lunes, 31 de diciembre de 2018

Pierre Cueto: Space Surfer // Kananki: Kananki

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 26 de diciembre del 2018.)

Nunca tuve la oportunidad de escuchar a los indie pop de Supersónicos. En medio de la resaca post-Jubileo, y ad-portas de alumbrar la revista independiente Freak Out! (marzo del 2004), su epónimo debut fue de los (¿pocos?) títulos que el radar no pudo detectar a tiempo. Aunque he leído en su página Facebook que el grupo sigue activo, habiéndose producido su último lanzamiento en el 2015 -el extended promocional 4X4-, sus signos vitales son exiguos por ahora.

Quien ha decidido salir del marasmo por cuenta propia es el bajista, Pierre Cueto. El estreno en solitario Space Surfer es un mini-álbum que arranca cómodamente instalado en el surf oriundo de los 60s, pero cuyas olas están lejos de romper sólo en esa playa. El surf instrumental y garagero es la base pivotal que capitaliza Cueto para desperdigar su violáceo smog sobre géneros coetáneos ad-látere, como la psicodelia, el rockabilly y el funk; e incluso otros menos próximos, como el jazz y el blues. Quizá sea este denominador común el que le confiere a Space Surfer peso y consistencia de obra conceptual, camuflando el hecho de que recopila composiciones antiguas del autor, escogidas a cuatro manos entre él y Eloy Calle -de Los Stomias, co-responsable de Mosquito Records, escudería que publica a uno y a otros.

Registro de veinte minutos y descuentos, el inaugural corte homónimo de Space Surfer es una contundente demostración del surf hemostático y brioso al que es afecto el bassman. Sobre esa trepidante plataforma, “Verano Púrpura” ensaya un primer acercamiento al jazz bajando las revoluciones, si bien el marcado contraste con la apertura no lo ayuda. Siendo “Tres” de esa misma naturaleza, aquí funcionan los sincopados guiños vagamente psicodélicos que alimentarán los principales motivos de la lisérgica “Anubis En La Luna”, rotunda y ácida incursión en los dominios del garage.

El pétreo latir de las cuerdas en “Blues Space”, de acrimonia bermeja hasta niveles alarmantes de oxidación, extingue el sosiego inicial que proponía este instrumental; al punto de arrinconarte contra el caos nuclear. A esa experiencia le sucede “Apocalipsis Nibiru”, que tiene las secciones más punk de todo el disco, o en todo caso proto-punk -acicateándote a un slam evolucionado a partir del famoso “ritmo enfermedad” que infectó Lima a fines de los 60s. Los efectos de la eléctrica favoritos en esas remotas épocas se dan un festín en “Reloj Lunar”, donde el surf vuelve a primeros planos, antes del desenlace con “Enki Swing”. Haciendo honor a su nombre, ésta es la pieza más sólidamente funk de Space Surfer: melodiosa hasta permitir accesos de jazz y ska tradicional, “Enki...” cierra con punche mezcalero un primer trabajo muy interesante de Cueto.

Para SS, el bajista ha convocado a Jack Bastante (batería), a Alejandro Malpartida, a Stefano Obregón (ambos en guitarra) y a Luciano Cárdenas (saxofón). Merece este último una alta mención honorífica. El plástico es 100% sonido, pero si un instrumento pudiera ocupar la voz, ése es el saxo. Y aunque la performance de Cueto sea realmente impecable -el sinuoso bajo llega a dictar el rumbo tonal de cada tema-, el saxo se roba el show, tecleado por un fauno en plena combustión espontánea. Hipnotiza al oído, lo mismo que al ojo esa coqueta nereida en el arte del CD.


Siempre inquieto, Ronald Sánchez me jugó amablemente a fines de septiembre último el link hacia el testimonio de uno de los recientes proyectos en que ha participado -proyectos que, para su suerte y la nuestra, le permiten vivir y seguir desarrollándose como músico al margen de su chamba en Altiplano. Ahora que lo pienso, el hombre va en racha tres años ya: al Sueños Saparas (2016) de Altiplano y al Sonidos De Nasca: Ofrenda (2017) al lado de Fred Clarke, debe sumarse el legado epónimo de Kananki. Es éste el resultado de la residencia artístico-creativa “Cabañas Oscilantes”, que, gracias al colectivo Central Dogma; nuestro compatriota dirigió en el cantón de Pujili (Cotopaxi, Ecuador), bastión tradicional de alfareros y ceramistas en la vecina nación del norte. Allí y por espacio de nueve días, Sánchez interactuó con seis artistas provenientes de distintos países latinoamericanos. Culminada la residencia, se grabó el disco materia de este comentario.

