(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 9 de abril de 2025.)
Pasó un tiempo más o menos considerable desde
que Animita (‘20) hiciese brillar el nombre de Adelaida, tras la
insólita gira que el entonces terceto realizó en países de Extremo Oriente.
Tiempo que, es verdad, coincide con la fase más severa de la pandemia -cuatro
años, nada menos. No fueron sólo las sanitarias, empero, las únicas
circunstancias que intervinieron en este prolongado paréntesis. A la luz de lo
exhibido en el subsiguiente Retrovisor (‘24), el grupo de Valpo tuvo que
afrontar durante ese par de bienios drásticas transformaciones en su configuración,
que repercutirían a la postre -si bien no de manera demasiado traumática- en su
discurrir sónico.
En efecto, en algún punto entre el ‘21 y el
‘23, Adelaida dejó de ser un trío y reinventóse como cuarteto. El verbo no es
exagerado, ya que no sólo se trató de adicionar un nuevo miembro. De Animita
a Retrovisor, el alias prescindió tanto de las baquetas de Gabriel
Holzapfel como del bajo y de las vocales de Naty Lane. En reemplazo del
primero, cogió el relevo Tomás Pérez, mientras que Anke Steinhöfel sustituyó a
la segunda en ambas funciones. El ingreso de Joaquín Roa en el puesto de
guitarrista divide con Claudio Manríquez (a) Jurel Sónico, que sobrevive como
único miembro original del acto, responsabilidades relativas a los desarrollos
estelarizados por la eléctrica.
Desde un principio, Adelaida se decantó por
las formas de crear/ejecutar música pop fundadas sobre la Distorsión. Con la
solitaria excepción del shoegazing, la mayoría de ellas surgidas sobre suelo
americano: el noise rock de Dinosaur Jr. y Sonic Youth, el “hype” del
alternative rock, el indie rock de Sebadoh y Shellac, el grunge de Mudhoney y
Alice In Chains... El balanceo de todos esos ingredientes le dio al combo su identidad
constitutiva, de la que despachase sobrados ejemplos en discos del nivel de Paraíso
(‘17) o Madre Culebra (‘15). Esos rumbos se ven magnificados en Retrovisor,
al punto de poder catalogársele como la placa que refunda a la banda del ex
Lisérgico.
Con los primeros acordes del corte homónimo
retumbando en los headphones y disparando las guitarras salva tras salva de
duras acometidas rockeras, queda en evidencia el anabolizado ascendiente de
ruido y distorsión que presidirá de ahora en más el sino de Adelaida. Uno que,
sin renunciar del todo a su herencia baggy (“La Montaña”, “12 Días”, “Mi
Ventana”), transitará esencialmente por este lado del Atlántico. “Pólvora” es
una excelente muestra de ello. Otras igualmente recomendables son “Espirales”,
“Girasoles”, la psicodélica relectura de “Brilla” (original de los argentinos
Suárez que venía como hidden track en Hora De No Ver), “Resplandor” y el
farrellesco colofón de “Desdén”.
Un par de apuntes más acerca de Retrovisor.
Por supuesto, tiene su lunar. A “Frutos De Otoño” se le siente muy inicios de
los 90s, cosecha neopsicodélica, rasgo que se acentúa cuando al promediar la
canción los valpeños rebajan el tempo y gana ésta un groove típico de esos
ácidos días. Claro, la toma primigenia ya venía impregnada de esos aromas. Y es
que Retrovisor se concede la libertad de reinterpretar algunos números
antiguos de Adelaida, todos ellos provenientes de su ópera prima Monolito
(‘14), subrayando ese hálito de “segundo debut” del que hablaba hace un momento.
Pasa con “Frutos...”, con “Océano Mundial”, con “12 Días”.
Muy pocas jornadas antes de la última
Navidad, se subió a la cuenta BandCamp de la escudería independiente Eolo Producciones el último trabajo solista del músico magallánico Rafael
Cheuquelaf. Integrante de Lluvia Ácida, dúo que justamente fundase Eolo en el ‘01
y que ha asumido la tarea de relanzarle hace algunos meses, éste es ya el
tercer esfuerzo de largo aliento que el buen Rafael saca adelante -y el cuarto lanzamiento
alejado de sus trajines junto a Héctor Aguilar. Sin embargo, para la ocasión no
ha marcado el autor mucha distancia respecto del curso que navega actualmente
la reconocida mancuerna puntarenense.
En Camino Interior (‘22), Cheuquelaf
tomaba el sendero del trip hop enyuntándole a una narrativa conceptual proyectada
como siempre sobre el fundamento de su experiencia vital, externa e interna.
También se encumbra Tiempo Profundo desde un concepto de fondo, pero las
sonoridades que le vertebran se hallan más cerca del urgente dark ambient
empuñado por el binomio en Puntarenazo (‘24). Y cuando no ocurre de esta
guisa, el esférico remite a los días oscuros y nerviosos de Antiviral
(‘20), que LlA compusiera durante el periodo hardcore del COVID-19. Esta
última conexión no es gratuita, ya que asimismo se cuela aquí una temática
científica de por medio.
Ésta corresponde a un residenciado artístico
y de investigación que el chileno cursó vía la Universidad de Magallanes.
Consistió éste en exploraciones de la zona más austral del país, con el objeto
de estudiar/especular-acerca-de una época de la región magallánica anterior a
la llegada del Hombre. De ahí la chapa de “Tiempo Profundo”, frase acuñada bajo
esos mismos parámetro por James Hutton, geólogo escocés del siglo XVIII. De
ahí, también, muchas de las denominaciones utilizadas para bautizar los surcos que
agrupa el plástico: “estromatolitos”, “ictiosauria”, “amonite”, “bloques
erráticos”, etc (cada una explicada por Rafael en la sumilla de BandCamp).
Sonidos de enjambres binarios (“Amonite”),
perfecta síncopa de precisión clínica (“El Ciclo De Las Rocas”, circa el Tecno
de Daniel Melero), inexpugnable densidad vítrea (“Manto De Hielo Patagónico”),
gélidos strings digitales (“Estromatolitos”), bronco dark ambient inoculado de
chillones órganos eclesiásticos de pelaje sintético (“Bloques Erráticos”). Los
climas sonoros en Tiempo Profundo recorren con ritmo sostenido comarcas
ambientales pletóricas en incertidumbre y suspenso, apertrechándose de un synth
completamente deconstruido -algo así como el lado Z de Chris & Cosey. Si
hay momentos de reposo, éstos son devorados con celeridad por evoluciones
ominosas, casi carpenterianas.
