinaciones (1997), el split al lado
de los magallánicos Lluvia Ácida, el finado Leonardo Bacteria logró
desembarazar a Insumisión del sambenito eurobeat que le había colgado su
epónima grabación del ‘96. En efecto, Insumisión se renovaba en ese 50/50
encausándose hacia el industrial más artero, por momentos cercano al gabber
(cf. “Raza Humana” o “Suicidio En Masa”). Leo andaba con todas las pilas
puestas tras un año en el que también había lanzado la seminal producción
peruano-chilena Infamia(Una Recopilación de Música Electrónica E
Industrial),
así que no pensaba en otra cosa que no fuera crear/editar/tocar. No
necesariamente en ese orden. Decidió, pues, ensamblar una nueva muestra
colectiva en tape; a la que bautizó Electroshock. Ésta vio la luz la
noche del sábado 1ero de marzo de 1998.
Tengo muy presente la fecha por varias
razones, todas ellas personales. Aquel día a las 7 pm, jugaban Sporting Cristal
y Universitario De Deportes por la cuarta fecha del Apertura. Tras unos años
magros en coronas, la U -equipo por el que he hinchado toda mi vida- había
comenzado la campaña arrollando a Melgar FC 3-0. Desafortunadamente, los dos
siguientes lances habían terminado en empates muy sufridos, contra el Sport Boys
(que igualó 3-3 sobre la hora) y el Deportivo Municipal (al que Universitario emparejó
laboriosamente). Se esperaba un triunfo contra Cristal, que al final no se dio
-el match acabó empatado a 1. Yo estaba medio fastidiado con el desenlace, así
que se me notaba en la cara una cierta molestia, más allá de mi habitual
seriedad.
Arranqué para el depa de mi hermano Sebastián
Pimentel, que entonces vivía en la cuadra 5 de Benavides. Lo había convencido
para ir a un concierto planificado por Bacteria en El Más Allá del boulevard de
Barranco -hoy un inmueble cayéndose a pedazos, que están rematando y/o
alquilando-. Encontré a Sebastián con un primo suyo, que conocía de vista, y
que esa noche me presentaron formalmente: Walter Rojas. Una persona con quien
también hemos llegado a ser buenísimos amigos. Días más tarde, me diría Sebas
que Walter -quien no se nos unió en la excursión barranquina- le comentaría que
se me notaba medio asado (razón no le faltaba).
La performance comenzó a eso de las 11 pm.
Eran los días en que, en lugar de darte un ticket, te sellaban el dorso de la
mano. Más práctico, en cierto modo: podías entrar, salir y regresar; con sólo
enseñar la marca impresa, prescindiendo del papelito de marras (que podías
extraviar por accidente). Pese a los 24 años transcurridos desde aquella noche,
ya casi 25, mis memorias serían más precisas si no fuera por algunas
circunstancias. El Más Allá se parecía a la casa desvencijada en medio del
bosque de The Blair Witch Project, pues se trataba de un local más bien diminuto, y encima compartimentado. Para peor, la iluminación -adrede o
involuntariamente- era precaria, programada la cortadora de luz para disparar
senescentes azules cerúleos. Lo avanzado de la hora, por último, nos impidió
quedarnos hasta el final -creo que Insumisión y Kyleran fueron a quienes
llegamos a ver.
El único testimonio objetivo de aquella
ocasión, por ende, es el cassette; que escuché al día siguiente y que ha permanecido
conmigo todos estos lustros. Un registro que, afirma Kyleran, se confeccionó
apresuradamente: diseño y gigantografías corrieron por cuenta suya, y la
maqueta se duplicó en masa contratando los servicios de una comadre
especializada en hacer esa misma chamba para grupetes de idiotizante tecnocumbia
favorecidos por el gobierno de turno. Para más señas, Electroshock sólo
se pudo adquirir esa noche, al pagar el derecho de ingreso. No se puso posteriormente
a la venta el saldo que no llegó a moverse durante la tocada: si luego ha
aparecido alguna vez ofertado en tiendas, han debido ser ejemplares
distribuidos el 1/3/98.