Puedo entender a quienes se sientan inclinados a catalogar la música de esta rodaja como “world music”. Yo no concuerdo. Ese término se acuñó para aludir grosso modo a músicas tradicionales y/o vernaculares, pertenecientes a todos los pueblos del planeta, y éste no es el caso. Las raíces que extiende Kananki, muy cercanas todas a nuestro espíritu comunal latinoamericano, son ciertamente milenarias. La presencia de pinkullos y zampoñas, así como la implementación de una sección percusiva en paralelo al uso de recursos rítmicos más modernos, apunta a una recuperación del mosaico sonoro desplegado por las poblaciones originarias de las Américas al sur de Estados Unidos; que existieron antes de la llegada de los europeos al Nuevo Mundo y que miraban hacia el Pacífico, haya sido su hábitat la costa, la sierra o la selva. Esto no es algo nuevo en relación a las jornadas en que ha estampado su firma el integrante de Altiplano.

Pero también es verdad que Kananki no se atiene a la mera recreación. Todos esos fragmentos que la arqueología sonora de nuestros días ha arrebatado de las garras del Olvido, resucitan al ser manipulados por la tecnología contemporánea -y quedar anexados a aquello que les ha insuflado nueva vida: la experimentación de metodología entre chamánica y futurista.

Por forma y disposición, Kananki me ha hecho recordar al Sunchu Tiquitay EP de Quilluya. Ojo que no estoy ofreciendo aquí un juicio de valor, sino una sencilla impresión comparativa. Es un volumen corto, de 33 minutos y tanto, que tiene diez capítulos. Sin embargo, apenas un poco más de la mitad son temas propiamente dichos. Los demás funcionan como interludios -tres de ellos no superan los 120 segundos-, o si se prefiere como vasos comunicantes entre aquellos canales favorecidos por un desarrollo (digamos) “narrativo” más abundante.

En cuanto al valor de la obra, cabe agregar a esta parrafada que se trata de un esférico muy intenso a pesar de su brevedad. El mexicano Rodrigo Gallegos, la colombiana Natalia Montoya, los ecuatorianos Martín Matilla, Luis Umberto Conejo y Edgar Castellanos Molina, y los peruanos Ivanka Cotrina y Ronald Sánchez; han concretado una obra sin pausa desde el primer minuto hasta el último. Ésta a veces puede describirse simplemente como IDM prehispánico. Otras tantas veces, como puro onirismo líquido que amplifica digital y surrealistamente precolombinos patrones sonoros estilizados. En ambos casos, los ecos de siglos desvanecidos que desgarran las eras a velocidades transónicas son los que hacen del sample, los efectos y el estudio de grabación; cinceles con que esculpir este magma audiomántrico que no sólo debe existir en el hoy -sino en todo estado vibracional que ocupe el mismo espacio en el tejido del Tiempo. Pasado, presente y probablemente también futuro; en un licuado de mestizaje avant garde con que soñar la omnisciencia, desde nuestra condición de míseros mortales.


Hákim de Merv

jueves, 27 de diciembre de 2018

Nazca I - Interpretaciones Electrónicas Desde Las Arenas Del Tiempo MMXVIII // Juan Nolag: Echoes EP

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 19 de diciembre del 2018.)

Uno de los detalles que omití destacar cuando diseccioné la muy recomendable compilación Tumi 1 - Música Electrónica Popular Del Perú MMXVIII, en marzo de este año, fue el ¿colectivo? ¿sello? ¿ambos? que estuvo tras su formulación. Pues bien, en septiembre último Caral Electrónica ha repetido el plato con otro título de aspiraciones equivalentes a las del primero en cuanto conceptuales: Nazca I - Interpretaciones Electrónicas Desde Las Arenas Del Tiempo MMXVIII.

Ambos artefactos comparten una ingente dosis de nombres -Matrix Operator, Dante Gonzáles, Nomenclaturah, Atomosynth y Hamann-. Ambos, también, citan una cultura preincaica desarrollada en territorio peruano. En el caso de Nazca I..., como se verá a continuación, la referencia salta a la vista a pesar del trastoque de consonantes (“z” por “s”); mientras que en el caso de Tumi 1..., que alude a un artefacto procedente del reino Chimú, el guiño permanece inaccesible a mis ojos/oídos.

Si el cometido de Tumi 1... era presentar a los proyectos de la casa y aliados/allegados, la intención de Nazca I... es proponer intuitivas lecturas contemporáneas procesadas a partir de las características que los escasos testimonios arqueológicos han conservado sobre las manifestaciones sonoras de la extinta civilización Nasca. No puedo certificar que este leit-motiv pulule a lo largo de los casi sesenta minutos del registro, pero sí que muchas veces da en el blanco, al punto de que medio disco va firmemente en esa dirección -el otro 50% no tanto.

