(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 19 de julio del 2017.)
Cazado a la
primera, y a la primera también adecuadamente convertido a formato físico. No
recuerdo ya qué camarada chileno/a anunció desde su muro de Facebook este
lanzamiento, pero sí que dijo algo como “qué tal discazo que se ha mandado
Ballena Negra”. Suficiente para concitar mi interés, siempre ávido además de
novedades (el título ha aparecido a comienzos del presente año).
Resultó siendo un
debut en largo este Fue -el del
cuarteto santiaguino que conforman Daniel Velásquez (bajo, coros), Jorge Blanco
(batería, efectos), Matías Muñoz (primera guitarra, teclados, coros) y Jorge
Avello (voz, segunda guitarra). Como grupo, Ballena Negra funciona desde
febrero del 2015. En feedback a este hallazgo, he encontrado que el combo
acredita un EP epónimo hacia comienzos del 2016, colgado en su BandCamp para
descarga gratuita (y cuyas tres canciones han sido rescatadas en Fue). Pensando descubrir en su
SoundCloud temas no incluidos en el disco, constaté que sencillamente no es el
caso.
Diagnóstico parco
pero certero, el de mi amigo/a del Sur: Fue
es un disco ma-yús-cu-lo de indie rock. Cada canción revela toneladas de
profesionalismo de parte de estos gallos -en lugar de arriesgarme a invocar estudios
de música, prefiero remitirme a testimonios de primera mano que hablan de
experiencias precedentes y de vocación perfeccionista, así como de una extensa
y exhaustiva capacitación en directo (performances sin tregua a través de
distintos puntos en su natal Santiago). Asimismo, cada tema contiene una
potencia explosiva que, lejos de colisionar con la encarnación estética que lo
reviste (no lo hace ni una sola vez); la complementa y robustece.
Con veintitantos
años a cuestas, los límites del indie rock se han difuminado lo suficiente como
para abrigar casi cualquier otro género sin perder los propios rasgos
identitarios. Abrazar el sonido de un estilo de hacer música determinado pero no su pathos es, ciertamente, el legado mayor del indie -truco que sin embargo todavía
no todos captan (algunos medios gringos insisten en seguir calificando como
“synth” a Future Islands, ya ves que en todos lados se cuecen habas)-.
Principalmente una banda indie -expansiva y delicada, visceral e intimista-,
Ballena Negra es también pop (“Años Luz”), “electrónica” (“Mírame”), rock (“Miénteme”),
dark (“Sueños”), neopsicodelia (“Terciopelo”)... Libre. Como el mejor Lucybell
-pero vamos, sugerido el parangón y aunque los espíritus se parezcan, el hálito
es otro.
Pertenezcan a
estallidos como “Sueños” o “Miénteme”, a números más tranquilos como la
apertura “Atacama” o “Pájaros”, las letras de Fue tienden a ser reflexivas; bien la inteligencia que las canta
esté en sus cabales, bien haya perdido la cordura. Detalle que se agradece en
el alma, además de otros como el esmero en producción, mezcla y masterización
final del disco -el marco ideal para un álbum altamente expresivo y redondo en
cada uno de sus minutos. Pese a que todavía no se acaba este 2017, al menos en lo
tocante a Chile yo ya tengo bastante claro un candidato de peso cuando menos a
debut del año.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 5 de julio del 2017.)
Partiendo del Caos
que hemos interiorizado al vivir, desde nuestros primeros respiros, en un lugar
tan entrópico como la capital del Perú; el nuevo disco de Wilder Gonzales
Agreda es un otro paso en la dirección tomada desde Lima Norte Metamúsica (2014). Por esas cosas que a veces tiene el Azar,
me senté a escucharlo después del En Mí El Cielo Toca La Tierra (2011), registro en directo del músico/no-músico
desde La Casa Ida (Centro de Lima). No necesitaba el contraste, al haber
seguido la discografía del individualista desde sus días como Fractal, y por
ende estar al tanto del período (ejem) artístico que atraviesa desde hace
tres/cuatro años. Pero la maratónica audición sirvió para revisar -y, en su
mayoría, confirmar- algunos viejos juicios.
Las variables a las
que Gonzales da luz verde en Paraísos,
Revoluciones Y Tú son esencialmente las mismas de Scala Mega Hertz (2016), Polykroma EP (mismo año) y el ya mencionado LNM.
