Nunca tuve la
oportunidad de escuchar a los indie pop de Supersónicos. En medio de la resaca
post-Jubileo, y ad-portas de alumbrar la revista independiente Freak Out! (marzo del 2004), su epónimo
debut fue de los (¿pocos?) títulos que el radar no pudo detectar a tiempo. Aunque
he leído en su página Facebook que el grupo sigue activo, habiéndose producido
su último lanzamiento en el 2015 -el extended promocional 4X4-, sus signos vitales son exiguos por ahora.
Quien ha decidido
salir del marasmo por cuenta propia es el bajista, Pierre Cueto. El estreno en
solitario Space Surfer es un mini-álbum
que arranca cómodamente instalado en el surf oriundo de los 60s, pero cuyas
olas están lejos de romper sólo en esa playa. El surf instrumental y garagero
es la base pivotal que capitaliza Cueto para desperdigar su violáceo smog sobre
géneros coetáneos ad-látere, como la psicodelia, el rockabilly y el funk; e
incluso otros menos próximos, como el jazz y el blues. Quizá sea este
denominador común el que le confiere a Space
Surfer peso y consistencia de obra conceptual, camuflando el hecho de que recopila
composiciones antiguas del autor, escogidas a cuatro manos entre él y Eloy Calle
-de Los Stomias, co-responsable de Mosquito Records, escudería que publica a
uno y a otros.
Registro de veinte
minutos y descuentos, el inaugural corte homónimo de Space Surfer es una contundente demostración del surf hemostático y
brioso al que es afecto el bassman. Sobre esa trepidante plataforma, “Verano
Púrpura” ensaya un primer acercamiento al jazz bajando las revoluciones, si
bien el marcado contraste con la apertura no lo ayuda. Siendo “Tres” de esa
misma naturaleza, aquí funcionan los sincopados guiños vagamente psicodélicos
que alimentarán los principales motivos de la lisérgica “Anubis En La Luna”,
rotunda y ácida incursión en los dominios del garage.
El pétreo latir de
las cuerdas en “Blues Space”, de acrimonia bermeja hasta niveles alarmantes de
oxidación, extingue el sosiego inicial que proponía este instrumental; al punto
de arrinconarte contra el caos nuclear. A esa experiencia le sucede
“Apocalipsis Nibiru”, que tiene las secciones más punk de todo el disco, o en
todo caso proto-punk -acicateándote a un slam evolucionado a partir del famoso
“ritmo enfermedad” que infectó Lima a fines de los 60s. Los efectos de la
eléctrica favoritos en esas remotas épocas se dan un festín en “Reloj Lunar”,
donde el surf vuelve a primeros planos, antes del desenlace con “Enki Swing”.
Haciendo honor a su nombre, ésta es la pieza más sólidamente funk de Space Surfer: melodiosa hasta permitir
accesos de jazz y ska tradicional, “Enki...” cierra con punche mezcalero un
primer trabajo muy interesante de Cueto.
Para SS, el bajista ha convocado a Jack
Bastante (batería), a Alejandro Malpartida, a Stefano Obregón (ambos en
guitarra) y a Luciano Cárdenas (saxofón). Merece este último una alta mención
honorífica. El plástico es 100% sonido, pero si un instrumento pudiera ocupar
la voz, ése es el saxo. Y aunque la performance de Cueto sea realmente
impecable -el sinuoso bajo llega a dictar el rumbo tonal de cada tema-, el saxo
se roba el show, tecleado por un fauno en plena combustión espontánea. Hipnotiza
al oído, lo mismo que al ojo esa coqueta nereida en el arte del CD.