En Nazca I..., desaparecen los invitados. Sólo quedan los que tienen puesta la camiseta de Caral Electrónica. De ellos, la mitad señalada concibe canales que sugieren una reelaboración de viejos motivos eufónicos, basados en escalas de 13 notas por octava. Esta “ascendencia nasca” se cuela esencialmente en una primera parte, a través del synth precolombino de “Kay Pacha” (Equinoxious), de “Terrenos Geométricos I” (Dante Gonzáles), de “Raga Nazca” (Matrix Operator) y de “Líneas” (Atomosynth). De igual modo se encarna en la resoplante “Totora”, de Vientos Del Norte (alias de Erik Bullón), casi al final del recorrido -pero la pista tiene muchos drops (que parecen todo menos voluntarios).

Aunque el resto de tracks pueda acaso beber de la misma fuente milenaria, sus resultados no tienen ese aire enigmático de antigüedad desértica que uno/a evoca contemplando los restos materiales -muebles y de sitio- de ese sorprendente y misterioso grupo humano que habitase Ica entre los siglos I y VII d.C. Ya que mencionamos a Bullón, su faltoso otro alias de Calla CTM firma uno de esos surcos, “Maas Terr”. Junto a “Inmutable Mind” (Nomenclaturah), a “Oda Al Prisma Y Las Penumbras” (Chateau VI) y a “Synthfónico” (Hamann), este puñado de temas se ubica en la segunda parte de Nazca I..., una mucho menos “retro” con respecto a la inspiración original declarada -si bien igual se construye a partir del synth 80s-90s y del ambient electrónico. Un segundo tramo al que hay que adicionar el cierre con “Think Tank”, de Estilo Tipográfico Internacional (¿debut? de un viejo camarada de las épocas de DeCajón.com, Renato Barzola -improvisación en plan piloto automático-).


Desde hace algún tiempo, Juan Esquivel ha de tener una agenda bastante agitada. Músico autodidacta, su faceta como productor viene respaldada por estudios en la Berklee College Of Music. Figura como músico invitado en Ultraviolet, identidad abierta de Josué Vásquez (UltraPop) consagrada a versionear en vivo canciones de U2. En simultáneo, el limeño se ha estrenado como nuevo tecladista de Catervas, a propósito del reciente Los Cielos Vuelan Otra Vez. Por una cuando menos curiosa coincidencia, el mismo día que sale a la luz el nuevo esférico de la banda de los hermanos Reyes, Buh Records despacha su debut solista con el seudónimo de Juan Nolag, el EP Echoes.

En el BandCamp de Buh, donde se ha colgado el extended, se afirma que éste es el primero de una serie de muchos EPs, por medio de la cual Esquivel busca musicalizar lo que podría sintetizarse como su experiencia vital -“sensaciones, percepciones y experiencias que ocurren en diferentes momentos en la vida de un ser humano”. Para una empresa de tal calado, que sobre el papel no es poca cosa (menos aún en el “mundo real”), el productor se vale de un arsenal en el que abundan sintetizadores, teclados y secuenciadores.

La estética del traveling no es privativa de ningún idioma sónico, pero sólo desde los “gélidos” altares de la música electrónica se le puede sacar el máximo partido posible. Nolag se ha acuartelado en la vanguardia electro de los primeros 80s, no para ser digerido por ella, sino con el fin de servirse de la misma. Y si Echoes EP podría ser catalogado sin más como retrowaver, habida cuenta de los lustros que nos separan de esos paraísos analógicos siempre verdes, con más propiedad calza ubicarle entre el synthwave y el ambient de tintes retrofuturistas.

Cinco temas en menos de dieciocho minutos, suficiente para la primera parada del viaje invocado por Esquivel. Un viaje en el que la morriña depreda tiempo antes que espacio. Es casi lo único que se siente durante la audición de los números: miradas a las tragedias cotidianas, a las íntimas cobardías, incluso a las quimeras pueriles. Empiezas todo/a serio/a a escuchar la epónima apertura, y de repente ya estás remitiéndote a ese episodio medio bochornoso de tu pasado, a despecho de los crípticos teclados y las melodiosamente dramáticas secuencias.

Sucede así con los demás temas: “Long Journey”, “Homecoming”, “First Breathe”, “The Ocean Around”... Pese a trabajar usando el Pasado como telón de fondo, hay cierta incertidumbre (natural en tanto la obra conserve el brillo de lo novedoso). También cierto espesor en el cincelado de las primorosas ambientaciones. Y una rigidez que lacera, recurriendo no pocas veces a los pads. Lejos de sentirme repelido por esa reconcentración, por esta falta de elasticidad, por aquella carestía de certezas en torno a un pasado que se sabe fijo; opino que todo ello afianza por un lado la nostalgia y por el otro la esperanza (fatua) de ser cada vez mejores protagonistas de nuestras propias historias pretéritas.

