(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 13 de septiembre del 2023.)
Con justicia, por supuesto. Su primera incursión, The Graveyard And The Ballroom (‘80), dio mucho de qué hablar en esas aurorales eras posteriores al punk: la consistencia tridimensional de su música, la inmisericorde punción de las cortantes guitarras, la gravedad festiva del bajo, la tornasolada opacidad de los teclados... Originarios de Manchester como Joy Division, e inscritos también en el padrón de Factory Records, el documento antedicho y el subsiguiente To Each... (‘81) habrían tenido mayores ascendencia y difusión, si no hubieran mediado dos circunstancias. Una fue el suicidio del frontman de los Division, el frágil Ian Curtis, que confirió a cantante y compañeros instantáneo-y-merecido status de culto. El otro hecho fue la considerable pérdida de orientación que estragó a los dirigidos por Topping y Terrell a partir de Sextet (‘82). En adelante, no andarían sino a los tumbos...
Hasta el ‘20, cuando deciden regresar con todas las de la ley, si bien prescindiendo de sus fundadores. Del sexteto que debutase en el ‘80, sobreviven el bajista/vocalista Jez Kerr, el guitarrista/trompetista Martin Moscrop y el batero Donald Johnson. El hoy septeto, que completan Tony Quigley (saxo), Viv Griffin (bajo), Ellen Beth Abdi (flauta) y Matt Steele (teclados); reaparece hace tres almanaques gracias a ACR Loco, trabajo que le ha provisto de harta tela por tijeretear, remodelada en un compendio de remixes (‘21) y en otro live (‘22).
Concedo que tal vez “Ballad Of ACR”, con su insospechado intro meloso que prontamente colapsa ante el surgimiento de espirituosas líneas jazzy, no es el mejor cierre para un esférico de veras sorprendente. Es, si se quiere, la única objeción que oponer a un puñado de canciones que refina la mixtura hasta niveles de desprejuiciado eclecticismo (“Constant Curve”), que no afloja si se trata de entrarle al lounge (“Tombo In M3”), que puede estilizarse (“Tier 3”) o prenderse (“Afro Dizzy”) a voluntad. Que, también, sabe retrotraerse a los días en que New York fue una zona liberada, hábitat de locos/as desopilantes (el lado cool de A Certain Ratio le debe mucho a Talking Heads, como atestigua “A Trip In Hulme”) y de marcianos/as sandungueros/as (Liquid Liquid en “1982”), iluminados/as todos/as por una penumbra rebosante de seducción groovy.
Entonces, si el tiempo vuelve a empezar y todo camino está por recorrer, ¿por qué no?
Le ha costado media docena de años a Slowdive dar luz verde a un larga duración tras el epónimo reentré del ‘17. La pandemia del COVID-19 trastocó las previsiones iniciales de empezar a grabar en abril del ‘20, retrasándose el proceso cinco meses. No mucho después, Rachel Goswell -voz, teclados, pandereta- perdería a su madre, y luego acontecería otro tanto con el padre de Simon Scott (batería). Estas pérdidas, que en el caso de la vocalista le empujó al alcoholismo, ralentizaron el desarrollo de la nueva placa; al punto de tomarle dos años y muchos meses ganar forma definitiva en grabación y producción.
Mas a diferencia de lo acaecido con el resplandeciente estreno de Arcade Fire (Funeral, ‘04), gestado bajo coyuntura similar, el quinto álbum en la carrera de los de Reading ha sublimado de manera diametralmente opuesta las luctuosas experiencias. Y acaso no sea ése el único tamiz a considerar. Editado por Dead Oceans, no puede afirmarse de Everything Is Alive que equipare en niveles más o menos esperables las cotas shoegazing que aún podían advertirse en su anterior rodaja. Existen elementos que vinculan a la agrupación al noise etéreo que ella misma contribuyese a forjar durante la primavera supersónica de los primeros 90s (el hercúleo farallón distorsivo de “Shanty”), sí, pero actualmente palpitan junto a otros sonidos que los ingleses han decidido asimilar -consciente o instintivamente.
Abre EIA el sintetizador modular de la alegada “Shanty”, melodía originalmente pensada para un LP en solitario de Neal Halstead (el último de los cuales, Palindrome Hunches, data del ‘12). La argucia no dura mucho, y luego nos enfrentamos a un canal ruidoso y oscuro a partes iguales. Tal es el sino que seguirá casi hasta el final Everything Is Alive: a veces atestado de melancolía, a veces multiplicándose en dilatados segmentos instrumentales que invitan a ser escuchados durante interminables ocasos invernales, a veces proponiendo luengas caminatas de agradable agotamiento... La oscuridad aludida, no obstante, no se traduce en monotonía. Aunque las eléctricas de Halstead y Chris Savill prefieran hoy explorar oquedades, detalle que valida parangonar el nuevo episodio a Pygmalion (‘95, comparación no del todo desacertada), estas cavidades son maravillosamente traslúcidas -pobladas de formaciones coralinas que brillan en la negrura circundante, y que semejan constelaciones alcanzables por ahora sólo con la imaginación. O con el arte.
Ahora es la de Slowdive, pues, una alineación bastante afecta a los temas de medio tiempo para abajo, copados de estamina al 100%, que cuajan en preciosos paisajes auditivos de melancolía con que fatigar la orilla de la Vida. A despecho de esto último, dicha saudade no obsta para, de vez en cuando, sacudirse un poco la modorra y virar hacia las épocas en que encendieron todas las antorchas con Just For A Day (‘91)- porque las del todopoderoso Souvlaki (‘93) difícilmente han de combustionar otra vez: “Kisses”, “Alife”, la muy ochentera “Chained To A Cloud”, la briosa “The Slab” -de seguro no el número más veloz de Savill/Chaplin/Goswell/Scott/Halstead, pero sí el más corpulento e imponente.
Nuestros héroes están de vuelta.
Hákim de Merv