(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 26 de diciembre del 2018.)
Nunca tuve la
oportunidad de escuchar a los indie pop de Supersónicos. En medio de la resaca
post-Jubileo, y ad-portas de alumbrar la revista independiente Freak Out! (marzo del 2004), su epónimo
debut fue de los (¿pocos?) títulos que el radar no pudo detectar a tiempo. Aunque
he leído en su página Facebook que el grupo sigue activo, habiéndose producido
su último lanzamiento en el 2015 -el extended promocional 4X4-, sus signos vitales son exiguos por ahora.
Quien ha decidido
salir del marasmo por cuenta propia es el bajista, Pierre Cueto. El estreno en
solitario Space Surfer es un mini-álbum
que arranca cómodamente instalado en el surf oriundo de los 60s, pero cuyas
olas están lejos de romper sólo en esa playa. El surf instrumental y garagero
es la base pivotal que capitaliza Cueto para desperdigar su violáceo smog sobre
géneros coetáneos ad-látere, como la psicodelia, el rockabilly y el funk; e
incluso otros menos próximos, como el jazz y el blues. Quizá sea este
denominador común el que le confiere a Space
Surfer peso y consistencia de obra conceptual, camuflando el hecho de que recopila
composiciones antiguas del autor, escogidas a cuatro manos entre él y Eloy Calle
-de Los Stomias, co-responsable de Mosquito Records, escudería que publica a
uno y a otros.
Registro de veinte
minutos y descuentos, el inaugural corte homónimo de Space Surfer es una contundente demostración del surf hemostático y
brioso al que es afecto el bassman. Sobre esa trepidante plataforma, “Verano
Púrpura” ensaya un primer acercamiento al jazz bajando las revoluciones, si
bien el marcado contraste con la apertura no lo ayuda. Siendo “Tres” de esa
misma naturaleza, aquí funcionan los sincopados guiños vagamente psicodélicos
que alimentarán los principales motivos de la lisérgica “Anubis En La Luna”,
rotunda y ácida incursión en los dominios del garage.
El pétreo latir de
las cuerdas en “Blues Space”, de acrimonia bermeja hasta niveles alarmantes de
oxidación, extingue el sosiego inicial que proponía este instrumental; al punto
de arrinconarte contra el caos nuclear. A esa experiencia le sucede
“Apocalipsis Nibiru”, que tiene las secciones más punk de todo el disco, o en
todo caso proto-punk -acicateándote a un slam evolucionado a partir del famoso
“ritmo enfermedad” que infectó Lima a fines de los 60s. Los efectos de la
eléctrica favoritos en esas remotas épocas se dan un festín en “Reloj Lunar”,
donde el surf vuelve a primeros planos, antes del desenlace con “Enki Swing”.
Haciendo honor a su nombre, ésta es la pieza más sólidamente funk de Space Surfer: melodiosa hasta permitir
accesos de jazz y ska tradicional, “Enki...” cierra con punche mezcalero un
primer trabajo muy interesante de Cueto.
Para SS, el bajista ha convocado a Jack
Bastante (batería), a Alejandro Malpartida, a Stefano Obregón (ambos en
guitarra) y a Luciano Cárdenas (saxofón). Merece este último una alta mención
honorífica. El plástico es 100% sonido, pero si un instrumento pudiera ocupar
la voz, ése es el saxo. Y aunque la performance de Cueto sea realmente
impecable -el sinuoso bajo llega a dictar el rumbo tonal de cada tema-, el saxo
se roba el show, tecleado por un fauno en plena combustión espontánea. Hipnotiza
al oído, lo mismo que al ojo esa coqueta nereida en el arte del CD.
Siempre inquieto,
Ronald Sánchez me jugó amablemente a fines de septiembre último el link hacia
el testimonio de uno de los recientes proyectos en que ha participado
-proyectos que, para su suerte y la nuestra, le permiten vivir y seguir desarrollándose
como músico al margen de su chamba en Altiplano. Ahora que lo pienso, el hombre
va en racha tres años ya: al Sueños Saparas (2016) de Altiplano y al Sonidos De Nasca: Ofrenda (2017) al lado de Fred Clarke, debe sumarse el legado
epónimo de Kananki. Es éste el resultado de la residencia artístico-creativa “Cabañas
Oscilantes”, que, gracias al colectivo Central Dogma; nuestro compatriota
dirigió en el cantón de Pujili (Cotopaxi, Ecuador), bastión tradicional de
alfareros y ceramistas en la vecina nación del norte. Allí y por espacio de
nueve días, Sánchez interactuó con seis artistas provenientes de distintos
países latinoamericanos. Culminada la residencia, se grabó el disco materia de
este comentario.