No quiero relegar al tintero la principal influencia que percibo en el Esquivel músico. La mayoría enfilará reflectores hacia O.M.D., el primer The Human League, los Ultravox del Vienna en adelante, incluso el mejor Visage... Yo prefiero pensar (otra vez) en Michael Rother, autor de una obra solista exquisita posterior a Neu!, y que ha significado para la new age más válida lo que The Durutti Column para el post punk más vaporoso (el símil no es mío, sino de Daniel Stubbs).

Suerte para los coleccionistas en físico: el extended ha sido editado sólo en cassette, y en una tirada de 25 ejemplares. El cómplice arte es de Paloma Pizarro.


POST DATA:

Nada más cerrar el año, Caral Electrónica añadió dos bonus tracks a Nazca I..., convirtiéndole en una compilación de al menos hora y cuarto. Ambos surcos se hallan en el mismo enlace que el resto.

Hákim de Merv

viernes, 21 de diciembre de 2018

Adelaida

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 12 de diciembre del 2018.)

Mucho más que en otras épocas, elegir hoy la senda a recorrer cuando das vida a una banda puede llegar a convertirse en serio problema existencial. El caudal infinito de posibilidades ya concretadas que tienes actualmente a un click de distancia, bien encausado, ayudaría a ampliarte el panorama y decidir más rápidamente qué es lo que quieres hacer. Por otro lado, exponerte a su impacto sin haber hecho previo examen de conciencia te conduciría a la anomia total, nada más dejarte aplastar por el peso de la frase “ya todo está hecho” -tautología tramposa, pues al interior de la música pop independiente la Realidad viene demostrando que no siempre es una verdad absoluta.

No son pocos los debutantes que hogaño prefieren elegir una estética antes que un género específico. Ello les habilita para asociar dos o más de estos últimos, siempre que sean distintos pero no opuestos, ya que más difícil se hace integrarles cuanto mayor es el número de cosas que les disocian. Pero, así y todo, este complicado escenario descrito cuenta con algunos ejemplos a considerar en positivo. Uno de ellos es el que proporciona Adelaida, acto de Valparaíso.

Hace más de diez años, en el 2006, nacía Lisérgico en la misma ciudad portuaria. Era un trío cuyo código genético preservaba las lecciones impartidas por el rock alternativo de los 90s, sus ochenteros antecesores (Sonic Youth, Big Black, Pixies), el grunge de Seattle y su fuente primaria de combustión (el hard rock de los 70s). Lisérgico estaba compuesto por Claudio Manríquez (a) Jurel Sónico en voz y guitarra, Michael Sepúlveda en la batuca y Víctor Aguilera en el bajo. Entiendo que el proyecto se encuentra disuelto de facto: además de firmar tres EPs, la experiencia le sirvió a Claudio para refinar estrategias con miras a una nueva identidad que ya venía elucubrando desde el 2010; y que eventualmente se hermanaría con el Ruido en todas sus formas rockeras.

La primera alineación de Adelaida, cuyo nombre se deriva de un alter ego del guitarrista, la conformaron el baterista Gabriel Holzapfel, la bajista Gabriela Vásquez (a) Golondrina y el propio Manríquez. Fueron ellos quienes registraron tanto el Narval EP (2012) como el debut en largo Monolito (2014). En estos primeros episodios ya se percibe una inclinación, si bien en vías aún de cuajar, a explorar las posibilidades expresivas que suministra cada género identificado con la Distorsión. Uno de éstos es el shoegazing. Otro es el indie rock más aventajado. Un tercero, previsiblemente, es el grunge. El revoltijo se hará más notorio sobre todo en el siguiente paso.


Entre el 2014 y el 2016, el line up sufre unos cuantos cambios. El más saltante se refiere a la transformación, por un tiempo, de Adelaida en cuarteto; con el ingreso de Nicolás Gajardo, guitarrista miembro de Platillo Volador y de Fatiga De Material. Otro cambio igual de importante es el reemplazo de Golondrina por Natalia Adelina Díaz -aquí empieza a quedar claro que el bajo es el Grial perseguido por la banda precisamente hasta el 2016. Antes de que Gajardo entre en la dinámica grupal, Manríquez-Holsapfel-Díaz lanza su segundo largo, Madre Culebra. Es ésta una obra manifiestamente más ruidosa y contradictoria que la anterior. Grabada y mezclada por el mítico Jack Endino, comprometido además con las células chilenas The Slow Voyage y The Ganjas, para la placa Adelaida hizo un auténtico esfuerzo por ponerse en los zapatos de todos a quienes declarase como principales influencias. A la vez. Ello le podría ocasionar a más de un conocedor de los avatares de la música pop un cortocircuito mental. ¿Cómo conciliar géneros a los que lo único que les confedera es una impetuosa fascinación por el Ruido?