Inicio y epílogo del álbum sortean este modus
operandi con desigual destino. Mientras que la pieza titular es una zarabanda
de ruidos binarios generados aparentemente al azar, que acaba desbarrancándose hacia
preternaturales abismos lovecraftianos (en sintonía con el sutil guiño de la
portada), “Primer Fuego En Karukinka” es un tema solemne, que oscila entre
crepuscular y angélico. La flama encendida por los primeros seres humanos
habitantes del extremo sur en lo que tras cientos de años sería suelo Selk'nam,
ciertamente, marca el final de una era y el inicio de otra. Por eso “Primer
Fuego...” muta el cariz al aproximarse a sus cuatro minutos para derivar en un
panegírico lleno de emotividad y vitalidad. Laudable.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 28 de septiembre del 2022.)
A despecho de sus ya más de cuatro décadas de
historia, el dark rock -dark-gothic, para más inri- sigue reverdeciendo de
cuando en cuando laureles. Que lo diga si no el darkwave, ¿subgénero?
¿estética? que de un tiempo a esta parte ha reflotado las mayores revelaciones
de la sonoridad oscura que caracterizase a los primeros 80s, levantando de paso
muchas escenas do quiera éste recala -con la (¿honrosa?) excepción de Perú, que
a mediados de los 00s terminó de exprimir el imaginario darkie hasta secarlo.
A los muchachos de Parasomnia les ha tomado
poco menos de un bienio firmar el debut en largo. Luego del epónimo extended
play que les diera a conocer, los santiaguinos se han movido sin descanso, fogueándose
en directo o aupando cualquier iniciativa proveniente del próspero circuito
darkwave mapocho. Y aunque su estreno en corto daba cuenta de no poco talento, era
bastante claro que el siguiente paso a encarar debía ser sí o sí hacia adelante,
despejando cualquier duda que echase sombras de más sobre el porvenir de los chilenos.
El EP de hace un par de años me permitía
hablar de un purismo elástico, razonable. En Vigilia, ese purismo hegemónico
se ha vuelto menos dúctil, más acerado. Lejos ya de las influencias post punk -la
única que persiste es la de Joy Division, que igual puede leerse como antecedente
dark-; Franco Reyes (guitarrista), Mauro Rojas (vocalista), Francisco Cerda
(baterista) y Sebastián Gonzáles (bajista) se ponen bajo el signo de La Cura más siniestra y del tenebrismo
liviano de Skeletal Family. En lugar de convertirles en un pesado tanque blindado,
ese ajuste les reditúa el atributo de la serenidad, sin por ello descollar
distantes. Al contrario, números como “Asesinos”, el vigor trepidante de “Joane
Florvil”, “Cuerpos Digitales”, “Imagen”, “Ciudades Fantasmas” y “Bernardo” son
expeditas muestras de una presteza oscilando suntuosa entre el darkwave y el
gothic pop.
El tópico de las líricas se halla asimismo
vinculado al de los avances respecto de Parasomnia EP. Las figuras en
que abunda actualmente la prosa del hoy cuarteto están más enraizadas en torno a las
nuevas dimensiones que la tecnología digital ha instaurado en la vida humana
(cf. “Imagen”). Se percibe, pues, una mayor firmeza en este apartado: todavía falta
una pizca de sutileza, de sublimación, pero esa meta se vislumbra ahora mucho
más cercana. La evidencia asoma clara al aparecer de pronto el remanso del CD,
en la segunda parte. “Gritar Gritar”, “Es Destrucción” y sobre todo “Humo”, que
califica como el quejumbroso mid-tempo baladesco de Parasomnia; disminuyen las
revoluciones en comparación con el resto del repertorio. Por suerte, la entrega
es la misma.
La cadencia ronroneante del bajo, el corte
gélido de la eléctrica, la insistente parquedad de las baquetas; eran cualidades
que ya se destacaban en el extended previo. Aquí son reeditadas, lo mismo que
el hermanamiento que presumo existe entre el ADN de los sureños y el de sus
desaparecidas contrapartes peruanas: Bajo Sospecha, Sor Obscena, el extinto
lado ochentoso de Catervas, Danza Rota, La Devoción, Cenizas, Textura...
Referente ineludible en la movida
independiente de Gran Valparaíso, tenía en carpeta escuchar de todas maneras la
première de Jurel Sónico al lado de Los Impuros, editada físicamente por
la estupenda label española Hotel Records en julio. El alias artístico de
Claudio Manríquez acreditaba el suficiente trajín -el año pasado con Hammuravi,
el anterior con Adelaida, mucho más atrás con Mowasee y Lisérgico- como para
prestarle oídos a esta nueva incursión sónica. Y sí, se trata de un debut interesante,
que te exige algo de paciencia y también de preparación.
La primera vez que mis tímpanos recorrieron Flores Plásticas, éstos le encontraron algo de semejanza con el Hulahop
(1997) de Mercromina, banda ibérica muy subvalorada y apenas conocida en estas
regiones del globo (aún cuando es descendiente directa de ese grupazo que
responde al chaplín de Surfin’ Bichos). Hoy, ese parecido se ha diluido al
mínimo, pero al principio surgió espontáneamente; siendo gradual y bastante
arduo el proceso de su desvanecimiento. La conexión se presenta debido a que ambos
trabajos se valen a partes iguales del indie y de esa zona liberada donde se
entreveran el shoegazing y el output alternativo de los 90s inclinado hacia el
ruido guitarrero. A diferencia de los de Albacete, mejor dispuestos a la
sofisticación del dream pop, los porteños/penquistas se abandonan al irredento influjo
del tosco noise rock.
El periplo de Flores Plásticas, entonces,
se acerca de continuo más al cajón de sastre alternativo usamericano de copiosos
niveles decibélicos. Tras el relativamente calmo despegue de “Robot (De Juguete)”,
el Big Muff comienza a azotar los amplis con potencia extrema en las fragorosas
“Tragaluz”, “La Noche” y “Cabeza De Muñeca”; esta última una llameante acometida
a lo Porno For Pyros circa ’93. Junto a la arrojada “Distorsión”, “Cabeza...”
enfatiza esta similitud farrellesca merced a las gritantes vocales del ex Lisérgico. Y aunque en “Amatista” raciona el quinteto las energías, el espíritu
colectivo mostrado hasta este punto permanece indómito.