Siempre inquieto,
Ronald Sánchez me jugó amablemente a fines de septiembre último el link hacia
el testimonio de uno de los recientes proyectos en que ha participado
-proyectos que, para su suerte y la nuestra, le permiten vivir y seguir desarrollándose
como músico al margen de su chamba en Altiplano. Ahora que lo pienso, el hombre
va en racha tres años ya: al Sueños Saparas (2016) de Altiplano y al Sonidos De Nasca: Ofrenda (2017) al lado de Fred Clarke, debe sumarse el legado
epónimo de Kananki. Es éste el resultado de la residencia artístico-creativa “Cabañas
Oscilantes”, que, gracias al colectivo Central Dogma; nuestro compatriota
dirigió en el cantón de Pujili (Cotopaxi, Ecuador), bastión tradicional de
alfareros y ceramistas en la vecina nación del norte. Allí y por espacio de
nueve días, Sánchez interactuó con seis artistas provenientes de distintos
países latinoamericanos. Culminada la residencia, se grabó el disco materia de
este comentario.
Puedo entender a
quienes se sientan inclinados a catalogar la música de esta rodaja como “world
music”. Yo no concuerdo. Ese término se acuñó para aludir grosso modo a músicas
tradicionales y/o vernaculares, pertenecientes a todos los pueblos del planeta,
y éste no es el caso. Las raíces que extiende Kananki, muy cercanas todas a
nuestro espíritu comunal latinoamericano, son ciertamente milenarias. La
presencia de pinkullos y zampoñas, así como la implementación de una sección
percusiva en paralelo al uso de recursos rítmicos más modernos, apunta a una
recuperación del mosaico sonoro desplegado por las poblaciones originarias de
las Américas al sur de Estados Unidos; que existieron antes de la llegada de
los europeos al Nuevo Mundo y que miraban hacia el Pacífico, haya sido su
hábitat la costa, la sierra o la selva. Esto no es algo nuevo en relación a las
jornadas en que ha estampado su firma el integrante de Altiplano.
Pero también es
verdad que Kananki no se atiene a la mera recreación. Todos esos fragmentos que
la arqueología sonora de nuestros días ha arrebatado de las garras del Olvido, resucitan
al ser manipulados por la tecnología contemporánea -y quedar anexados a aquello
que les ha insuflado nueva vida: la experimentación de metodología entre
chamánica y futurista.
Por forma y
disposición, Kananki me ha hecho recordar
al Sunchu Tiquitay EP de Quilluya. Ojo
que no estoy ofreciendo aquí un juicio de valor, sino una sencilla impresión
comparativa. Es un volumen corto, de 33 minutos y tanto, que tiene diez capítulos.
Sin embargo, apenas un poco más de la mitad son temas propiamente dichos. Los
demás funcionan como interludios -tres de ellos no superan los 120 segundos-, o
si se prefiere como vasos comunicantes entre aquellos canales favorecidos por
un desarrollo (digamos) “narrativo” más abundante.
En cuanto al valor
de la obra, cabe agregar a esta parrafada que se trata de un esférico muy
intenso a pesar de su brevedad. El mexicano Rodrigo Gallegos, la colombiana
Natalia Montoya, los ecuatorianos Martín Matilla, Luis Umberto Conejo y Edgar
Castellanos Molina, y los peruanos Ivanka Cotrina y Ronald Sánchez; han
concretado una obra sin pausa desde el primer minuto hasta el último. Ésta a
veces puede describirse simplemente como IDM prehispánico. Otras tantas veces,
como puro onirismo líquido que amplifica digital y surrealistamente
precolombinos patrones sonoros estilizados. En ambos casos, los ecos de siglos
desvanecidos que desgarran las eras a velocidades transónicas son los que hacen
del sample, los efectos y el estudio de grabación; cinceles con que esculpir
este magma audiomántrico que no sólo debe existir en el hoy -sino en todo
estado vibracional que ocupe el mismo espacio en el tejido del Tiempo. Pasado,
presente y probablemente también futuro; en un licuado de mestizaje avant garde
con que soñar la omnisciencia, desde nuestra condición de míseros mortales.
Hákim de Merv