Podría hablarse de su mística de la Desolación. También de sus evoluciones en
espiral que son un fin en sí mismas. O de su ambient digital de gravedad con
picos de hasta 150 m/s². Todo ello, continente y contenido de una electrónica
de consumo doméstico, sobria hasta la rigidez y sensatamente compacta en su
extensión.
¿Qué diferencia,
entonces, al Paraísos, Revoluciones Y Tú
de discos inmediatos anteriores, ya alegados? Que el Ritmo, tal cual se le
define convencionalmente, ha sido proscrito. Subsiguientes escuchas demuestran además
que el coneño ha elegido darle en Paraísos...
un peso mayor al minimalismo/maximalismo. Gravamen suficientemente mayor que el
del resto de vetas en conjunto. Por qué, eso sólo lo puede responder Wilder.
Tampoco puedo elaborar un juicio lo bastante preciso sobre la naturaleza exacta
del sonido que comporta dicha elección: minúsculas unidades de información,
agrupadas por decenas en apenas dos o tres segundos, pueden dar forma a
patrones que después loopear -pero, que yo sepa, Wilder no hace música
generativa. Aún así, varios pasajes del disco guardan no poca similitud estética
con la computer music que emergiera
en los 90s y reinase indiscutible en las vanguardias sonoras hasta llegados los
00s.
De otro lado, la
coloración añadida a los principios por los que medimos nuestra percepción del
audio -timbre, frecuencia, velocidad, tono- es la misma que Wilder acostumbra usar
de un tiempo a esta parte. Paraísos...
es el cardiorama de un eremita contemporáneo, posmoderno, ateo. Una gráfica del
álbum no nos mostraría muchos sobresaltos, salvo en “Post-Drone Party”. En lo
que sí es generosa esta jornada es en la diversidad de sus guiños. “Pan Sonic”
está presumiblemente dedicado a Mika Vainio, fallecido en abril de este año.
“Serendipity” se hace eco de un vocablo (“serendipia”) hoy harto utilizado en
diversos campos del conocimiento y la práctica humanos. “Revolución Crisálida”
se erige como el hosco recordatorio del vigésimo aniversario que ha cumplido en
este 2017 el colectivo fundacional del avant garde peruano, Crisálida Sónica.
Harina de un costal
muy distinto es el Porno EP. Lanzado pocas
semanas atrás, encuentro lícito conjeturar que sus dos temas (“No Puedo Con La
Depre” y “Porno”) no pertenecen a las sesiones del Paraísos, Revoluciones Y Tú. Se les siente más cerca del Lima Norte Metamúsica, e incluso remiten
de continuo a la prehistoria de Fractal -si se considera tal los días al lado
de Evamuss, anteriores a la epónima maqueta de debut (cf. Alustru (Bla)3). El extended, en efecto, tiene todo lo que el disco
largo no: ritmos programados, punzadas de reberv, iteración dosificada, autechrismo
post espasmódico -en una palabra, corporeidad.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 6 de septiembre del 2016.)
Fíjate lo que son
las casualidades -o acaso sean las causalidades que aún no podemos comprender
desde nuestra (precaria) condición humana. Hace ya cerca de un año, el amigo
César Augusto Rivera y yo estuvimos discutiendo el concepto mismo de “psicodelia”,
a propósito de un posteo que reboté y que enumeraba los 25 discos más
psicodélicos en la historia de la música pop. O algo así. Fue una discusión
fructífera (para ambas partes, espero).
Algo que recuerdo
de la primera etapa del debate, es que cité el Tom & Jerry del
talentosísimo Gene Deitch, como ejemplo de arte psicodélico antes de que la
contracultura usamericana acuñase y/o se arrogase el término. Efectivamente,
los cortos de Tom y Jerry que dirigiese el realizador estadounidense -hoy casi
con 93 inviernos a cuestas- se emitieron entre 1960 y 1962, cuando menos un
lustro más antiguos que las primeras referencias psicodélicas en acetato.
Volver sobre el correcto uso de esta palabra sería reavivar la polémica, cosa a
la que me avengo de buena gana, pero que no es el motivo central del presente texto.
En cierta ocasión,
di con un artículo dedicado a Tom & Jerry y sus diferentes encarnaciones.
