(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 25 de agosto del 2021.)
#AguanteChile.
Poquísimas son las bandas binacionales de las que llego a tener noticias, estén a este lado de la frontera o al otro, en este hemisferio o en el otro. De ese reducido universo, tres de ellas han aparecido en Chile -y de estas tres, dos cuentan con al menos un integrante de nacionalidad venezolana, lo que proporciona una idea de la real magnitud que alcanza la diáspora llanera: Efecto Violeta y Templos Lejanos. A la primera, algunos de cuyos miembros tuvieron un fugaz paso por Lima, ya aludí al escribir sobre la compilación Geometría Subterránea: Compilado Post - Punk Chile (2019).
Toca hoy hablar de la segunda. Templos Lejanos se forma en el país de la sopaipilla y la cueca a fines del 2018. Meses después, el ingreso del chileno Jonathan Urra (bajo) convierte al trío de su compatriota David Hernández (guitarra) y de los venezolanos José Chirinos (voz, guitarra) y Carlos Colmenares (batería) en cuarteto. Con esta alineación es que se graban los singles virtuales “Mar” y “Cintas Viejas”, precedentes a la aparición de su primer EP, Carrusel (abril del calendario en curso).
Tirios y troyanos han dado cuenta de las cepas shoegazing y post rock cultivadas en la música que TL dispone para el extended. Esa apreciación, a la que le falta enfatizar que se trata de lo que actualmente se entiende por post rock, es correcta. Lo que no me queda claro es por qué el grupo prefiere transitar la cuerda floja que débilmente separa al dream pop del sonido que codifican Friends Of Dean Martinez o If These Trees Could Talk, si en sus primigenios singles le fue bastante bien enfocándose en el baggy.
Asaz lejos de encallar, Carrusel EP da la impresión de ser un registro cuya taciturnidad sólo atenúa el correr de los minutos, y éstos apenas llegan a los 22. El hibridaje de la apertura “0”, por ejemplo, remite ciertamente a Sigur Rós y a Mogwai tanto como a Pale Saints y a Chapterhouse; pero la alusión a estos últimos se entiende al desmontárseles la distorsión. Aunque la variable shoegazing se robustece a cada paso, siempre comparte escenario con el post rock: en los primeros tramos de “Carrusel” y del instrumental “Nada”, ondea la bandera de la aridez textural, de la iteración tímbrica y del laxo minimalismo; reservándose para las segundas partes la supremacía del pedal.
El punto de apoyo sobre el que Templos Lejanos puede crecer es la nostálgica “Ruinas Del Sol”, equilibrio casi perfecto entre uno y otro género, reforzado por esa ascendencia paulatina del noise que subrayaba en el párrafo anterior -y rubricado por la feliz participación de Migliz Mena, vocalista del ¿desaparecido? combo venezolano Días De Septiembre (que editase los apreciables LPs Días De Septiembre y Terminal), quien además ha colaborado en tierras meridionales con Rimbaud Sin Cigarros e inaugurado carrera solista (Migliz, 2020).
Jorge Cabieses, Marcelo Peña y Jorge Cabargas vuelven a vestir, entonces, la piel del mismo viejo Tobías Alcayota que hemos conocido desde Omi (1999). Frecuentemente, ello comporta un alucinado trip 50% histérico humor inefable/50% dadaísmo pánico. Hay algunos detalles innovadores, no obstante, que complotan para perfilar lo que juzgo es el concepto del álbum -un macabro elogio a la insania en clave pop. Los guiños indiciarios a films como Return Of The Living Dead (“Horóscopo”) o Blade Runner (“Ají Souvenir”, aunque aquí es más la machacona línea de teclados arrancada a un Vangelis en mal viaje de ácidos que una cita textual) y la concomitante devoción profesada a The Residents que circula como nunca antes por los vasos capilares de la mayoría de cortes, inclinan a ETDLB hacia escarapelantes cotas de locura que antes el terceto sugería sin exhibir en todo su extravagante esplendor.
Esto no lo digo influenciado por temas como “Témpano” o “Embrujada” (de sibilantes voces femeninas/incorpóreas/ininteligibles), plegarias notoriamente dedicadas a las “artes negras”. Lo digo en atención al grueso del resto del repertorio, al que sacuden sintetizadores vintage en plan ritual blasfemo (“La Medusa”), violentos contrapuntos armónicos que optan por atmósferas en semipenumbra -“Ají Souvenir”, la lúdica enloquecedoramente horra de “Oráculo” (el video es tremenda pasteleada), los exasperantemente rechinantes vientos de “Tarka De Neptuno”, soplados por los ¿flautistas?/¿quenistas? que acompañan al Primordial prisionero del Caos, el dios idiota Azathoth...