“El Blanco Ya No Es” inaugura una segunda
mitad más variopinta en lo que al registro de JS&LI atañe. El hito que comporta esa canción, por ejemplo, anuncia una baja abrupta de esteroides -que
irá revirtiéndose si bien no sostenida, sí progresivamente. Si “El Blanco...” tiene
la fibra de un parsimonioso movimiento acústico, ocurriendo lo propio con la
otoñal “Sin Dormir” (que preludia el fin de la jornada), a través de la trilogía
“Salix”-“Temporal”-“Volcano” el combo recupera posiciones gracias tanto a las
paredes electrificadas de tres guitarras como a la solidez de un bateo contenido/sobrio/ejemplar.
“Volcano” y su casi nula fidelidad, en particular, me sabe a pista paradigmática
de toda la placa pese a su coqueteo ulterior con el stoner: es el de Flores
Plásticas un indie rock bullicioso, envuelto en lienzos negros.
Correcto arranque de Jurel Sónico (voz y guitarra)
al lado de Los Impuros -Tomás Pérez en la teba, Joaquín Roa y Ricardo Cepeda en
guitarra y coros, Mort en el bajo-, grabado en Concepción entre febrero y abril
del año en curso. Manríquez firma todas las composiciones.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 15 de junio del 2022.)
En los bytes que le dedica desde su cuenta BandCamp,
la incesante discográfica serenense Templo Sagital afirma de Barricada Sonora
que es/¿fue? un colectivo de ¿músicos? ¿no-músicos? espontáneamente organizado para
plantar cara a las violentísimas represiones policiales que el fascismo
neoliberal chileno avaló una vez desbordada la insurrección popular allende Tacna.
Durante meses, cada viernes esta mancha informe resistió a los carabineros,
apuntalada por la población civil que tomó parte en las protestas a lo largo de
Chile.
Lo que la independiente no precisa -pero tímidamente
sugiere- es si hubo un punto específico alrededor del cual se abroqueló esta
tropa indeliberada. Aunque las circunstancias del levantamiento señalarían a la
Plaza Baquedano, hoy rebautizada Plaza De La Dignidad (comuna de Providencia,
Santiago De Chile), en cualquier caso el primer material grabado por Barricada
Sonora se efectuó en Valpo. Dicho registro toma el nombre genérico del local en
que se instalaron los ejecutantes para su realización, perteneciente a la
categoría denominada “casas de abandono”: inmuebles añosos en radio urbano que
actualmente cumplen la función de galerías abiertas.
De una única toma, que traspone la barrera de
los 38 minutos, se compone el debut de BS (3/12/21). Dadas tanto la orientación
del colectivo como su génesis, “Casa Del Abandono” tiene mucho de performance
libre, desencorsetada y cómodamente instalada en las periferias del pop
contemporáneo. Ecos de música concreta reverberan a través de las nutridas salvas
de ruidos de naturaleza cacofónica, sobre todo aquellos originados en cuerdas
vocales y gargantas humanas, que inequívocamente remembran el antiarte de Dadá
y de Fluxus. Sin embargo, también hay muchas improntas que remiten a lo que hoy
se entiende por “composición electroacústica contemporánea”: sonidos que
micrófonos de diversa índole han captado, interpolados a partes iguales con
otros cuya ascendencia y tratamiento apuntan a medios digitales.
Entre un ritualismo artístico que mana
surrealista y la apocalíptica filiación avant de un free jazz extraterrestre; la
improvisación de Casa... vacila, con la habilidad de un derviche, sobre
la tenue línea que separa a unos genios del non-sense como los Residents, de una
partida de bárbaros ejemplarmente inhábiles para empuñar instrumentos de
cualquier tipo. Y si bien hacia el final la pieza resiente un poco la
dilatación a que se le somete, quedan en azul las cuentas gracias al desafío de
su propuesta y a su sentido de compromiso con los ideales que ésta ha abrazado -anticapitalismo
y rupturista otredad. Lo triste es no saber si la experiencia de Barricada
Sonora tendrá continuidad o si fenece con el derrumbe de la hegemonía neoliberal
en el espacio sociopolítico mapocho.
En inimaginable giro, la primera entrega de
Música Casual para la peruana SuperSpace Records abandona por completo el cariz
electrónico que le había distinguido durante cinco discos, desde que rompiese
fuegos en ’18 con Untitled (publicado por una label también perucha,
Chip Musik Records). Para el nuevo título, Rodrigo Mardones encomienda el sino de
su proyecto individual a un formato acústico prácticamente al 100% -algo así
como hacerle saltar de ésta a otra realidad posible, sin inmutarse.
Cancionero es un ejercicio de
cinco pistas y media hora de duración, que arranca con “Instrumental 1”... ¡¡¡¡a
golpe de guitarra electroacústica!!!! Del tema se desprende un cierto olor a
folk lo mismo que a la draconiana parquedad de los Low de segunda mitad de los
90s (cf. Songs For A Dead Pilot EP). Lo fi indescifrable en su
achoramiento, la turbiedad que exuda el track se extiende hasta su gemelo y
cierre de jornada, “Instrumental 2” -más cerca éste de la atractiva impericia pedestre
de un Daniel Johnston.
En medio del sándwich, quedan “Gregorio”, “Rumbo
Al Sur” y “En Las Ventanas De Mi Mente”. Tres surcos que se pintan tanto más
prolijos, pese a estar cercados siempre por un recio/reacio minimalismo que me
arriesgaría a calificar de “drónico” -es eso, o la poética sadcore de su
lánguido pulseo guitarrero. El color predominante en ellos es el del indie
noventero con más que ocasionales accesos lisérgicos (“En Las Ventanas...”). El
tempo es similar, como también ese cansino estado de ánimo que a veces nos
podía a quienes generacionalmente nos identificábamos con la “X”, cuando los
últimos diez años del siglo pasado comenzaron a apagarse; y que copa cada rincón
del espíritu de estos surcos.
Interesante que tanto “Gregorio” como “Rumbo
Al Sur” sean sendos esfuerzos por enfatizar la importancia/funcionalidad de las
letras, atributo que hasta ahora el santiaguino no había cultivado, habida
cuenta del perfil previo que el unipersonal esgrimía. En ambos casos, la
composición de las líricas es tributaria del estilo de William Burroughs. Con
matices: mientras que “Gregorio” se apega más a la técnica del cut-and-paste
pletórica en automatismos, “Rumbo Al Sur” literalmente duplica casi cada frase de
la letra, lo mismo que la cantidad de rasgueos por compás.