La pregunta tiene sustento, en principio. Mientras que el pathos del grunge grita “estoy jodido y me-llega-pero-también-me-bajonea estarlo”, el del shoegazing dice “adoro estar jodido”. Separándose de ambos, el del indie se pregunta y se responde “¿estoy jodido? whatever”. ¿Por medio de qué sortilegio, entonces, podrían combinarse estos tres ingredientes en uno solo metatextual? Madre Culebra, sin embargo, lo consigue. Los riffs son duros, su presión interna es tan alta que pareciera que se van a cuartear al menor descuido. La pedalera acompaña estas acometidas, pero sin enyuntarse a ellas, y tiende a evocar los remezones de noise con que nos aporreaba el baggy (la apertura “Colgar Del Suelo” es un guiño no muy disimulado a “Only Shallow”, el track que abre el gigantesco Loveless de My Bloody Valentine). La desgarbada actitud, factor muchas veces subvalorado, inunda de improntas indie tanto la composición como el diseño interno y externo del esférico. Recién después de escucharle varias veces, todas las preguntas sobre lo incongruente que puede lucir Madre Culebra se disipan, y ya sólo te queda el límpido placer de su disfrute.


En el 2016 vuelve a quedar vacante el puesto de bajista. No por mucho, ya que la plaza la cubre Naty Lane. Además de jugar por la camiseta de Hammuravi, dúo claramente dream pop donde el otro 50% es justamente Jurel Sónico (la primera referencia es el extended Espesura, 2015), Lane viste las sedas de Platillo Volador y graba el magnífico estreno En El Cielo A Las 20:00 (2016). Lamentablemente, cruces de horarios mil con otros proyectos -también suma en Fatiga De Material- la constriñen a dejar PV nada más recibir el disco la luz verde. Más que en su chamba al lado de Jurel Sónico, es con En El Cielo... que el tremendo talento de la valpeña queda en evidencia: no creo estar muy equivocado cuando afirmo que Naty Lane es una de las mejores bajistas de esta parte del continente. Su potente tempo surca profundamente el marco armónico del que dota a los temas del CD. Con trastes o sin ellos, la chica tiene dedos de lagartija a la hora de zangolotear en toda la extensión del mástil. Su técnica acaso no sea virtuosa, pero las líneas que dibuja con las cuatro cuerdas las traza con una precisión que oscila entre la ferocidad y el desenfado -la única manera en que puedo ponerlo por escrito.

Que yo sepa, Naty no coincidió en Adelaida con Nicolás Gajardo. El guitarrista llegó a colaborar en la grabación del nuevo volumen, si bien únicamente como músico invitado (“Despedida En La Nieve”, outtake de Monolito). Aparecido en enero del 2017, y precedido del single virtual “1999”, Paraíso es hasta ahora el plástico más largo de la terna. Su nivel decibélico es menor que el ostentado por Madre Culebra, sí, pero ello no resiente la excéntrica mezcolanza de la que vengo hablando hace rato. Ésta logra alcanzar un punto encomiable de madurez: hay más espacio para las voces desnudas, y aquí es pertinente mencionar otra vez a Lane -siguiendo el sino de sus predecesoras, ella también se encarga de los coros y la segunda voz, donde igualmente deja su marca indeleble. La densidad que por momentos podía opacar ciertos temas ha disminuido lo suficiente para contrapesar con varios pasajes de inédita agilidad el hecho de que éste sea su trabajo más extenso. Pero esa densidad no desaparece, y el trinomio la capitaliza en emotivos cambios de ritmo, algunos de los cuales ornan los fragmentos más frenéticos que hasta hoy han salido de la pluma de Jurel.

Gracias a Paraíso, que ha sabido sacar ventaja de los réditos artísticos y mediáticos de Madre Culebra, Adelaida se ha granjeado una presencia importante en los circuitos independientes internacionales; abriendo para nombres como Suárez y Los Planetas, entre otros. El feliz corolario ha sido la obtención del Premio Pulsar de este año en la categoría “Mejor Artista Rock”.

