miércoles, 5 de diciembre de 2018

The Sea And Cake: Any Day // Spain: Mandala Brush // Beach House: 7 // Dead Can Dance: Dionysus

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 28 de noviembre del 2018.)

Este ya senescente 2018 ha sido el año del retorno para varios grupos insignes que llevaban algún tiempo sin editar nuevos títulos en estudio. Según lo ofrecido por cada uno de los aquí comentados, mi idea es ir de menos a más.

El primero es The Sea And Cake. El ilustre ex quinteto de Chicago cumplió en el 2014 dos décadas de existencia, pero su última exhalación de minutaje extendido estaba fechada en el 2012. Aunque los fans confiábamos en que ese aniversario se rubricaría con nuevo disco, dicha esperanza no pudo verificarse. Seis años, pues, separan al Runner del novísimo Any Day.

El pop ingrávido, elusivamente brumoso, que los usamericanos han convertido en su ‘copyright’ desde el ya lejano debut epónimo (1994); hace buen rato quedó codificado como lugar común por las decenas de músicos que éstos han influenciado en distintos puntos del globo. Y aunque siempre guardamos un mínimo de esperanza en que TSAC nos sorprenda con una reinvención inopinada, sabemos que esa posibilidad es altamente improbable.

Any Day es la esperable prolongación de trabajos que los ahora cuatro de Illinois -en algún momento se les desvinculó el polifuncional Brad Wood- han venido publicando desde la segunda mitad de los 00s en adelante (concretamente, a partir del Everybody, 2007). Las frescura y sofisticación del jazz han quedado plenamente integradas a los gráciles números de delectable pop arpegiado, de cuyo impreciso fulgor armónico están preñadas las mallas invisibles tejidas por Archer Prewitt. La indesmayable “circularidad creativa” del sonido que ofrece el soporte rítmico -Douglas McCombs en el bajo (cubriendo la baja del histórico Eric Claridge), el famoso John McEntire a las baquetas- proporciona el contrapunto idóneo para el acuoso lirismo naif de Sam Prekop, apuntalando de paso la emotividad tropical/slacker/zen que ha distinguido al indie/post/math rock de The Sea And Cake durante toda su vida.

Todo esto, no obstante, ya ha sido paladeado varias veces antes. Any Day añade tres o cuatro potenciales nuevos ingresos a la lista de clásicos del cuarteto: “Starling”, “Into Rain”, “Cover The Mountain”, “These Falling Arms”, tal vez “Paper Windows”... Más en la cantidad que en la calidad, se apoya, por ahora y mal que me pese; toda la novedad ofrecida por los estadounidenses aquí.



Spain también ha decidido regresar del frío, con su placa más larga a la fecha. Confesión de parte: al grupo dejé de seguirlo tras The Soul Of Spain (2012), más por falta de tiempo que por desencanto o desidia. Recién hace pocas semanas atrás me he puesto al día con los dirigidos por Josh Haden -hijo del célebre Charlie Haden, fallecido en julio del 2014, miembro original del cuarteto de Ornette Coleman y músico muy respetado en el mundo del jazz (su última colaboración se editó póstumamente también en este 2018, Long Ago And Far Away, con Brad Mehldau).

Desde The Soul..., cuatro largos demuestran que Spain no ha estado inactivo. También, que ha equilibrado su antes esporádica producción discográfica entre el material nuevo y el registro en directo: en el curso del mismo periodo, ha publicado igual número de LPs de uno y otro talante. A través de Mandala Brush (2018), Haden busca darle una segunda vida a Spain -tercera, si recordamos que luego del I Believe (2001) la formación Haden-Merlo Podlewski-Evan Hartzell se disolvió. Nueva sangre se colude en el renacimiento del 2007: Haden, Randy Kirk (teclado, guitarras), Daniel Brummel (guitarra principal, segunda voz) y Matt Mayhall (batería). Años después se sumarían las Haden Triplets al completo -el combo de las hermanas de Josh: Tanya, Petra y Rachel.

Esta tentativa de reinvención funciona bastante bien, pero no al 100%. A Spain siempre le va mejor cuando se echa a morir. Cuando su parsimoniosa dejadez te desuella el pecho, exponiendo ventrículos y aurículas a los tímpanos de los otros. Cuando su pausado minimalismo inunda todos los recovecos que ha erosionado la Soledad para reflotar cada pequeña tragedia que, en el balance, te ha llevado al cul de sac emocional en el que yaces. Cuando su espartano sentido de la sobriedad en arreglos, en vez de atenuarles y desgastar sus puntas, afila y agiganta cada venablo sónico que te arroja desde las simas de angustia amorosa indie, de desconsuelo folk, de swing derrotista.

