(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 28 de junio del 2017.)
Vaya con Jlin -apuntando
desde mayo a encaramarse en la cima de los recuentos anuales de este 2017...
Al promediar los
90s, la música electrónica literalmente hervía de trabajos espectaculares, a
cual más marciano que su predecesor. Con apenas veintitantos años, para
entonces el británico Mike Paradinas ya se contaba entre los artistas más
aventajados de la escena internacional. Como era costumbre en la época (cf.
Aphex Twin o Luke Vibert), el inglés utilizaba simultáneamente muchos
seudónimos -Tusken Raiders (XD), Gary Moscheles, Kid Spatula, Jake Slazenger...
Ninguno obtuvo la trascendencia de su alias más celebrado: µ-Ziq. Andando el tiempo,
el músico se dedicó más a chambear como productor/director de Planet Mu, su
discográfica fundada en 1995, pero sin colgar los chimpunes del todo.
Y es en el regazo de Planet Mu, precisamente, donde han encontrado cobijo muchos de los proyectos electrónicos más avezados de los últimos tiempos. Venetian Snares, Mr. Mitch, Kuedo, Traxman, Slag Boom Van Loon, Tim Exile... Aunque no un rasgo identitario ni constante, en mayor o menor medida estos nombres se han visto influenciados por el legado del ex Blue Innocence: acupuntura para la masa encefálica, la electrónica de µ-Ziq poseía esa mirada ecléctica cuyo diletantismo era capaz de desaforar cualquier frontera entre la “música para escuchar” y la “música para bailar”. Melodías burbujeantes, saltarinas, crispantes, contradictorias; extrañamente ajenas a cualquier formato conocido durante su momento histórico, pero a tono con el sincretismo digital de esos días.
Como sus compañeros
de generación, de menesteres y de sello, Jerrilynn Patton ha tomado los
principales descubrimientos de ese estudio del Sonido que abordase Paradinas en
los 90s, y los ha hecho pasar por la refinería. El resultado es estremecedor,
pero no del todo inesperado: ya en el tímido single de debut -“Erotic Heat” (2011)-,
esta chica de Indiana dejaba entrever cierta vocación trasgresora. Nada, sin
embargo, nos prepararía para el cachetadón que propinó a medio planeta con su
primer larga duración, Dark Energy
(2015). Aunque acaso sí: el desaparecido DJ Rashad, para muchos responsable del
mejor disco del 2013, Double Cup
(editado por otro sello harrrrrto recomendable, Hyperdub); alentó a Jlin desde
que hiciera sus pininos.
Black Origami es una versión bastante más lograda del
sonido que la Patton lograse codificar en la jornada anterior. No se agota ni a
la quinta, ni a la décima, ni a la vigésima escucha: con cada nueva vez que lo
reproduces, surgen pasajes que no habías captado anteriormente, el
subconsciente te susurra apreciaciones inéditas; martillo, yunque y estribo se
inclinan ante las emergentes propuestas especulativo-sonoras. Tranquilamente se
acabará este año, y semejante caudal de ideas aún no será procesado del todo.
Las estructuras
recreadas para el esférico son tan poliédricas, que se te revelan como
cualquier cosa menos estructuras -“geometría no euclidiana”, aduciría el
maestro H.P. Lovecraft, si lo suyo hubiese sido la Música. BO crece efectivamente sobre una arquitectura futurista, tributaria
del cubismo que practicase µ-Ziq en sus horas más felices (Lunatic Harness, Tango N'
Vectif, Royal Astronomy). No
obstante, las imágenes que sugiere están llenas de tensión y oscuridad. Tan
bien funciona esta docena de composiciones en escenarios de dantesca
ciencia-ficción distópica/dura, como lo hace en historias de tribalismo
post-apocalíptico.
Loops de una
complejidad tal que suponen un reto para nuestras mentes descifrar sus patrones,
beats percusivos que invitan a inacabables danzas epilépticas, una intensa pero
sobre todo masiva penetración sensorial... Todo eso y más puede decirse de Black Origami -un paradójico tratado de
polirritmia cuya artillería de enmarañados sampleos fuerza a que lo físico devenga
en virtual y viceversa. Dis-ca-zo.
Hákim de Merv
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