Se anunciaba para la segunda mitad de este 2018 la realización del cuarto disco del terceto. A pocos días de concluir el calendario, encuentro difícil que esto suceda, pero después de todo no ha sido un mal año para Adelaida. En febrero pasado se colgó el nuevo sencillo virtual, “Fantasma”, crisol intachable de todas las variables que los ‘triates’ de la acogedora ciudad portuaria han acumulado en sus menos de diez años de biografía (grabado y mezclado -y ahora también producido- otra vez por Endino). Asimismo, unos meses atrás el combo estuvo de gira nada menos que en el Extremo Oriente, y ha regresado hace muy poco de cumplir presentaciones en Canadá. Es cuestión de tiempo para que el nuevo álbum se edite: Adelaida se ha caracterizado por ser un grupo muy prolífico, para el que grabar es un ejercicio continuo. En ello, en sus letras enajenadas, en su lustrosa percusión y en sus ambientaciones surreales radican las esperanzas de un futuro todavía más prometedor.


Hákim de Merv

miércoles, 5 de diciembre de 2018

The Sea And Cake: Any Day // Spain: Mandala Brush // Beach House: 7 // Dead Can Dance: Dionysus

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 28 de noviembre del 2018.)

Este ya senescente 2018 ha sido el año del retorno para varios grupos insignes que llevaban algún tiempo sin editar nuevos títulos en estudio. Según lo ofrecido por cada uno de los aquí comentados, mi idea es ir de menos a más.

El primero es The Sea And Cake. El ilustre ex quinteto de Chicago cumplió en el 2014 dos décadas de existencia, pero su última exhalación de minutaje extendido estaba fechada en el 2012. Aunque los fans confiábamos en que ese aniversario se rubricaría con nuevo disco, dicha esperanza no pudo verificarse. Seis años, pues, separan al Runner del novísimo Any Day.

El pop ingrávido, elusivamente brumoso, que los usamericanos han convertido en su ‘copyright’ desde el ya lejano debut epónimo (1994); hace buen rato quedó codificado como lugar común por las decenas de músicos que éstos han influenciado en distintos puntos del globo. Y aunque siempre guardamos un mínimo de esperanza en que TSAC nos sorprenda con una reinvención inopinada, sabemos que esa posibilidad es altamente improbable.

Any Day es la esperable prolongación de trabajos que los ahora cuatro de Illinois -en algún momento se les desvinculó el polifuncional Brad Wood- han venido publicando desde la segunda mitad de los 00s en adelante (concretamente, a partir del Everybody, 2007). Las frescura y sofisticación del jazz han quedado plenamente integradas a los gráciles números de delectable pop arpegiado, de cuyo impreciso fulgor armónico están preñadas las mallas invisibles tejidas por Archer Prewitt. La indesmayable “circularidad creativa” del sonido que ofrece el soporte rítmico -Douglas McCombs en el bajo (cubriendo la baja del histórico Eric Claridge), el famoso John McEntire a las baquetas- proporciona el contrapunto idóneo para el acuoso lirismo naif de Sam Prekop, apuntalando de paso la emotividad tropical/slacker/zen que ha distinguido al indie/post/math rock de The Sea And Cake durante toda su vida.

Todo esto, no obstante, ya ha sido paladeado varias veces antes. Any Day añade tres o cuatro potenciales nuevos ingresos a la lista de clásicos del cuarteto: “Starling”, “Into Rain”, “Cover The Mountain”, “These Falling Arms”, tal vez “Paper Windows”... Más en la cantidad que en la calidad, se apoya, por ahora y mal que me pese; toda la novedad ofrecida por los estadounidenses aquí.



Spain también ha decidido regresar del frío, con su placa más larga a la fecha. Confesión de parte: al grupo dejé de seguirlo tras The Soul Of Spain (2012), más por falta de tiempo que por desencanto o desidia. Recién hace pocas semanas atrás me he puesto al día con los dirigidos por Josh Haden -hijo del célebre Charlie Haden, fallecido en julio del 2014, miembro original del cuarteto de Ornette Coleman y músico muy respetado en el mundo del jazz (su última colaboración se editó póstumamente también en este 2018, Long Ago And Far Away, con Brad Mehldau).

Desde The Soul..., cuatro largos demuestran que Spain no ha estado inactivo. También, que ha equilibrado su antes esporádica producción discográfica entre el material nuevo y el registro en directo: en el curso del mismo periodo, ha publicado igual número de LPs de uno y otro talante. A través de Mandala Brush (2018), Haden busca darle una segunda vida a Spain -tercera, si recordamos que luego del I Believe (2001) la formación Haden-Merlo Podlewski-Evan Hartzell se disolvió. Nueva sangre se colude en el renacimiento del 2007: Haden, Randy Kirk (teclado, guitarras), Daniel Brummel (guitarra principal, segunda voz) y Matt Mayhall (batería). Años después se sumarían las Haden Triplets al completo -el combo de las hermanas de Josh: Tanya, Petra y Rachel.