Justamente estas galernas y voces chillonas, marca registrada del casi treintañero trinomio, han sido enfatizadas al punto de sugerir un inusitado nuevo vigor. Las destempladas vocales de la electrónicamente iterativa “Mundo Cruel” o los pitidos insufribles de “El Lago Misterioso” -el script de una bretoniana película non-sense- producen el mismo efecto entre ridículo y tétrico que imprimiese a sus mejores jornadas TA, amparado en la estela de ilustres dementes como The Residentes o de Los Iniciados (sus equivalentes hispanos).
Terror B en fase surrealista practicado por delirantes acólitos de Pan, o también kraut rock retrofuturista de una realidad alternativa donde el frenesí, la enajenación y la psicosis dirigen los destino de la especie humana; El Triángulo De Las Bermudas se halla más cerca del miedo atávico a lo H.P. Lovecraft que al jump scare del celuloide de nuestros días. Y ni su número más convencional, que da nombre al plástico, es capaz de apartarle media micra del Lado Oscuro.
No sé si de veras Imbaru reencarne el ideal religioso apolíneo de la antigüedad clásica y/o su equivalente tribal araucano/diaguita/rapanui/caucahués (táchese/reemplácese lo que no proceda), aunque todo apunta a que sí -se declara en su BandCamp, de hecho, entidad panteísta y mística. En realidad, no sé casi nada de Imbaru, y dudo que sean muchos/as quienes puedan decir lo contrario. Este acto individual es sacado adelante por Caminante Silencioso, enigmático músico originario de la zona campestre de Casablanca (comuna de Valparaíso), quien sólo baja a los centros urbanos por presentaciones y compromisos previamente coordinados/asumidos. A despecho de sus diez años recién cumplidos, tiene igual número de referencias publicadas, incluyendo dos EPs y su entrega para este año, Acacia Caven.
La prolificidad es, pues, una de las virtuosas peculiaridades de Imbaru. Otra, no menos interesante, es la flemática pero constante maduración/transformación de su corpus sonoro: de piezas idílicamente rústicas, abiertas y llenas de luz, la poética de CS ha evolucionado hacia parajes más agrestes o sombríos, sin abandonar las praderas silvestres, las encrespadas quebradas, la peñolería infinita de montañas y cordilleras; que enmarcan su hábitat. Asimismo, es necesario destacar el protagonismo central de la guitarra en esta historia, toda vez que el sonido Imbaru es acústico casi al 100% -ocasionalmente pueden escucharse otros instrumentos, como el bansuri (flauta traversa indo-paquistaní), el bombo leguero, el violín o el piano; convertido este último en la médula de Sesiones Oníricas, uno de los dos volúmenes que el sureño publicara en el 2015.
Justamente en “Acacia Caven III: Serenidad” y en “Interludio: Bajo La Sombra De Un Quillay”, el piano se deja escuchar en bucólica ejecución, precedido por ruidos captados en bosques esclerófilos (de vegetación xeromórfica), abundantes en Chile y a los que está dedicada la rodaja (“acacia caven” es la denominación científica del espinillo, también conocido como espino o aromo). Incrustadas, estas fragmentarias grabaciones hacen las veces de evocativos interludios entre new age y enoidales. Verdad que siempre han apuntalado la naturaleza rural de las creaciones del músico (el rumor del viento en “Espejos De Agua”, de El Inherente Sentir De Los Árboles, 2015), pero en Acacia Caven su empleo les hace recurso común: trinos de aves y el estrépito de la lluvia al caer (“Outro A Acacia Caven”), la jubilosa “comidilla” canora dispuesta como las grecas de un prefacio (“Acacia Caven I: Fragilidad”), el sedante sonido del agua que fluye alborozada (“Acacia Caven II: La Llegada”)...
La principal fuente que alimenta esa naturaleza rural, empero, es resultado del reprocesamiento del neofolk europeo. Se siente más como un folk oscuro, padre de melodías no totalmente apacibles, en cuya geórgica melancolía se cuelan extrañas digresiones armónicas. Ayudado durante el maelström creativo por un ambient acústico minimalista y por una world music de ascendencia neoclásica, ahora Imbaru parece tocar sólo para que Natura le escuche, entienda y disfrute. Su solemne paganismo pastoril es el que escucharíamos de unos Dead Can Dance con sabor mapuche. El novedoso plus de una inalterable percusión al ralentí que remite instantáneamente a la chacarera, hace de Acacia Caven la obra más versátil del autor, tan proteico como un derviche para sortear el asedio incluso de la prensa especializada independiente.
Hákim de Merv
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