Mucho de esto tiene Mandala Brush. Sus principales problemas son la extensión y la inclusión de canales en franca rebeldía contra el perfil consustancial al conjunto. “You Bring Me Up”, por ejemplo, es un tema esperanzador que no tiene lugar en el repertorio de Spain -máxime con su arrebato epilogal de ¿gospel? Los casi 15 minutos de “† 하나님은 사랑 이시다. [GOD Is Love]”, además, se ven continuamente estropeados por la inclusión de un mizmar; instrumento de viento híbrido de flauta y clarinete, procedente del mundo árabe. Suprimes apenas ese par de surcos, y Mandala... se convierte en un congruente plástico de cincuenta y tantos minutos, en lugar del aparatoso CD de casi hora y cuarto que es. Hubiera sido el escenario ideal para joyas del calibre de “Tangerine”, “The Coming Of The Lord”, “[Rooster † Cogburn]” y el track más difundido de esta entrega, “Sugarkane”. Fallaron levemente los cálculos, ésos que pudieron hacer de Mandala Brush un nuevo She Haunts My Dreams (1999), pero el potencial de Spain permanece felizmente intacto. Miserabilismo hecho arte/arte hecho miserabilismo.


Mucha paciencia y horas de audición me costaron poder sintonizar con Beach House. Sus primeros esfuerzos no se me hacían malos, pero tampoco justificaban el denodado tesón de cierto entusiasta sector de la crítica especializada por ubicarle en el altar del pop contemporáneo. Y aunque reconocía el crecimiento que había significado Teen Dream (2010), recién pude conectar con la taciturna nostalgia del dúo de Baltimore gracias a su extraordinario “díptico” del 2015: Depression Cherry (mayo) y el comparativamente más “acústico” Thank Your Lucky Stars (octubre).

Tras tres años de espera, atenuados por el lanzamiento en enero del 2017 del recopilatorio B-Sides And Rarities, Victoria Legrand y Alex Scally vuelven de la mano del séptimo álbum de su carrera. 7 es una suerte de jornada renovadora para el binomio: sus oníricas atmósferas de hesitación pop, basculantes entre el indie y el shoegazing, son ahora abordadas discretamente por esa electrónica intimista y naif que cultivan nombres tipo Purity Ring -acaso también Chvrches y Grimes-. Con el mismo sesgo de “invasión pacífica” (¡¡¡!!!), la arquitectura del tándem es embebida en esa psicodelia medio fintera revisitada por células indie como Tame Impala, The XX, Dungen o los australianos de Pond. Con estos ingredientes, BH vivifica su sonido, dotándole de una necesaria dosis de oxígeno tras casi quince años de ininterrumpido discurrir.

Estas frescas adiciones en el vocabulario estético de la dupla quedan evidenciadas desde la apertura “Dark Spring”. No todas a la vez, obviamente: “Drunk In LA”, el temazo “Lemon Glow”, “Woo” y “Black Car” (que suena demasiado a Four Tet) se turnan en sus acercamientos a las diferentes vertientes que la mancuerna recorre en 7. El volumen, por supuesto, no se agota en las aludidas coordenadas -sino que además sobrevuela las comarcas del ambient melancólico (“Last Ride”), el brit pop más válido (“Lose Your Smile”) y el infaltable revisionismo ochentero con harrrrrrta clase que se ha convertido en una de las monedas de cambio más aceptadas de la presente década (“Girl Of The Year”, que lo digan si no The War On Drugs y Future Islands).

Gigantesco paso hacia la consagración definitiva -y candidato mayúsculo a disco del año.


(El segmento final del texto lo escribe un fan convicto y confeso. Tienes la obligación moral de desconfiar al examinarlo.)

Hace poco, leí que conceptos como los de “belleza” y “espiritualidad” han devenido en arcaicos, pues su formulación data del siglo XIX. No lo discuto. Pero, de otro lado, ésas y otras palabras equivalentes son las únicas que me permito utilizar al hablar de Dead Can Dance; uno de los contados actos en toda la historia de la música pop contemporánea que pueden alinearse sin sonrojos a tales términos.