Esta tentativa de reinvención funciona bastante bien, pero no al 100%. A Spain siempre le va mejor cuando se echa a morir. Cuando su parsimoniosa dejadez te desuella el pecho, exponiendo ventrículos y aurículas a los tímpanos de los otros. Cuando su pausado minimalismo inunda todos los recovecos que ha erosionado la Soledad para reflotar cada pequeña tragedia que, en el balance, te ha llevado al cul de sac emocional en el que yaces. Cuando su espartano sentido de la sobriedad en arreglos, en vez de atenuarles y desgastar sus puntas, afila y agiganta cada venablo sónico que te arroja desde las simas de angustia amorosa indie, de desconsuelo folk, de swing derrotista.

Mucho de esto tiene Mandala Brush. Sus principales problemas son la extensión y la inclusión de canales en franca rebeldía contra el perfil consustancial al conjunto. “You Bring Me Up”, por ejemplo, es un tema esperanzador que no tiene lugar en el repertorio de Spain -máxime con su arrebato epilogal de ¿gospel? Los casi 15 minutos de “† 하나님은 사랑 이시다. [GOD Is Love]”, además, se ven continuamente estropeados por la inclusión de un mizmar; instrumento de viento híbrido de flauta y clarinete, procedente del mundo árabe. Suprimes apenas ese par de surcos, y Mandala... se convierte en un congruente plástico de cincuenta y tantos minutos, en lugar del aparatoso CD de casi hora y cuarto que es. Hubiera sido el escenario ideal para joyas del calibre de “Tangerine”, “The Coming Of The Lord”, “[Rooster † Cogburn]” y el track más difundido de esta entrega, “Sugarkane”. Fallaron levemente los cálculos, ésos que pudieron hacer de Mandala Brush un nuevo She Haunts My Dreams (1999), pero el potencial de Spain permanece felizmente intacto. Miserabilismo hecho arte/arte hecho miserabilismo.


Mucha paciencia y horas de audición me costaron poder sintonizar con Beach House. Sus primeros esfuerzos no se me hacían malos, pero tampoco justificaban el denodado tesón de cierto entusiasta sector de la crítica especializada por ubicarle en el altar del pop contemporáneo. Y aunque reconocía el crecimiento que había significado Teen Dream (2010), recién pude conectar con la taciturna nostalgia del dúo de Baltimore gracias a su extraordinario “díptico” del 2015: Depression Cherry (mayo) y el comparativamente más “acústico” Thank Your Lucky Stars (octubre).

Tras tres años de espera, atenuados por el lanzamiento en enero del 2017 del recopilatorio B-Sides And Rarities, Victoria Legrand y Alex Scally vuelven de la mano del séptimo álbum de su carrera. 7 es una suerte de jornada renovadora para el binomio: sus oníricas atmósferas de hesitación pop, basculantes entre el indie y el shoegazing, son ahora abordadas discretamente por esa electrónica intimista y naif que cultivan nombres tipo Purity Ring -acaso también Chvrches y Grimes-. Con el mismo sesgo de “invasión pacífica” (¡¡¡!!!), la arquitectura del tándem es embebida en esa psicodelia medio fintera revisitada por células indie como Tame Impala, The XX, Dungen o los australianos de Pond. Con estos ingredientes, BH vivifica su sonido, dotándole de una necesaria dosis de oxígeno tras casi quince años de ininterrumpido discurrir.

Estas frescas adiciones en el vocabulario estético de la dupla quedan evidenciadas desde la apertura “Dark Spring”. No todas a la vez, obviamente: “Drunk In LA”, el temazo “Lemon Glow”, “Woo” y “Black Car” (que suena demasiado a Four Tet) se turnan en sus acercamientos a las diferentes vertientes que la mancuerna recorre en 7. El volumen, por supuesto, no se agota en las aludidas coordenadas -sino que además sobrevuela las comarcas del ambient melancólico (“Last Ride”), el brit pop más válido (“Lose Your Smile”) y el infaltable revisionismo ochentero con harrrrrrta clase que se ha convertido en una de las monedas de cambio más aceptadas de la presente década (“Girl Of The Year”, que lo digan si no The War On Drugs y Future Islands).

Gigantesco paso hacia la consagración definitiva -y candidato mayúsculo a disco del año.


(El segmento final del texto lo escribe un fan convicto y confeso. Tienes la obligación moral de desconfiar al examinarlo.)

Hace poco, leí que conceptos como los de “belleza” y “espiritualidad” han devenido en arcaicos, pues su formulación data del siglo XIX. No lo discuto. Pero, de otro lado, ésas y otras palabras equivalentes son las únicas que me permito utilizar al hablar de Dead Can Dance; uno de los contados actos en toda la historia de la música pop contemporánea que pueden alinearse sin sonrojos a tales términos.