Creo que fue lo primero que encontré en Internet sobre los cortos de Deitch,
hace ya muchos años. Lamentablemente, se trató de una opinión negativa en
exceso, o quizá se debía a la miopía estética del escritor. Decía que era el
peor Tom & Jerry que había visto, porque el ocasional dueño del gato era un
consumado sádico, y además las situaciones mostradas en cada corto eran de una
violencia extrema, sobre todo para con Tom. Aunque no es una apreciación del
todo errónea, sí es notoriamente parcial.
Siempre me he declarado
hincha del Tom & Jerry de Deitch. Son episodios violentos, sí, pero sólo en
comparación con el resto de encarnaciones de la dupla. Lo que literalmente me
alucina es la vivacidad de los colores, los sonidos que parecen provenir de muy
lejos -el descubrimiento del sistema “Stereo” apenas acababa de producirse-,
las formas cambiantes que nunca perdían la “angulosidad”... Estas
características se hallaban adaptadas según la historia que les tocaba ilustrar
-a cual más delirante. Aquí un fragmento de “Calypso Cat”.
Una de las últimas
veces que me di vuelta por La Zona Morlock (trinchera especializada en cine-B,
en el distrito limeño de Breña), supe que no era el único “enfermo” por el
trabajo de Deitch. Se ha lanzado el 2015 un DVD que rescata los 13 cortos
dirigidos por Deitch, debidamente remasterizados y con los “special features”
de rigor. A raíz del descubrimiento, me entero de lo bien consideradas que
están estas piezas de arte audiovisual, que incluso han generado su propia
leyenda urbana: puedes encontrar en Internet alusiones varias a un supuesto
episodio perdido titulado “Tom’s Basement”, en el que Tom da muerte a Jerry de
un modo gore (para la época), y luego un Jerry zombieficado asesina con igual
intensidad a Tom.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 28 de junio del 2017.)
Vaya con Jlin -apuntando
desde mayo a encaramarse en la cima de los recuentos anuales de este 2017...
Al promediar los
90s, la música electrónica literalmente hervía de trabajos espectaculares, a
cual más marciano que su predecesor. Con apenas veintitantos años, para
entonces el británico Mike Paradinas ya se contaba entre los artistas más
aventajados de la escena internacional. Como era costumbre en la época (cf.
Aphex Twin o Luke Vibert), el inglés utilizaba simultáneamente muchos
seudónimos -Tusken Raiders (XD), Gary Moscheles, Kid Spatula, Jake Slazenger...
Ninguno obtuvo la trascendencia de su alias más celebrado: µ-Ziq. Andando el tiempo,
el músico se dedicó más a chambear como productor/director de Planet Mu, su
discográfica fundada en 1995, pero sin colgar los chimpunes del todo.
Y es en el regazo de
Planet Mu, precisamente, donde han encontrado cobijo muchos de los proyectos
electrónicos más avezados de los últimos tiempos. Venetian Snares, Mr. Mitch,
Kuedo, Traxman, Slag Boom Van Loon, Tim Exile... Aunque no un rasgo identitario
ni constante, en mayor o menor medida estos nombres se han visto influenciados
por el legado del ex Blue Innocence: acupuntura para la masa encefálica, la
electrónica de µ-Ziq
poseía esa mirada ecléctica cuyo diletantismo era capaz de desaforar cualquier
frontera entre la “música para escuchar” y la “música para bailar”. Melodías
burbujeantes, saltarinas, crispantes, contradictorias; extrañamente ajenas a
cualquier formato conocido durante su momento histórico, pero a tono con el
sincretismo digital de esos días.
Como sus compañeros
de generación, de menesteres y de sello, Jerrilynn Patton ha tomado los
principales descubrimientos de ese estudio del Sonido que abordase Paradinas en
los 90s, y los ha hecho pasar por la refinería. El resultado es estremecedor,
pero no del todo inesperado: ya en el tímido single de debut -“Erotic Heat” (2011)-,
esta chica de Indiana dejaba entrever cierta vocación trasgresora. Nada, sin
embargo, nos prepararía para el cachetadón que propinó a medio planeta con su
primer larga duración, Dark Energy
(2015). Aunque acaso sí: el desaparecido DJ Rashad, para muchos responsable del
mejor disco del 2013, Double Cup
(editado por otro sello harrrrrto recomendable, Hyperdub); alentó a Jlin desde
que hiciera sus pininos.
