Este ya senescente
2018 ha sido el año del retorno para varios grupos insignes que llevaban algún
tiempo sin editar nuevos títulos en estudio. Según lo ofrecido por cada uno de
los aquí comentados, mi idea es ir de menos a más.

El pop ingrávido,
elusivamente brumoso, que los usamericanos han convertido en su ‘copyright’
desde el ya lejano debut epónimo (1994); hace buen rato quedó codificado como
lugar común por las decenas de músicos que éstos han influenciado en distintos
puntos del globo. Y aunque siempre guardamos un mínimo de esperanza en que TSAC
nos sorprenda con una reinvención inopinada, sabemos que esa posibilidad es
altamente improbable.

Todo esto, no
obstante, ya ha sido paladeado varias veces antes. Any Day añade tres o cuatro potenciales nuevos ingresos a la lista
de clásicos del cuarteto: “Starling”, “Into Rain”, “Cover The Mountain”, “These
Falling Arms”, tal vez “Paper Windows”... Más en la cantidad que en la calidad,
se apoya, por ahora y mal que me pese; toda la novedad ofrecida por los
estadounidenses aquí.
Spain también ha decidido
regresar del frío, con su placa más larga a la fecha. Confesión de parte: al
grupo dejé de seguirlo tras The Soul Of
Spain (2012), más por falta de tiempo que por desencanto o desidia. Recién
hace pocas semanas atrás me he puesto al día con los dirigidos por Josh Haden -hijo
del célebre Charlie Haden, fallecido en julio del 2014, miembro original del
cuarteto de Ornette Coleman y músico muy respetado en el mundo del jazz (su
última colaboración se editó póstumamente también en este 2018, Long Ago And Far Away, con Brad Mehldau).
Desde The Soul..., cuatro largos demuestran
que Spain no ha estado inactivo. También, que ha equilibrado su antes esporádica
producción discográfica entre el material nuevo y el registro en directo: en el
curso del mismo periodo, ha publicado igual número de LPs de uno y otro talante.
A través de Mandala Brush (2018),
Haden busca darle una segunda vida a Spain -tercera, si recordamos que luego
del I Believe (2001) la formación Haden-Merlo
Podlewski-Evan Hartzell se disolvió. Nueva sangre se colude en el renacimiento del
2007: Haden, Randy
Kirk (teclado, guitarras), Daniel Brummel (guitarra principal, segunda voz) y Matt
Mayhall (batería). Años después se sumarían las Haden Triplets al completo -el combo
de las hermanas de Josh: Tanya, Petra y Rachel.

Mucho de esto tiene
Mandala Brush. Sus principales
problemas son la extensión y la inclusión de canales en franca rebeldía contra
el perfil consustancial al conjunto. “You Bring Me Up”, por ejemplo, es un tema
esperanzador que no tiene lugar en el repertorio de Spain -máxime con su
arrebato epilogal de ¿gospel? Los casi 15 minutos de “† 하나님은 사랑 이시다. [GOD Is Love]”,
además, se ven continuamente estropeados por la inclusión de un mizmar;
instrumento de viento híbrido de flauta y clarinete, procedente del mundo
árabe. Suprimes apenas ese par de surcos, y Mandala...
se convierte en un congruente plástico de cincuenta y tantos minutos, en lugar
del aparatoso CD de casi hora y cuarto que es. Hubiera sido el escenario ideal
para joyas del calibre de “Tangerine”, “The Coming Of The Lord”, “[Rooster †
Cogburn]” y el track más difundido de esta entrega, “Sugarkane”. Fallaron levemente
los cálculos, ésos que pudieron hacer de Mandala
Brush un nuevo She Haunts My Dreams
(1999), pero el potencial de Spain permanece felizmente intacto. Miserabilismo
hecho arte/arte hecho miserabilismo.