¿Cambio de paradigma? ¿Transustanciación? ¿O
travesura en plan de diversión/exploración? Mardones tiene la palabra. Un poco
más de filo en la espada, nomás, si es lo primero.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 3 de noviembre del 2021.)
#AguanteChile.
Durante las calendas de septiembre, la intrépida
escudería independiente serenense Templo Sagital colgó para free download el epónimo extended debut de Beat Cancino (sic). Este EP ya se había colgado bajo la misma
modalidad de descarga en agosto del año pasado, desde BandCamp propio, sólo que
anunciado como demo. Para el relanzamiento de hace dos meses, no se opera
ningún update respecto de las tomas originalmente subidas.
Lo de Beat Cancino asoma acto unipersonal santiaguino
que se ciñe al anonimato tercamente -cero información pública. Templo Sagital,
por su lado, nos cuenta que el man es Luis Valdebenito; quien batea para los
noisers de Vaso De Leche, para los hardcore-punks de AlgoTerror y para los
indies free-form-freak-out de Fracaso. La discográfica, además, glosa el
material a disposición tildándole de post punk cinemático e industrial. Las
toscas-pero-inalterables percusiones machaconas y filo-metálicas tanto de “Ruido”
(el despegue) como de “Hay Tabla” (el amartizaje) proporcionan ribera
suficiente, en efecto, para hablar de cierta inclinación hacia la música
industrial. La parquedad y precisión de las síncopas en el resto del artefacto
-con excepción de “Tema Para Un Final (De Película Que No Existe)”- avalan la
alusión a piezas sonoras de movimientos tangibles/mesurables que acaecen en
tiempo y espacio.
Post punk, en cambio, es un marbete más
difícil de sustentar. Las primeras escuchas remiten por descarte al período ’77-’84,
si bien no permiten establecer claras analogías con Wire, P.I.L. o Gang Of Four.
Varias vueltas después, se hace factible pensar en una versión prehistórica de
bandas más periféricas, tipo This Heat o The Pop Group en sus ratos menos
accesible. Al final, aunque te das cuenta que el sonido de BC es ubicable en los
días señalados, también notas que no proviene de la misma cepa. Lo suyo está
más influenciado por “anormalidades” como Nurse With Wound (la errática “Cría”)
o los visionarios Zoviet France (la impetuosa “Grises”).
Ígneas eléctricas angulares, un registro en
el micro que prefiere el spoken word a la vocalización convencional, atmósferas
brumosas que se alejan del cliché “oscurito”... Entre el after punk más
experimental y el industrial de garage, Beat Cancino se ha hecho de un sitio despachando
siete afilados zarpazos de rock agreste y raudo en poco más de quince minutos.
Suficiente para empezar.
En activo siete años, Sello Fisura trabaja en
los límites que comparten el indie del nuevo siglo y la electrónica de libre
código que de-evoluciona hacia la música rock. Un catálogo de referencias
puntuales, por demás atractivas, es el que maneja la label capitalina: ha
sostenido el reentré de Columpios Al Suelo y Dolorio & Los Tunantes, aparte
de haber reeditado tanto el Monstrws (2019) de Maifersoni como el disco
de su guitarrista Enrique Elgueta en comandita con el aedo Juan Santander (Que
Ningún Sentimiento Amanezca En Su Casa, 2020). Y ha liberado desde octubre la
serie Laboratorio De Malestar: cinco entregas que recopilan improvisaciones
realizadas por diversos músicos entre noviembre y diciembre del 2019 -esto es,
las primeras semanas del levantamiento ciudadano en el hermano país del sur.
Encargado de los teclados en Niños Del Cerro,
Diego Antimán reestrena faceta solista cambiando de alias -de CVSPER,
clausurado en el 2016, a Valet. Adore EP consta de cuatro números que en
realidad son tres. Emparejados/entrelazados el primero con el segundo y el
tercero con el cuarto, escuchar el “pareado” de entrada deja en evidencia que “Espejismo”
y “Vacío” son secciones de una única pista, lo que no sucede con “Febril” y “Halo”.
Las influencias fagocitadas por Valet provienen del ritualismo rave de fines de
los 80s: el angst pirético del trance, el house de consumo masivo, incluso el aborrecido
eurobeat de los primeros 90s... Lo curioso es que dichas influencias no son
abordadas siempre de manera frontal.
La dupla que arranca con “Espejismo” empieza
enclavada en el ruido angélico del bliss digital. Después de un breve
crescendo, al promediar minuto y medio sube a superficie una tremenda guiñada
trance a lo Paul Oakenfold, desarrollada durante 60 segundos. Tras del
diminuendo necesario para desacelerar las pulsiones, el lector pasa
imperceptible a “Vacío”, donde a partir del minuto y 20 segundos el aura rave se apropia rápida y paulatinamente del escenario -sampleo del mamarrachiento “clásico”
eurobeat de Sannie Charlotte Carlson (a) Whigfield “Saturday Night” incluido
(malditas sean las neuronas de mi cerebro que retienen ésta y demás información
similar).
El sucinto camino de “Febril” no es distinto.
Los orgiásticos estallidos trance comienzan antes del minuto, y llegan a su
punto culminante hacia el epílogo del tema, hermanado con “Halo”. El cambio se
produce, si bien de golpe, también con naturalidad, sin traumas. Es éste el momento
más valioso del EP, donde se apuesta por el techno tribal a un paso de metamorfosearse
en IDM de tintes étnicos. Ojalá Antimán, se decida por este último rumbo.
Al parecer, cierra Rodrigo Mardones para Música Casual la persiana del 2021 -Fluir, cuarto largo de la entidad,
abría el listado de lanzamientos del año en Chip Musik Records- con un extended
que modera la vigencia de algunos principios regentes en su estética sonora desde
la concepción misma. Pese a que el arquimédico punto de apoyo continúa siendo
la improvisación non-sense/surrealista, prima en Hegemonías EP una
metodológica deconstrucción del Ruido engendrado por ese proceso.
Deconstruido aquello que produjese espontáneamente,
en torno suyo Música Casual elabora despedazadas secuencias completamente
desiguales entre sí, de tamaño y densidad variable, que yuxtapone y enhebra
para lograr percutir los surcos recogidos en el extended. Fraguarlas hasta
hermanarlas no ha sido tarea sencilla, no obstante. Si Mardones lo consigue, se
debe a que son las microtonales texturas sónicas drenadas/desecadas las que conforman
la substancia molecular que hace las veces de aglutinante denominador común para
porciones y astillas tan dispares unas de otras.