TROGLODITA DANCE
El valor de este Electroshock debe
aquilatarse mensurándole a través de dos perspectivas diferentes. Empiezo por
la menos obvia, al tratarse de una rara avis -la intrínseca.
Al establecernos en 1998 y mirar hacia atrás,
la música electrónica perucha de vieja escuela todavía usaba pañales. Los
combos y artistas adscritos a ella cultivaban el synth pop y el industrial/post
industrial, y no muchas más gradaciones entre uno y otro extremo. Los subgéneros
de sesgo rave y post rave apenas estaban dando sus primeros pasos. De modo que,
con distinta suerte, los cuatro nombres involucrados en Electroshock
propusieron rutas divergentes para oxigenar el incipiente panorama de nuestras músicas
electrónicas, en una época en que éstas todavía libraban muchas y muy duras
batallas para romper los prejuicios que dominaban al público consumidor promedio
de la movida capitalina. Techno minimal, amagos de trip hop, esbozos de jungle,
posología Detroit, gabber... Esos nombres fueron los de DJ Kyleran (cuyo chaplín
quedaría reducido luego a Kyleran), Mupne, Vacuna Tu Hijo e Insumisión. Tres de
ellos -los tres últimos- repetirían experiencia en Electroshock:
Compilatorio Oficial, k-set de rango más abierto que incluyó proyectos
experimentales cercanos al post rock y a la electrónica de nueva escuela como
Evamuss, Triplex-b-Macnafusa y DiosMeHaViolado -es decir, el otro frente
gracias al cual la electrónica nacional evolucionó y hoy goza de estupenda
salud.
Con media hora de extensión y monedas, Electroshock
abre fuego vía Javier Fernández (a) DJ Kyleran. Su póquer de cuatro surcos
tienta practicar un dramático update respecto de lo que venían haciendo nuestros
créditos hasta entonces. El individualista suena moderadamente cool y
comparativamente trippy en “Meridianoø” y en “Casco Viejo”, muestreando este
último una secuencia completa de drum’n’bass que taciturna se enyunta con la
ominosidad dantesca del EBM (según qué oídos, la pista puede causar una paraplejia
auditiva). Ambos números reflejan esa tensión urbana que no captan ni el
esmerado ejercicio rítmico de “Conspiración” ni el trippeo devenido en proto jungle
vuelta-de-tuerca-mediante de “V/F (Mezcla Errada)”. Sin embargo, la espina
dorsal de las programaciones y secuencias de las cuatro piezas -armadas con el
Sound Club, una reliquia tracker- es traspasada por el polirrítmico acid funk sci-fi
y el tribalismo intergaláctico de los estetas de la Ciudad Motor.
A la de Kyleran sigue la intervención de
Vacuna Tu Hijo, dúo formado por Renzo Ortega y Sun Cok que después editaría en
CD su debut y despedida La Popular Electrónica (1999), referencia que nadie
se ha tomado la molestia de rescatar aún. Las letras del dueto son inflamadas,
denunciatorias, de airada filiación punk; lo que es un puntazo a favor teniendo
en cuenta que en aquellos tiempos la dictablanda fujimontesinista había copado
los medios masivos de comunicación y silenciaba toda exposición de los crímenes
del/tentativa de crítica hacia el régimen. La conjunción de letras y estilo
escogido, no obstante, no favorecía al binomio. Acaso lo más convencional de la
cinta, VTH era synth pop del más elemental, que hace pensar en unos Depeche
Mode o unos O.M.D., los dos en estado pre-larval. El vector resultante
terminaba sonando demasiado naif, y eso les posicionaba cerca de lo que poco
después hizo una parodia de banda como Hijo De Marx (Ayacucho).
Mupne despacha el filo más intratable de Electroshock.