Black Origami es una versión bastante más lograda del
sonido que la Patton lograse codificar en la jornada anterior. No se agota ni a
la quinta, ni a la décima, ni a la vigésima escucha: con cada nueva vez que lo
reproduces, surgen pasajes que no habías captado anteriormente, el
subconsciente te susurra apreciaciones inéditas; martillo, yunque y estribo se
inclinan ante las emergentes propuestas especulativo-sonoras. Tranquilamente se
acabará este año, y semejante caudal de ideas aún no será procesado del todo.
Las estructuras
recreadas para el esférico son tan poliédricas, que se te revelan como
cualquier cosa menos estructuras -“geometría no euclidiana”, aduciría el
maestro H.P. Lovecraft, si lo suyo hubiese sido la Música. BO crece efectivamente sobre una arquitectura futurista, tributaria
del cubismo que practicase µ-Ziq en sus horas más felices (Lunatic Harness, Tango N'
Vectif, Royal Astronomy). No
obstante, las imágenes que sugiere están llenas de tensión y oscuridad. Tan
bien funciona esta docena de composiciones en escenarios de dantesca
ciencia-ficción distópica/dura, como lo hace en historias de tribalismo
post-apocalíptico.
Loops de una
complejidad tal que suponen un reto para nuestras mentes descifrar sus patrones,
beats percusivos que invitan a inacabables danzas epilépticas, una intensa pero
sobre todo masiva penetración sensorial... Todo eso y más puede decirse de Black Origami -un paradójico tratado de
polirritmia cuya artillería de enmarañados sampleos fuerza a que lo físico devenga
en virtual y viceversa. Dis-ca-zo.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 24 de febrero del 2017.)
A principios de
este 2017, una insólita coincidencia entre el anuncio de la NASA -referente al
descubrimiento de todo un sistema solar con siete planetas potencialmente
habitables para nuestra especie a 40 años-luz de distancia- y el visionado de
la magnífica Arrival (2016), creó el
momento propicio para algunas reflexiones a propósito de esta última.
Durante la segunda
mitad de 1989, se emitió la tercera temporada de Star Trek: The Next Generation. Para entonces, la saga de los
liderados por Jean Luc Pickard había sobrepasado a la monse serie original de
Kirk y Spock, proponiendo historias y situaciones que incorporaban los
vericuetos de la mejor ciencia-ficción -vale decir, la más especulativa y a la
vez apegada a las posibilidades reales en el progresivo desarrollo de la
ciencia. A esta temporada corresponde el episodio The Ensigns Of Command: allí se produce el siguiente diálogo entre
la consejera Deanna Troi y el capitán de la Enterprise. Habla primero la
metazoide:
“- En nuestras
relaciones con otras razas no humanoides, siempre ha existido algún punto de
referencia. Pero no es así con los sheliak.
- Pero seguro que
hay algo en común. Nos comunicamos.
- Escasamente.
Ellos han aprendido varios idiomas de la Federación, pero el suyo se nos sigue
escapando.
- ¿Telepatía?
- No da resultado.
A decir verdad, que una raza alienígena se comunique con otra resulta
sorprendente. (Supongamos que) estamos abandonados en un planeta. No hablamos
el mismo idioma pero quiero enseñarle el mío. “S'marith” (dice Troi, levantando
una taza transparente de café). ¿Qué acabo de decir?
- Taza.
- ...
- ¿Vaso?
- ¿Está seguro?
Puedo haber dicho “líquido”, “claro”, “marrón”, “caliente”. Concebimos el
universo relativamente de la misma manera (y en esa medida, usted ha elegido
“taza”).
- Comprendo.
- En todo lo que
diga, debe ser usted muy preciso. El tratado contiene 500,000 palabras. Se hizo
así para contentar a los sheliak. Consideran que nuestro idioma es irracional y
exigieron ese nivel de complejidad para evitar futuros malentendidos”.
(Los paréntesis en
el diálogo los he puesto para hacer más comprensible la situación.)
Casi 2500 años
atrás, Protágoras de Abdera, el más famoso de los sofistas; enunció su célebre
principio filosófico según el cual el Hombre es la medida de todas las cosas.