Cuatro suites de nombre similar y numeración
progresiva ascendente, rayanas en los márgenes/extramuros de las últimas
vanguardias de fin du siècle con derecho a llamarse tales. De las
aguijoneantes resonancias post-dub a lo Scorn que regurgita “Hegemonía 3”, a la
informe tímbrica dominante en “Hegemonía 1”. Del escuezante morphing de “Hegemonía
2”, que se balancea entre el Scanner más minimal y el Seefeel más oscuro, a la
sorda aridez abrasiva a lo PanSonic de “Hegemonía 4”, llena de punzantes zumbidos/murmullos
nocturnos. Un suculento aperitivo, el primero para la nómina de la prestigiosa
escudería Pueblo Nuevo, que deja en suspenso el camino a tomar por Música
Casual en el futuro más inmediato.
Como sucede en todo Chile (creo), el otoño en
Gran Valparaíso es de contrastes marcadísimos. Llegué allá en medio de una
tarde que fue obliterando al muriente estío gracias a una nubosa resolana
pálida, por la noche comenzó una lluvia que no paró sino hasta la madrugada del
día subsiguiente, y despidió mis pasos portuarios una calcinante ola calorífica.
Me siento más a gusto en climas fríos más consecuentes, pero esa neurosis
meteorológica también me agradó -a diferencia de la plomiza Lima, que sólo en
el verano cambia de colores por obra de su fulminante sol.
Para su esperado segundo título -el primero, Espesura
EP, data del 2015-, el binomio Hammuravi ha retrocedido un par de pasos en
cuanto a estilo cultivado. El salto hacia adelante, empero, es cualitativamente
enorme. De la aleación entre shoegazing e indie rock que martilleaba el
extended, queda muy poco, acaso apenas el inicio con “Limbos” y no mucho más. El
tándem porteño ahora navega a través de un dream pop de baja resolución,
reinterpretado desde inequívocos planos pedestres, subrayando -a semejanza del
otoño- el almíbar y la nostalgia según la composición que acometa.
Entre las que ensalzan el trote melodioso y
tierno, cabe contar la placidez lacónica de “No Dejes Que Me Lleve El Río”, la
emotividad contenida de “Estrella Lunar”, la vitalidad casi baggy de “Puñal”
(donde participa Elisa Montes, de Slowkiss y los primeros tiempos de Supernova)
o la ya aludida “Limbos”. Entre las que se acomodan mejor sublimando la aflicción
y el bucolismo que innatamente soportamos los seres humanos, se puede enumerar a
la rigurosa sobriedad de “Desaparecer”, al doble movimiento de “Esto Se Va A
Terminar”, a la mirada lánguida de “La Ciudad” y al sutil feeling acibarado de “Dímelo”.
Acompañando a estos ocho cortes, Hammuravi
adjunta otros tantos interludios, algunos de nombre tan extenso como breve es la
duración promedio de todos ellos. Aplicando nuevamente la figura del otoño,
estos fragmentos remarcan el dulzor o la melancolía que fermenta el grupo, pero
no siempre para afianzar el color del track escoltado. Mientras la sincronía es
un hecho para esquirlas como “Corre A La Estación”, “Sangres” o “Me Voy A Tirar
Al Mar, Los Peces Me Esperan”; los contrapuntos llegan de la mano de “Bailando
Con El Fantasma De Mi Abuelo”, la ¿cueca?/¿chacarera? acústica de “Mi Padre” y
el postrer suspiro de “El Principio Es El Fin”. Magnífica jugada que agiganta
la majestuosidad senescente de este Fuego Negro.
Palmas para los dos tercios de Adelaida que
sacan adelante Hammuravi, el siempre elusivo Jurel Sónico y la gran Naty Lane -la
mejor bajista de esta parte del globo, que tiende a relajar en las obras de la mancuerna
valpeña su performance vocal, al punto mimetizarse con la de Alison Shaw
(Cranes).
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 25 de agosto del 2021.)
#AguanteChile.
Poquísimas son las bandas binacionales de las
que llego a tener noticias, estén a este lado de la frontera o al otro, en este
hemisferio o en el otro. De ese reducido universo, tres de ellas han aparecido
en Chile -y de estas tres, dos cuentan con al menos un integrante de
nacionalidad venezolana, lo que proporciona una idea de la real magnitud que
alcanza la diáspora llanera: Efecto Violeta y Templos Lejanos. A la primera,
algunos de cuyos miembros tuvieron un fugaz paso por Lima, ya aludí al escribir
sobre la compilación Geometría Subterránea: Compilado Post - Punk Chile
(2019).
Toca hoy hablar de la segunda. Templos Lejanos se forma en el país de la sopaipilla y la cueca a fines del 2018. Meses
después, el ingreso del chileno Jonathan Urra (bajo) convierte al trío de su
compatriota David Hernández (guitarra) y de los venezolanos José Chirinos (voz,
guitarra) y Carlos Colmenares (batería) en cuarteto. Con esta alineación es que
se graban los singles virtuales “Mar” y “Cintas Viejas”, precedentes a la aparición
de su primer EP, Carrusel (abril del calendario en curso).
Tirios y troyanos han dado cuenta de las
cepas shoegazing y post rock cultivadas en la música que TL dispone para el
extended. Esa apreciación, a la que le falta enfatizar que se trata de lo que actualmente
se entiende por post rock, es correcta. Lo que no me queda claro es por qué el
grupo prefiere transitar la cuerda floja que débilmente separa al dream pop del
sonido que codifican Friends Of Dean Martinez o If These Trees Could Talk, si
en sus primigenios singles le fue bastante bien enfocándose en el baggy.
Asaz lejos de encallar, Carrusel EP da
la impresión de ser un registro cuya taciturnidad sólo atenúa el correr de los
minutos, y éstos apenas llegan a los 22. El hibridaje de la apertura “0”, por
ejemplo, remite ciertamente a Sigur Rós y a Mogwai tanto como a Pale Saints y a
Chapterhouse; pero la alusión a estos últimos se entiende al desmontárseles la
distorsión. Aunque la variable shoegazing se robustece a cada paso, siempre
comparte escenario con el post rock: en los primeros tramos de “Carrusel” y del
instrumental “Nada”, ondea la bandera de la aridez textural, de la iteración
tímbrica y del laxo minimalismo; reservándose para las segundas partes la
supremacía del pedal.