Jamás entendí por qué la sociedad Lisa Gerrard-Brendan Perry no obtuvo el mismo éxito que sus compañeros de sello y avanzada, los escoceses Cocteau Twins, también ellos merecedores de similares elogios. Quizá fue el hecho de que estos australianos se mostrasen más cultos al hacer auténtico honor a su nombre. Reconocidos o no, los fans nunca dejaremos de emocionarnos ante el anuncio de un nuevo disco. Pasó con Anastasis, nuevo episodio tras 16 años de silencio y cuando nadie se esperaba que fuese posible una resurrección del legendario dueto -el que se consideraba su canto de cisne, Spiritchaser, habíase publicado en 1996-. Ha pasado otra vez con Dionysus, CD que los pone otra vez en boca de todos seis años después.

Sabido es que el episodio que partió las aguas en el estuario de Dead Can Dance fue el Into The Labyrinth (1993). Si antes el grupo era una entidad mediúmnica que sincronizaba espontáneamente con todas las tradiciones folklóricas emergentes en torno al Mediterráneo entre el desgarramiento de la clásica antigüedad grecorromana y el ascenso del medioevo, en Into... dio un giro de 180 grados y entornó las clavijas hacia el África, cuna de la Humanidad y de sus artes tribales más puras. No totalmente, claro, sino matizando (homenajes a la tradición celta en “The Wind That Shakes The Barley”, al juglaresco figurativo en “The Carnival Is Over”, a la danza griega en “Emmeleia”). Spiritchaser y Anastasis hacen lo propio que el disco del ’93, en la misma medida.

Concebido bajo parámetros vinílicos, Dionysus se dedica a revivir esa sensibilidad tribal desde el primer minuto hasta el último: la cara A, denominada ‘Act I’, es ocupada por las tres primeras piezas; mientras que ‘Act II’ hace las veces de cara B con los cuatro últimos surcos. Los tracks vienen todos entrelazados, a excepción del tercero y el cuarto -justo donde “acaba” un lado y “comienza” el otro.

A prima facie podría cuestionarse el que Dionysus sea esencialmente instrumental, ya que una de las mayores virtudes de DCD es la voz supraterrenal de Lisa Gerrard (a quien seguramente has escuchado participar, sin enterarte, en las bandas sonoras de algunas películas asociadas al peplum rodadas durante los últimos 20 años -Gladiator, The Bible-). Pero la placa no se ve afectada por la poca participación de la Gerrard como vocalista. La poderosa empatía artística de estos genios, no hay que olvidarlo, deja como saldo audiencias considerables a las que les es materialmente imposible evitar llorar. Llorar ante la belleza. Llorar ante la construcción excelsa y sublime del más hermoso arte sonoro al que el pop contemporáneo puede aspirar. Llorar ante la armonía perfecta de cada nota y cada cadencia. Llorar ante el desborde de espiritualidad y humanidad de música tan ma-ra-vi-llo-sa -Dead Can Dance es, de hecho, el único grupo que he escuchado en toda mi vida que me hace dudar seriamente de mi agnosticismo militante, que me impele a considerar en serio la posibilidad de que luminosos seres seamos, y no sólo esta cruda carne.

Aunque aplauden a Dionysus, muchas plumas opinan que éste no supera al Anastasis. La mía no es una de ellas. Dionysus, de treinta y tantos minutos, ha renunciado al formato canción o tema, para empezar. Su uso masivo de texturas y atmósferas que se enriquecen unas a otras entre sí, lo convierte en medio eficaz de transporte hacia las raíces de nuestro pasado como especie -hasta las primeras civilizaciones y aún más atrás, al nacimiento mismo de lo que llamamos Música. Como nunca antes, la banda se tira abajo todo murallón lingüístico apelando a la glosolalia que practica Lisa, constriñéndonos a olvidar incluso la racionalidad y la conciencia, enlazándonos de una manera poco menos que mística con los atavismos que nuestros genes guardan como herencia racial.

Me quedo con “Dance Of The Bacchantes”: su ritmo zumbante es el que mejor ejemplifica ese exotismo embriagador del opus, ese cargamontón de grabaciones de campo tratadas y loopeadas hasta convertirse en drones de primitivos jolgorios pre-agrícolas, ese conmovedor ritual apoteósico e infinito que siempre ha sido la música de DCD. Si van a demorarse lo que les dé la gana para regresar con albums así, los esperaremos toda la vida. Esto es Dead Can Dance, ‘chemimare, la celebración donde los muertos pueden bailar hasta el fin de los tiempos.


Hákim de Merv