¿Realmente lo es? Me refiero, por supuesto, a la cualidad de “principio
filosófico”, no al Hombre -es evidente que NO somos, ni de lejos, la medida de
todas las cosas-. La frase se ha interpretado tradicionalmente como “el ser
humano es la norma de lo que es verdad para sí mismo, lo que también implicaría
que la verdad es relativa a cada quien”. En ningún momento, el pensador griego
relativiza al Hombre mismo... según la exégesis convencional.
¿Y si lo hace? Casi
25 siglos después, seguimos creyéndonos “el centro del universo”, seguimos
creyéndonos “los hijos predilectos de Dios” (¿¿¿???). Conviene preguntarse,
entonces (y seguramente una vez más), si es que lo de Protágoras era un
principio filosófico o sólo una mera descripción que definía el
antropocentrismo para eventualmente liquidarlo. En nuestro planeta, quizá
todavía pueda sustentarse un enfoque tan miope. Quizá. Fuera de él, como lo
ilustran Arrival y la reflexión
extraída de Star Trek..., ha quedado
obsoleto.
Solemos imaginarnos
a los extraterrestres cuando menos vagamente antropoides, o si se prefiere
humanoides. Solemos pensar en formas de vida basadas en el elemento químico que
llamamos carbono. Solemos suponer que una eventual comunicación con ellos
tendrá cierto grado de dificultad, cuando en realidad las probabilidades de
entendimiento están abrumadoramente en contra. Todo esto demuestra lo enraizado
que está aún en nuestra especie el principio antropocéntrico.
Arrival se tira abajo y de un sopapo todos los
presupuestos de una situación semejante. Las enormes criaturas que aparecen en
el film se hallan más cerca del pulpo que del Hombre. Su lenguaje -hasta donde
se ve unitario- es más elaborado e intuitivo que cualquiera de los nuestros.
Categorías de pensamiento que consideramos imprescindibles, formas gramaticales
elementales, no existen en ese idioma. Allí radica el brutal acierto de la
película, en cuestionar todos nuestros presupuestos, incluso los inherentes a
lo que entendemos por “especie” -¿qué ocurriría si los extraterrestres que
encontremos no comprenden lo que es la individualidad? Mejor aún, ¿qué tal si
funcionan como colectivo, o “peor” aún, como un continuum?
Por estadística,
creo que no estamos solos en el universo. Por convicción, creo en la ciencia
antes que en cualquier forma de religiosidad -sobre todo si ésta sigue siendo
tan aberrante ahora como lo fue en el pasado-. Por sentido común, creo que sólo
se puede afirmar una cosa con respecto a los xenomorfos con que nos topemos en
la exploración espacial: o son más avanzados que nosotros, o son más atrasados,
o están en el mismo nivel que nuestra civilización. En cualquiera de estos tres
casos, las posibilidades subsecuentes son I-N-F-I-N-I-T-A-S. Convendría,
entonces, ahora que la ciencia está poniendo sus esfuerzos en lograr un modo
seguro y práctico de alcanzar estos así bautizados “exoplanetas”; arrancar de
cuajo esa visión arcaica construida -voluntaria o involuntariamente- a partir
de la vieja sentencia protagórica. A pesar de la de barbaridades que insiste en
perpetrar, fe en la Humanidad todavía me queda (tantito nomás).
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook 16 de noviembre del 2015.)
“Jack is in the
house” solía ser el grito de guerra durante la primera edad de la house music
(1985-1989). A través suyo, se aludía a “Jack” como la emoción imparable que en
algún momento de las largas sesiones discotequeras brotaba en tu interior y te
catapultaba al nirvana -y de paso al dancefloor.
Obviamente, esta
emoción -quién sabe sólo nos alcanza nuestra cultura para darle esa
categorización por analogía, a algo que está por ahora más allá de la
comprensión racional humana- no es privativa de la música house. “Jack” es sólo
una forma de llamarla, pero la verdad es que se halla presente en todos lados,
incluso en aquellas músicas que no se orientan al acto de bailar. Un ejemplo
dance es ciertamente el hip hop, que llama groove al mismo ímpetu invocado a
través de programaciones pastosas bien labradas y un fraseo emputado. Otro
ejemplo, mucho más ligado a la danza, esta vez tradicional; ha quedado
magníficamente retratado en el cuento “La Agonía De Rasu-Ñiti”, de nuestro José
María Arguedas -remitirse al momento en que Atok’ sayku grita a voz en cuello mientras
baila “¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando!”, al haber
recibido el nuevo dansak’ el espíritu que guiase a su maestro como danzante de
tijeras. Y otro ejemplo, esta vez no bailable y más cercano a las dinámicas
tribales alrededor de una hoguera de homínidos, lo tuvimos en noviembre del
2015.