El punto de apoyo sobre el que Templos
Lejanos puede crecer es la nostálgica “Ruinas Del Sol”, equilibrio casi
perfecto entre uno y otro género, reforzado por esa ascendencia paulatina del
noise que subrayaba en el párrafo anterior -y rubricado por la feliz
participación de Migliz Mena, vocalista del ¿desaparecido? combo venezolano
Días De Septiembre (que editase los apreciables LPs Días De Septiembre y
Terminal), quien además ha colaborado en tierras meridionales con Rimbaud
Sin Cigarros e inaugurado carrera solista (Migliz, 2020).
Se tomó lo suyo la gente de Tobías Alcayota para
volver a los lanzamientos tras el retorno que marcase Maleza Bar (2015).
Podrías fantasear con que esta demora quizá se deba a los inimaginables
recovecos y ardides que sortearon en el lugar donde el trío parece haber residido
durante estos seis años, lugar aludido al bautizar el nuevo trabajo -pero la
verdad es que El Triángulo De Las Bermudas comporta un/otro arrebatado(r)
golpe de timón al insólito frikismo entre absurdista y kafkiano del Algo De Noche En La Isla (2002), episodio de la terna que pronto cumplirá su
vigésimo aniversario. Basta con escuchar las primeras notas de la placa para
darse cuenta de que ésta no tiene el menor empacho en hacerle honor a su
nombre.
Jorge Cabieses, Marcelo Peña y Jorge Cabargas
vuelven a vestir, entonces, la piel del mismo viejo Tobías Alcayota que hemos
conocido desde Omi (1999). Frecuentemente, ello comporta un alucinado
trip 50% histérico humor inefable/50% dadaísmo pánico. Hay algunos detalles
innovadores, no obstante, que complotan para perfilar lo que juzgo es el
concepto del álbum -un macabro elogio a la insania en clave pop. Los guiños
indiciarios a films como Return Of The Living Dead (“Horóscopo”) o Blade
Runner (“Ají Souvenir”, aunque aquí es más la machacona línea de teclados
arrancada a un Vangelis en mal viaje de ácidos que una cita textual) y la
concomitante devoción profesada a The Residents que circula como nunca antes por
los vasos capilares de la mayoría de cortes, inclinan a ETDLB hacia escarapelantes
cotas de locura que antes el terceto sugería sin exhibir en todo su extravagante
esplendor.
Esto no lo digo influenciado por temas como “Témpano”
o “Embrujada” (de sibilantes voces femeninas/incorpóreas/ininteligibles), plegarias
notoriamente dedicadas a las “artes negras”. Lo digo en atención al grueso del
resto del repertorio, al que sacuden sintetizadores vintage en plan ritual
blasfemo (“La Medusa”), violentos contrapuntos armónicos que optan por atmósferas
en semipenumbra -“Ají Souvenir”, la lúdica enloquecedoramente horra de “Oráculo”
(el video es tremenda pasteleada), los exasperantemente rechinantes vientos de “Tarka
De Neptuno”, soplados por los ¿flautistas?/¿quenistas? que acompañan al Primordial
prisionero del Caos, el dios idiota Azathoth...
Justamente estas galernas y voces chillonas, marca
registrada del casi treintañero trinomio, han sido enfatizadas al punto de
sugerir un inusitado nuevo vigor. Las destempladas vocales de la electrónicamente
iterativa “Mundo Cruel” o los pitidos insufribles de “El Lago Misterioso” -el script
de una bretoniana película non-sense- producen el mismo efecto entre ridículo y
tétrico que imprimiese a sus mejores jornadas TA, amparado en la estela de ilustres
dementes como The Residentes o de Los Iniciados (sus equivalentes hispanos).
Terror B en fase surrealista practicado por
delirantes acólitos de Pan, o también kraut rock retrofuturista de una realidad
alternativa donde el frenesí, la enajenación y la psicosis dirigen los destino
de la especie humana; El Triángulo De Las Bermudas se halla más cerca
del miedo atávico a lo H.P. Lovecraft que al jump scare del celuloide de
nuestros días. Y ni su número más convencional, que da nombre al plástico, es
capaz de apartarle media micra del Lado Oscuro.
A influencia cristiana, tanto los panteones
grecorromano y medio-orientales como los animismos de sociedades más primitivas
fueron convirtiéndose en sinónimos de abyección, barbarie, maldad y perversión.
Debieron transcurrir siglos antes de repensarse las fenomenologías de estos olvidados
cultos, diferentes en parafernalia y formalismos a las religiones reveladas,
pero muy similares a éstas en lo tocante a contenidos. Y ya que en todos lados
se cuecen habas, así como los credos abrahámicos y compañía venían en “digipacks”
junto a sus correspondientes heréticas antítesis, estas antiquísimas
cosmogonías engendraban por igual ascetas iluminados y torvos hechiceros. De ahí
que se pueda hablar de un paganismo apolíneo y de otro dionisíaco -reencarnado
este último, espero que únicamente por el lado estético, en grupos como Stalaggh
o las aterradoras Aghast.
No sé si de veras Imbaru reencarne el ideal religioso
apolíneo de la antigüedad clásica y/o su equivalente tribal araucano/diaguita/rapanui/caucahués
(táchese/reemplácese lo que no proceda), aunque todo apunta a que sí -se declara
en su BandCamp, de hecho, entidad panteísta y mística. En realidad, no sé casi
nada de Imbaru, y dudo que sean muchos/as quienes puedan decir lo contrario.
Este acto individual es sacado adelante por Caminante Silencioso, enigmático
músico originario de la zona campestre de Casablanca (comuna de Valparaíso), quien
sólo baja a los centros urbanos por presentaciones y compromisos previamente coordinados/asumidos.
A despecho de sus diez años recién cumplidos, tiene igual número de referencias
publicadas, incluyendo dos EPs y su entrega para este año, Acacia Caven.
La prolificidad es, pues, una de las virtuosas
peculiaridades de Imbaru. Otra, no menos interesante, es la flemática pero constante
maduración/transformación de su corpus sonoro: de piezas idílicamente rústicas,
abiertas y llenas de luz, la poética de CS ha evolucionado hacia parajes más
agrestes o sombríos, sin abandonar las praderas silvestres, las encrespadas quebradas,
la peñolería infinita de montañas y cordilleras; que enmarcan su hábitat. Asimismo,
es necesario destacar el protagonismo central de la guitarra en esta historia,
toda vez que el sonido Imbaru es acústico casi al 100% -ocasionalmente pueden
escucharse otros instrumentos, como el bansuri (flauta traversa indo-paquistaní),
el bombo leguero, el violín o el piano; convertido este último en la médula de Sesiones Oníricas, uno de los dos volúmenes que el sureño publicara en el 2015.