Jamás entendí por qué la sociedad Lisa Gerrard-Brendan Perry no obtuvo el mismo éxito que sus compañeros de sello y avanzada, los escoceses Cocteau Twins, también ellos merecedores de similares elogios. Quizá fue el hecho de que estos australianos se mostrasen más cultos al hacer auténtico honor a su nombre. Reconocidos o no, los fans nunca dejaremos de emocionarnos ante el anuncio de un nuevo disco. Pasó con Anastasis, nuevo episodio tras 16 años de silencio y cuando nadie se esperaba que fuese posible una resurrección del legendario dueto -el que se consideraba su canto de cisne, Spiritchaser, habíase publicado en 1996-. Ha pasado otra vez con Dionysus, CD que los pone otra vez en boca de todos seis años después.

Sabido es que el episodio que partió las aguas en el estuario de Dead Can Dance fue el Into The Labyrinth (1993). Si antes el grupo era una entidad mediúmnica que sincronizaba espontáneamente con todas las tradiciones folklóricas emergentes en torno al Mediterráneo entre el desgarramiento de la clásica antigüedad grecorromana y el ascenso del medioevo, en Into... dio un giro de 180 grados y entornó las clavijas hacia el África, cuna de la Humanidad y de sus artes tribales más puras. No totalmente, claro, sino matizando (homenajes a la tradición celta en “The Wind That Shakes The Barley”, al juglaresco figurativo en “The Carnival Is Over”, a la danza griega en “Emmeleia”). Spiritchaser y Anastasis hacen lo propio que el disco del ’93, en la misma medida.

Concebido bajo parámetros vinílicos, Dionysus se dedica a revivir esa sensibilidad tribal desde el primer minuto hasta el último: la cara A, denominada ‘Act I’, es ocupada por las tres primeras piezas; mientras que ‘Act II’ hace las veces de cara B con los cuatro últimos surcos. Los tracks vienen todos entrelazados, a excepción del tercero y el cuarto -justo donde “acaba” un lado y “comienza” el otro.

A prima facie podría cuestionarse el que Dionysus sea esencialmente instrumental, ya que una de las mayores virtudes de DCD es la voz supraterrenal de Lisa Gerrard (a quien seguramente has escuchado participar, sin enterarte, en las bandas sonoras de algunas películas asociadas al peplum rodadas durante los últimos 20 años -Gladiator, The Bible-). Pero la placa no se ve afectada por la poca participación de la Gerrard como vocalista. La poderosa empatía artística de estos genios, no hay que olvidarlo, deja como saldo audiencias considerables a las que les es materialmente imposible evitar llorar. Llorar ante la belleza. Llorar ante la construcción excelsa y sublime del más hermoso arte sonoro al que el pop contemporáneo puede aspirar. Llorar ante la armonía perfecta de cada nota y cada cadencia. Llorar ante el desborde de espiritualidad y humanidad de música tan ma-ra-vi-llo-sa -Dead Can Dance es, de hecho, el único grupo que he escuchado en toda mi vida que me hace dudar seriamente de mi agnosticismo militante, que me impele a considerar en serio la posibilidad de que luminosos seres seamos, y no sólo esta cruda carne.

Aunque aplauden a Dionysus, muchas plumas opinan que éste no supera al Anastasis. La mía no es una de ellas. Dionysus, de treinta y tantos minutos, ha renunciado al formato canción o tema, para empezar. Su uso masivo de texturas y atmósferas que se enriquecen unas a otras entre sí, lo convierte en medio eficaz de transporte hacia las raíces de nuestro pasado como especie -hasta las primeras civilizaciones y aún más atrás, al nacimiento mismo de lo que llamamos Música. Como nunca antes, la banda se tira abajo todo murallón lingüístico apelando a la glosolalia que practica Lisa, constriñéndonos a olvidar incluso la racionalidad y la conciencia, enlazándonos de una manera poco menos que mística con los atavismos que nuestros genes guardan como herencia racial.

Me quedo con “Dance Of The Bacchantes”: su ritmo zumbante es el que mejor ejemplifica ese exotismo embriagador del opus, ese cargamontón de grabaciones de campo tratadas y loopeadas hasta convertirse en drones de primitivos jolgorios pre-agrícolas, ese conmovedor ritual apoteósico e infinito que siempre ha sido la música de DCD. Si van a demorarse lo que les dé la gana para regresar con albums así, los esperaremos toda la vida. Esto es Dead Can Dance, ‘chemimare, la celebración donde los muertos pueden bailar hasta el fin de los tiempos.


Hákim de Merv

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