Silver Apples, la
legendaria banda que se movía dribleando entre la psicodelia dura y la
proto-electrónica a fines de los 60s, ofreció el 15/11/15 gratuitamente un
concierto memorable en el marco de la clausura del festival Integraciones (quinta edición). Es de
aplaudir que, a pesar de que en el cercano 2018 su álbum debut cumple medio
siglo de publicado; Simon Coxe, miembro sobreviviente de la genial dupla -el
recordado baterista Danny Taylor partió hacia lejanas Itacas en el 2005-, se
mostró digno merecedor de su tremebundo currículum.
Estuve desde las 4
de la tarde en el recinto de Fundación Telefónica. Recién pasadas las 5.30 pm,
comenzó a llegar público a cuentagotas. Uno de los primeros fue el amigo
Fernando Rivera, con quien nos echamos una buena mano de charla y con quien
fuimos testigos de la prueba de sonido de Silver Apples. Para “setear” los
equipos, Coxe tocó “Lovefingers”, que no incluyó en su repertorio de fondo, y
un fragmento de la inmortal “Oscillations”. Terminada la prueba de sonido, Coxe
bajó y muy amablemente accedió a tomarse fotos con nosotros.
Conforme avanzaban
las horas, la concurrencia se hizo más nutrida. A decir verdad, al margen de la
oportunidad de ver a Silver Apples en vivo y en directo, fue una velada de
reencuentro con muchos amigos, viejos y nuevos. Con muchos conversamos -Kamila Lunae, Luis Samanamud, Carlos Acevedo, Pedro Benavides, Víctor Chang, Jaime
Alfaro, Alexander Fabián y Jorge Rivas O’Connor. Con algunos más, sólo fue un
saludo de lejos -sorry José, sorry Arturo, no me llegué a acercar-. Con otros
algo más solicitados, sólo fue verlos, saber que estaban allí -Roberto Ortigas,
Wilder Gonzales Agreda-.
Bien jugado el set
de Rapapay y su electrónica post IDM (el individualista ha vuelto tras muchos
años de ausencia en la escena, hubiera sido un golazo que pusiera su disco Aymaraes a la venta). Bien jugado el set
de Varsovia y su synth punk con marcada influencia D.A.F. (sorry Dante, sorry
Fernando, no me llegué a acercar). Pero la atmósfera misma estalló cuando
Silver Apples subió al escenario.
Después de un
anti-clímax involuntario que fue tomado de la mejor forma -el sonido se cortó
abruptamente al inicio de su set (“I Don't Care What People Say”, del
recuperado The Garden)-, Coxe
convirtió la noche en una burbuja de bruma química: repasando los dos clásicos
discos del dúo, nos regaló cincuentaypico minutazos de indócil surrealismo que
en más de una ocasión saltó desde el analógico pasado hasta nuestro presente -y
viceversa. Casi una hora clavada -timing perfecto, ¿verdad, Pedro?- de
oleaginosas psicoanomalías sónicas, de ir regresionando hasta la Edad de
Piedra, hasta convertirnos en cavernícolas alrededor de una fogata primigenia.
Coxe sabía lo que hacía, y por eso el clímax perfecto fue “Oscillations”, en
una versión que no parecía tener fin, pues se renovaba incesantemente -al punto
de transportarnos a todos a otro plano de la existencia. Previsiblemente, “Oscillations”
se convirtió la rúbrica perfecta antes de bajarnos de la nube lisérgica en que
nos habíamos trepado.
Un caballero, el
músico. Y una foto/noche para el recuerdo.
PD: Amanecí tan
alucinado con la performance del día anterior, que tuve que seguir
pasteleándome, esta vez con la obra del cineasta Kenneth Anger: Fireworks (1947), Invocation Of My Demon Brother (1969) y Lucifer Rising (1972) al hilo.