Justamente en “Acacia Caven III: Serenidad” y
en “Interludio: Bajo La Sombra De Un Quillay”, el piano se deja escuchar en bucólica
ejecución, precedido por ruidos captados en bosques esclerófilos (de vegetación
xeromórfica), abundantes en Chile y a los que está dedicada la rodaja (“acacia
caven” es la denominación científica del espinillo, también conocido como
espino o aromo). Incrustadas, estas fragmentarias grabaciones hacen las veces
de evocativos interludios entre new age y enoidales. Verdad que siempre han apuntalado
la naturaleza rural de las creaciones del músico (el rumor del viento en “Espejos
De Agua”, de El Inherente Sentir De Los Árboles, 2015), pero en Acacia
Caven su empleo les hace recurso común: trinos de aves y el estrépito de la
lluvia al caer (“Outro A Acacia Caven”), la jubilosa “comidilla” canora
dispuesta como las grecas de un prefacio (“Acacia Caven I: Fragilidad”), el
sedante sonido del agua que fluye alborozada (“Acacia Caven II: La Llegada”)...
La principal fuente que alimenta esa
naturaleza rural, empero, es resultado del reprocesamiento del neofolk europeo.
Se siente más como un folk oscuro, padre de melodías no totalmente apacibles,
en cuya geórgica melancolía se cuelan extrañas digresiones armónicas. Ayudado
durante el maelström creativo por un ambient acústico minimalista y por una world
music de ascendencia neoclásica, ahora Imbaru parece tocar sólo para que Natura
le escuche, entienda y disfrute. Su solemne paganismo pastoril es el que
escucharíamos de unos Dead Can Dance con sabor mapuche. El novedoso plus de una
inalterable percusión al ralentí que remite instantáneamente a la chacarera,
hace de Acacia Caven la obra más versátil del autor, tan proteico como
un derviche para sortear el asedio incluso de la prensa especializada
independiente.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 21 de julio del 2021.)
#AguanteChile.
Rafael Cheuquelaf parece tomar decidido la
senda del andar solitario. Ello sin menoscabar, obviamente, la labor que
realiza junto a su partner Héctor Aguilar en Lluvia Ácida -el grupo con que
cobrase notoriedad dentro de los circuitos electrónicos independientes latinoamericanos.
Choike EP (2019) queda ungido, pues, como el primer hito en una ruta que
asoma tan fructífera como la del excelente tándem magallánico.
A diferencia del extended debut, Austronáutica (Pueblo Nuevo) es un opus conceptual-en-tanto-planeado, lo que le pone algunos metros por
delante de su predecesor: todos sus cortes fueron registrados, en efecto, el
año pasado. Le suma, asimismo, que se desmarque visiblemente respecto de lo
hecho por LLA -y que, a la vez, esa desvinculación no sea definitiva ni tajante.
“Microplásticos” es quizá el único canal de la rodaja que trae a la memoria al
binomio Aguilar-Cheuquelaf. El resto prefiere ir trepado sobre el lomo de otros
géneros, dotados de sensibilidades distintas, una de las cuales destaca por
encima de las demás.
Esa sensibilidad es la del synth pop. No bien
empiezan a sonar las notas de “Austronáutica”, track epónimo de apertura, los
tímpanos son sacudidos por un brioso synth de dosificada estética Hi-NRG bien
80s. Sin ser constante, esa impronta es la que más presente se halla: en la
subsiguiente “Estación Meteorológica”, por ejemplo, el músico homenajea a Klaus
Schulze y Tangerine Dream, colosos del kraut rock en su variante Berlin School.
Luego de una prolongada introducción con mucho de ambient, “Estación...”
despega hacia el ludismo synth de notas a punto de transformarse en (irrli)chirriantes.
Por otro lado, “Últimos Humanos En Patagonia” bebe tanto del Jarre más
inspirado como de los Kraftwerk cosecha Computer World (1981) para una
segunda mitad claramente synth, a la manera en que podrían percibirse “Endurance”
(Antártikos, 2004) o “Expedición Científica Antártica” (Ciencia Sur,
2017), magníficos clásicos en el repertorio de Lluvia Ácida.
Matizado por patrones rítmicos con los que muy
poco o nada tiene en común (trip hop en “Bajo La Vía Láctea”, IDM de medios
tiempos y líneas épicas de sintetizador en “Antenas En La Pampa”), catalizado
por el dub y la synthwave, el synth pop impone su signo en este Austronáutica
-que tiene como cumbre el genial híbrido entre synth e intelligent techno de “Radiación
UV”.
El disco, sin embargo, está muy lejos de
corresponderse con el imaginario del synth original. Como pasa también con LLA,
Cheuquelaf compone y ejecuta desde las propias destrezas y pericias vitales que
Magallanes le ha impartido durante décadas. Los pistones podrán acelerar la
marcha, pero la placa nunca abandona la mirada serena en derredor de esa Última
Tierra que el autor habita: antenas cual menhires, estaciones tecnológicas como
refugios en medio de las solitarias inmensidades patagónicas, la perenne
presencia de la Vía Láctea haciendo las veces de techo del mundo... Un valioso ejercicio
con que arroparse los oídos en estos días de añorado invierno.
De la undécima región a la cuarta. Sin mucho
aspaviento, hace poco más de un año publicó Falla su homónima puesta de largo. ¿Qué
quién o quiénes son Falla? Apenas si encuentras dos, máximo tres líneas de
información en Internet. Que es un dúo, se deduce de la imagen que acompaña al
link de YouTube donde se ha colgado el álbum. Que proviene del puerto de
Valparaíso, lo confirma la mezcla de Falla, realizada en el estudio 8
Beats de Nicolás Cuevas. Que el protagonismo lo monopolizan un bajo y una batería,
con prácticamente inexistente margen para el lucimiento de otros instrumentos, queda
establecido tanto en su página de SoundCloud como en el testimonio que brinda el
propio estreno.
Pese a su abierta confesión punk, el sonido
de Falla está inequívocamente ligado al del áspero, adrenalínico indie de los
90s. Forzando un poco la figura, también se le puede asociar al de aquello que
entonces se conocía como “rock alternativo”. Más ajustado a la verdad es, pues,
referirnos al binomio como incordiante heredero mapocho de Dinosaur Jr., The
Folk Implosion o Superchunk -así como tributario de la venerable tradición
indie chilena que legasen diAblo/El Diablo Es Un Magnífico, Mostro o Niño Símbolo; e ilustres ad-láteres (Don Fango, Supersordo).