Bajista en la formación punk Azmereír (donde su desempeño fue
prometedor), Mark Reátegui colabora con el corte más largo, “Música Para Niños
Especiales”. Es éste un conglomerado algo frankensteiniano de diversidad de
estilos. Por espacio de más de 7 minutos y medio, Mupne testea diferentes
códigos de un solo round. “Música...” empieza en fase proto synth, para luego utilizar
beats de hip hop sobre los cuales juguetea la circularidad del artcore. El
género de Goldie y Roni Size desaparece prontamente, pero no el pastoso pulso hiphopero.
Traspasados los cuatro minutos, Reátegui samplea una risa histérica, a la que intercala la cadencia característica del reggae -golpe de batería en el tercer tempo de
cada compás. No puedo decir que me agradara del todo Mupne como acto (menos me convenció
el canal que coló en Electroshock: Compilatorio Oficial, “Cornolio For
Bonholio”), pero no le puedo mezquinar su ingenio y su natural inclinación a pulverizar
prejuicios.
Finalmente, Insumisión repite aquí dos de los
tracks más logrados de Maquinaciones, “Legalicen” y “Retrógrado”. Una vez
alabada la sampladelia del primero -ABBA/Erasure, la insípida Alanis Morissette,
un cajón afroperuano- y la metamorfosis industrial que ambos comportan, de contundencia
sin límite de caducidad, no queda mucho más para decir que lo que ya se ha
dicho antes en muchas tribunas.
ESTUDIOS SIN TRABAJOS
Bytes atrás, decía que la valía de este Electroshock
tiene que juzgarse desde dos puntos de vista. El segundo, el más evidente, es
el arqueológico.
Junto con “Cornolio...”, “Música Para Niños
Especiales” es todo lo que llegó a grabar el seudónimo de Mupne. Mark Reátegui
parece haber guardado definitivamente esa piel en el baúl de los recuerdos. Mucho
después, el hoy nuevamente Azmereír vivió una segunda vida -igual de corta- a
través de su unipersonal Rat Brain Dub Sound System (Cerebro De Rata EP,
del ‘11, todavía es su única entrega). En idéntico sentido, sólo una de las composiciones
que Vacuna Tu Hijo cede aquí fue re-empacada en La Popular Electrónica (“Plástico
Amarillo”). El tándem se desarmó en el año del Jubileo, fundando Ortega en el ‘04
la entidad R-Tronika, permaneciendo tanto él como Cok ligados al mundo de las
artes digitales.
En cuanto a DJ Kyleran, al año siguiente eyectó
su estreno Hábitat EP con tomas distintas -mayor duración, sampleos
añadidos- de casi todos los temas de Electroshock. Casi. El único que no
logró esa merced fue “Casco Viejo”. Luego apareció un disco que no he
escuchado, Geometric, tras del cual Kyleran guardó un dilatado silencio antes
de volver a sacar algo -Amarillo EP, 2016, por SuperSpace Records.
Actualmente, Fernández es padre de familia y vive en Canadá. Parece retirado de
la actividad artística; mas, como suele decirse, a todo viejo campeón siempre
le queda una pelea más dentro.
Leonardo Bacteria fue el que más lejos llegó
tras Electroshock. Siguió editando maquetas y discos, gestionando conciertos
y participando en ellos, hasta dar por concluido su insumiso viaje en el ‘05 sacando
Viva La Party, a medias con el ecuatoriano DJ Cholo. Leo se había
cansado de Insumisión y se hallaba listo para adentrarse en los predios de la “electroestupidez”
con Pestaña. Pero eso ya es parte de otra historia.
JUNTADO Y DOCUMENTADO
Digitalizado por el gran Dante Gonzáles -Sombras
Del Teatro, Casus Belli, Inversor Demente, Estación Perdida, Pestaña, Varsovia-,
Electroshock pasa a complementar el catálogo discográfico/maquetológico
de nuestras escenas independientes, siempre necesitado de rescates al por mayor.
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