Estas frescas
adiciones en el vocabulario estético de la dupla quedan evidenciadas desde la
apertura “Dark Spring”. No todas a la vez, obviamente: “Drunk In LA”, el temazo
“Lemon Glow”, “Woo” y “Black Car” (que suena demasiado a Four Tet) se turnan en
sus acercamientos a las diferentes vertientes que la mancuerna recorre en 7. El volumen, por supuesto, no se agota
en las aludidas coordenadas -sino que además sobrevuela las comarcas del
ambient melancólico (“Last Ride”), el brit pop más válido (“Lose Your Smile”) y
el infaltable revisionismo ochentero con harrrrrrta clase que se ha convertido
en una de las monedas de cambio más aceptadas de la presente década (“Girl Of
The Year”, que lo digan si no The War On Drugs y Future Islands).
Gigantesco paso
hacia la consagración definitiva -y candidato mayúsculo a disco del año.
(El segmento final
del texto lo escribe un fan convicto y confeso. Tienes la obligación moral de
desconfiar al examinarlo.)
Hace poco, leí que
conceptos como los de “belleza” y “espiritualidad” han devenido en arcaicos,
pues su formulación data del siglo XIX. No lo discuto. Pero, de otro lado, ésas
y otras palabras equivalentes son las únicas que me permito utilizar al hablar
de Dead Can Dance; uno de los contados actos en toda la historia de la música
pop contemporánea que pueden alinearse sin sonrojos a tales términos.

Sabido es que el episodio
que partió las aguas en el estuario de Dead Can Dance fue el Into The Labyrinth (1993). Si antes el
grupo era una entidad mediúmnica que sincronizaba espontáneamente con todas las
tradiciones folklóricas emergentes en torno al Mediterráneo entre el
desgarramiento de la clásica antigüedad grecorromana y el ascenso del medioevo,
en Into... dio un giro de 180 grados
y entornó las clavijas hacia el África, cuna de la Humanidad y de sus artes tribales
más puras. No totalmente, claro, sino matizando (homenajes a la tradición celta
en “The Wind That Shakes The Barley”, al juglaresco figurativo en “The Carnival Is Over”, a la danza griega en “Emmeleia”). Spiritchaser
y Anastasis hacen lo propio que el
disco del ’93, en la misma medida.

A prima facie
podría cuestionarse el que Dionysus sea
esencialmente instrumental, ya que una de las mayores virtudes de DCD es la voz
supraterrenal de Lisa Gerrard (a quien seguramente has escuchado participar,
sin enterarte, en las bandas sonoras de algunas películas asociadas al peplum
rodadas durante los últimos 20 años -Gladiator,
The Bible-). Pero la placa no se ve
afectada por la poca participación de la Gerrard como vocalista. La poderosa
empatía artística de estos genios, no hay que olvidarlo, deja como saldo
audiencias considerables a las que les es materialmente imposible evitar
llorar. Llorar ante la belleza. Llorar ante la construcción excelsa y sublime
del más hermoso arte sonoro al que el pop contemporáneo puede aspirar. Llorar
ante la armonía perfecta de cada nota y cada cadencia. Llorar ante el desborde
de espiritualidad y humanidad de música tan ma-ra-vi-llo-sa -Dead Can Dance es,
de hecho, el único grupo que he escuchado en toda mi vida que me hace dudar
seriamente de mi agnosticismo militante, que me impele a considerar en serio la
posibilidad de que luminosos seres seamos, y no sólo esta cruda carne.
Aunque aplauden a Dionysus, muchas plumas opinan que éste
no supera al Anastasis. La mía no es
una de ellas. Dionysus, de treinta y
tantos minutos, ha renunciado al formato canción o tema, para empezar. Su uso
masivo de texturas y atmósferas que se enriquecen unas a otras entre sí, lo
convierte en medio eficaz de transporte hacia las raíces de nuestro pasado
como especie -hasta las primeras civilizaciones y aún más atrás, al nacimiento
mismo de lo que llamamos Música. Como nunca antes, la banda se tira abajo todo
murallón lingüístico apelando a la glosolalia que practica Lisa, constriñéndonos
a olvidar incluso la racionalidad y la conciencia, enlazándonos de una manera
poco menos que mística con los atavismos que nuestros genes guardan como
herencia racial.
Me quedo con “Dance
Of The Bacchantes”: su ritmo zumbante es el que mejor ejemplifica ese exotismo
embriagador del opus, ese cargamontón de grabaciones de campo tratadas y
loopeadas hasta convertirse en drones de primitivos jolgorios pre-agrícolas, ese
conmovedor ritual apoteósico e infinito que siempre ha sido la música de DCD.
Si van a demorarse lo que les dé la gana para regresar con albums así, los
esperaremos toda la vida. Esto es Dead Can Dance, ‘chemimare, la celebración
donde los muertos pueden bailar hasta el fin de los tiempos.
Hákim de Merv
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