Descarnados riffs oblicuos de bajo, desprolijas
baquetas explorando con crudeza distintas pulsiones para acomodarles según convenga
(“Fuga”, “Mufla”), la omnipresencia de ese lo fi caro al indie que cubre todo
con su manto de desparpajo (cuando no desfachatez)... Números como “Ácido
Folklórico”, “Bolearte” o “Maca” documentan una austera economía de medios lo
bastante implacable como para aprovechar al máximo cada recurso disponible. E
incluso ésos que advinieran con el Año Cero 77: el dueto saquea el ascendiente
punk, expuesto sin cortapisas en la pareja de temas “Canción De Amor”-“Canción
De Furia”, empleando la muletilla tremendamente acelerada del hardcore -“Alternova”,
“Baile Nacional”.
Opera prima potente y aconchasumadrada la de
Falla. Catorce canciones militantes, llenas de ruido antifascista, donde a
todos les cae por igual. Una vivificante bocanada de aire fresco, tan necesaria
para recuperar la urgente simplicidad de la consigna, casi bakuniana en estos
tiempos de agiotismo mainstream, del “hazlo tú mismo”. Una única duda: ¿son
trece o catorce surcos? Mientras que en SoundCloud el track list acaba con “Fuga”,
en YouTube se adiciona al colofón la incendiaria “Hippie Punk”.
(Publicado originalmente en mi cuenta
Facebook el 7 de abril del 2021.)
#AguanteChile.
Vuelve Rodrigo Mardones a Chip Musik -plataforma
que pusiese a consideración su arisco debut Untitled (2018)- tras la
experiencia de dos trabajos autoeditados, Ensamblar y Vitalismos (los
dos en el 2020). Dicho retorno, a despecho de las apariencias, involucra una
exploración en el Sonido antes que en el Ruido.
Fluir consta de dos temas
que, en conjunto, bordean los tres cuartos de hora. En la medida en que son perfilados
como improvisaciones, y se han concebidos utilizando automatismos equivalentes
a los de la escritura mediúmnica, se desprende de ellos un cierto sesgo
surrealista; que tiene a maltraer cualquier atisbo melódico invocado por el yo vigil
del individualista. Otro rasgo en común es el movimiento de sus ondas sonoras,
aludido acaso inconscientemente al bautizar el disco: en “Subir Las Montañas” y
“Bajada” no vislumbro, según corresponda, ascensos o descensos verticales -sino
un desorientado(r) ejercicio de trekking que mana permeando/anegando etapas.
Predeterminada por una topografía anómala -de
erráticos picachos imprevistos y glitcheadas mesetas deprimidas-, por una
geometría difusa -de, como diría Lovecraft, “ángulos convexos que se comportan
como cóncavos”-, por una geografía irregular -de voluminosos istmos lacunares y
noisicas bahías drenadas-; la piedra filosofal del cuarto largo que firma Música Casual es
el impromptus. Pueden identificarse decenas de ellos, loopeados discontinuamente
o hasta el infinito, inalterablemente o hasta la deformidad, a lo largo del
ejercicio. Enturbiada o prístina, su insistente presencia es la que cohesiona
el conjunto.
Si es necesario ponderar algunas características
particulares, diría de “Subir Las Montañas” que la tirantez que epata es
consecuencia de los procesos que acomete Mardones -más sus secuaces de ocasión: César Tapia, Ricardo Guzmán, Karl Lihn- y los crispantes sonidos analógicos/digitales
que de ello se derivan. De “Bajada”, en cambio, escribiría que potencia la
sensación de incipiente onirismo sónico pese a comenzar mostrándose como un
reprise de los instantes finales de “Subir...” -percepción que se desvanece antes
de llegar al minuto. Obviando estas peculiaridades, lo que queda es un álbum electrónico
de quimérica arquitectura e inquieto palpitar astral. El arte es de Marcelo Buscaglia.
Extraño caso el de Los Fractales. Las costas
de Valpo les ven formarse como grupo a mediados del 2019. Excluyentemente instrumentales,
debutan poco más de un año después con el mini-LP Vol. I (octubre). Luego
de veinte días, ya en noviembre, aparece en el mismo formato el Vol. II.
Tras dicha publicación, los portuarios cesan toda actividad en su página
oficial de Facebook, que no consigna sino mendrugos de información. No pasaría
mucho antes de que decidieran borrar de BandCamp su primera referencia, y por
ende la opción de descarga gratuita que ésta dispensaba. Si todavía están en
activo, es por ahora un enigma para quienes vivimos fuera de Chile.
En Vol. I, el combo ya esbozaba los lineamientos
generales que ha escogido como input: un regato de sostenida vitalidad, que tan
pronto suena a surf music como a dark de poso experimental y a jazz de despercudido
groove. Los propios Fractales acuñaron los términos de “surfwave” y “no jazz” para
identificar su propuesta -una que asimismo apela a técnicas lo fi para presumir
de áspera/rústica, sin por ello dejar de sugestionar briosa, intensamente.
Ejemplos prominentes de esta múltiple confluencia son “No Mar/No More” (con un swing
no exento de arabescos), “NOJAZZ” (voluptuosa pista de tres tiempos) y la
darkie “NO FUTURE”. El lunar de la cinta: “Malos Pasos”, entre punk y no wave.
Con diferencia de dos tercios de mes,
previsiblemente Vol. II no hace sino reafirmar el itinerario trazado por
su predecesor, corregido y aumentado. A una mayor duración en el promedio de tracks,
se suma el uso de voces, si bien todas ellas ininteligibles -es probable que repescadas
de productos audiovisuales, aunque no lo puedo asegurar. Sin apartarse del metodismo
lo fi, la formación desarrolla composiciones como “Nina/Curo” y “YIN YIN” más
sobre bosquejos divagantes y desparpajados. Por oposición, una síncopa mitad
pop mitad jazzy atornilla al piso números como el enérgicamente circular “Perdón
Japón” y el trippero/groovy “MYSTERIA” (de elogiable guitarra rítmica).
Manufacturados ambos títulos en cassette (o
eso es lo que inducen a pensar las portadas), Poxi Records debería pugnar por
fichar a Los Fractales -no confundir con los santiaguinos que tienen el mismo alias,
pero prescindiendo del artículo-. Suponiendo que éstos sigan juntos, claro. Y
es que LF poseen todo lo necesario para encajar en el catálogo de la independiente:
su sonido, su estética y su ética hacen de ellos dignos pares de Talismán.