viernes, 18 de abril de 2025

Adelaida: Retrovisor // Rafael Cheuquelaf: Tiempo Profundo

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 9 de abril de 2025.)

Pasó un tiempo más o menos considerable desde que Animita (‘20) hiciese brillar el nombre de Adelaida, tras la insólita gira que el entonces terceto realizó en países de Extremo Oriente. Tiempo que, es verdad, coincide con la fase más severa de la pandemia -cuatro años, nada menos. No fueron sólo las sanitarias, empero, las únicas circunstancias que intervinieron en este prolongado paréntesis. A la luz de lo exhibido en el subsiguiente Retrovisor (‘24), el grupo de Valpo tuvo que afrontar durante ese par de bienios drásticas transformaciones en su configuración, que repercutirían a la postre -si bien no de manera demasiado traumática- en su discurrir sónico.

En efecto, en algún punto entre el ‘21 y el ‘23, Adelaida dejó de ser un trío y reinventóse como cuarteto. El verbo no es exagerado, ya que no sólo se trató de adicionar un nuevo miembro. De Animita a Retrovisor, el alias prescindió tanto de las baquetas de Gabriel Holzapfel como del bajo y de las vocales de Naty Lane. En reemplazo del primero, cogió el relevo Tomás Pérez, mientras que Anke Steinhöfel sustituyó a la segunda en ambas funciones. El ingreso de Joaquín Roa en el puesto de guitarrista divide con Claudio Manríquez (a) Jurel Sónico, que sobrevive como único miembro original del acto, responsabilidades relativas a los desarrollos estelarizados por la eléctrica.

Desde un principio, Adelaida se decantó por las formas de crear/ejecutar música pop fundadas sobre la Distorsión. Con la solitaria excepción del shoegazing, la mayoría de ellas surgidas sobre suelo americano: el noise rock de Dinosaur Jr. y Sonic Youth, el “hype” del alternative rock, el indie rock de Sebadoh y Shellac, el grunge de Mudhoney y Alice In Chains... El balanceo de todos esos ingredientes le dio al combo su identidad constitutiva, de la que despachase sobrados ejemplos en discos del nivel de Paraíso (‘17) o Madre Culebra (‘15). Esos rumbos se ven magnificados en Retrovisor, al punto de poder catalogársele como la placa que refunda a la banda del ex Lisérgico.

Con los primeros acordes del corte homónimo retumbando en los headphones y disparando las guitarras salva tras salva de duras acometidas rockeras, queda en evidencia el anabolizado ascendiente de ruido y distorsión que presidirá de ahora en más el sino de Adelaida. Uno que, sin renunciar del todo a su herencia baggy (“La Montaña”, “12 Días”, “Mi Ventana”), transitará esencialmente por este lado del Atlántico. “Pólvora” es una excelente muestra de ello. Otras igualmente recomendables son “Espirales”, “Girasoles”, la psicodélica relectura de “Brilla” (original de los argentinos Suárez que venía como hidden track en Hora De No Ver), “Resplandor” y el farrellesco colofón de “Desdén”.

Un par de apuntes más acerca de Retrovisor. Por supuesto, tiene su lunar. A “Frutos De Otoño” se le siente muy inicios de los 90s, cosecha neopsicodélica, rasgo que se acentúa cuando al promediar la canción los valpeños rebajan el tempo y gana ésta un groove típico de esos ácidos días. Claro, la toma primigenia ya venía impregnada de esos aromas. Y es que Retrovisor se concede la libertad de reinterpretar algunos números antiguos de Adelaida, todos ellos provenientes de su ópera prima Monolito (‘14), subrayando ese hálito de “segundo debut” del que hablaba hace un momento. Pasa con “Frutos...”, con “Océano Mundial”, con “12 Días”.

Muy pocas jornadas antes de la última Navidad, se subió a la cuenta BandCamp de la escudería independiente Eolo Producciones el último trabajo solista del músico magallánico Rafael Cheuquelaf. Integrante de Lluvia Ácida, dúo que justamente fundase Eolo en el ‘01 y que ha asumido la tarea de relanzarle hace algunos meses, éste es ya el tercer esfuerzo de largo aliento que el buen Rafael saca adelante -y el cuarto lanzamiento alejado de sus trajines junto a Héctor Aguilar. Sin embargo, para la ocasión no ha marcado el autor mucha distancia respecto del curso que navega actualmente la reconocida mancuerna puntarenense.

En Camino Interior (‘22), Cheuquelaf tomaba el sendero del trip hop enyuntándole a una narrativa conceptual proyectada como siempre sobre el fundamento de su experiencia vital, externa e interna. También se encumbra Tiempo Profundo desde un concepto de fondo, pero las sonoridades que le vertebran se hallan más cerca del urgente dark ambient empuñado por el binomio en Puntarenazo (‘24). Y cuando no ocurre de esta guisa, el esférico remite a los días oscuros y nerviosos de Antiviral (‘20), que LlA compusiera durante el periodo hardcore del COVID-19. Esta última conexión no es gratuita, ya que asimismo se cuela aquí una temática científica de por medio.

Ésta corresponde a un residenciado artístico y de investigación que el chileno cursó vía la Universidad de Magallanes. Consistió éste en exploraciones de la zona más austral del país, con el objeto de estudiar/especular-acerca-de una época de la región magallánica anterior a la llegada del Hombre. De ahí la chapa de “Tiempo Profundo”, frase acuñada bajo esos mismos parámetro por James Hutton, geólogo escocés del siglo XVIII. De ahí, también, muchas de las denominaciones utilizadas para bautizar los surcos que agrupa el plástico: “estromatolitos”, “ictiosauria”, “amonite”, “bloques erráticos”, etc (cada una explicada por Rafael en la sumilla de BandCamp).

Sonidos de enjambres binarios (“Amonite”), perfecta síncopa de precisión clínica (“El Ciclo De Las Rocas”, circa el Tecno de Daniel Melero), inexpugnable densidad vítrea (“Manto De Hielo Patagónico”), gélidos strings digitales (“Estromatolitos”), bronco dark ambient inoculado de chillones órganos eclesiásticos de pelaje sintético (“Bloques Erráticos”). Los climas sonoros en Tiempo Profundo recorren con ritmo sostenido comarcas ambientales pletóricas en incertidumbre y suspenso, apertrechándose de un synth completamente deconstruido -algo así como el lado Z de Chris & Cosey. Si hay momentos de reposo, éstos son devorados con celeridad por evoluciones ominosas, casi carpenterianas.

Inicio y epílogo del álbum sortean este modus operandi con desigual destino. Mientras que la pieza titular es una zarabanda de ruidos binarios generados aparentemente al azar, que acaba desbarrancándose hacia preternaturales abismos lovecraftianos (en sintonía con el sutil guiño de la portada), “Primer Fuego En Karukinka” es un tema solemne, que oscila entre crepuscular y angélico. La flama encendida por los primeros seres humanos habitantes del extremo sur en lo que tras cientos de años sería suelo Selk'nam, ciertamente, marca el final de una era y el inicio de otra. Por eso “Primer Fuego...” muta el cariz al aproximarse a sus cuatro minutos para derivar en un panegírico lleno de emotividad y vitalidad. Laudable.

Hákim de Merv

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