Puedo entender a
quienes se sientan inclinados a catalogar la música de esta rodaja como “world
music”. Yo no concuerdo. Ese término se acuñó para aludir grosso modo a músicas
tradicionales y/o vernaculares, pertenecientes a todos los pueblos del planeta,
y éste no es el caso. Las raíces que extiende Kananki, muy cercanas todas a
nuestro espíritu comunal latinoamericano, son ciertamente milenarias. La
presencia de pinkullos y zampoñas, así como la implementación de una sección
percusiva en paralelo al uso de recursos rítmicos más modernos, apunta a una
recuperación del mosaico sonoro desplegado por las poblaciones originarias de
las Américas al sur de Estados Unidos; que existieron antes de la llegada de
los europeos al Nuevo Mundo y que miraban hacia el Pacífico, haya sido su
hábitat la costa, la sierra o la selva. Esto no es algo nuevo en relación a las
jornadas en que ha estampado su firma el integrante de Altiplano.
Pero también es
verdad que Kananki no se atiene a la mera recreación. Todos esos fragmentos que
la arqueología sonora de nuestros días ha arrebatado de las garras del Olvido, resucitan
al ser manipulados por la tecnología contemporánea -y quedar anexados a aquello
que les ha insuflado nueva vida: la experimentación de metodología entre
chamánica y futurista.
Por forma y
disposición, Kananki me ha hecho recordar
al Sunchu Tiquitay EP de Quilluya. Ojo
que no estoy ofreciendo aquí un juicio de valor, sino una sencilla impresión
comparativa. Es un volumen corto, de 33 minutos y tanto, que tiene diez capítulos.
Sin embargo, apenas un poco más de la mitad son temas propiamente dichos. Los
demás funcionan como interludios -tres de ellos no superan los 120 segundos-, o
si se prefiere como vasos comunicantes entre aquellos canales favorecidos por
un desarrollo (digamos) “narrativo” más abundante.
En cuanto al valor
de la obra, cabe agregar a esta parrafada que se trata de un esférico muy
intenso a pesar de su brevedad. El mexicano Rodrigo Gallegos, la colombiana
Natalia Montoya, los ecuatorianos Martín Matilla, Luis Umberto Conejo y Edgar
Castellanos Molina, y los peruanos Ivanka Cotrina y Ronald Sánchez; han
concretado una obra sin pausa desde el primer minuto hasta el último. Ésta a
veces puede describirse simplemente como IDM prehispánico. Otras tantas veces,
como puro onirismo líquido que amplifica digital y surrealistamente
precolombinos patrones sonoros estilizados. En ambos casos, los ecos de siglos
desvanecidos que desgarran las eras a velocidades transónicas son los que hacen
del sample, los efectos y el estudio de grabación; cinceles con que esculpir
este magma audiomántrico que no sólo debe existir en el hoy -sino en todo
estado vibracional que ocupe el mismo espacio en el tejido del Tiempo. Pasado,
presente y probablemente también futuro; en un licuado de mestizaje avant garde
con que soñar la omnisciencia, desde nuestra condición de míseros mortales.
Ambos artefactos
comparten una ingente dosis de nombres -Matrix Operator, Dante Gonzáles,
Nomenclaturah, Atomosynth y Hamann-. Ambos, también, citan una cultura
preincaica desarrollada en territorio peruano. En el caso de Nazca I..., como se verá a continuación,
la referencia salta a la vista a pesar del trastoque de consonantes (“z” por
“s”); mientras que en el caso de Tumi 1...,
que alude a un artefacto procedente del reino Chimú, el guiño permanece
inaccesible a mis ojos/oídos.
Si el cometido de Tumi 1... era presentar a los proyectos de
la casa y aliados/allegados, la intención de Nazca I... es proponer intuitivas lecturas contemporáneas procesadas
a partir de las características que los escasos testimonios arqueológicos han
conservado sobre las manifestaciones sonoras de la extinta civilización Nasca.
No puedo certificar que este leit-motiv pulule a lo largo de los casi sesenta
minutos del registro, pero sí que muchas veces da en el blanco, al punto de que
medio disco va firmemente en esa dirección -el otro 50% no tanto.
En Nazca I..., desaparecen los invitados.
Sólo quedan los que tienen puesta la camiseta de Caral Electrónica. De ellos, la
mitad señalada concibe canales que sugieren una reelaboración de viejos motivos
eufónicos, basados en escalas de 13 notas por octava. Esta “ascendencia nasca”
se cuela esencialmente en una primera parte, a través del synth precolombino de
“Kay Pacha” (Equinoxious), de “Terrenos Geométricos I” (Dante Gonzáles), de “Raga
Nazca” (Matrix Operator) y de “Líneas” (Atomosynth). De igual modo se encarna
en la resoplante “Totora”, de Vientos Del Norte (alias de Erik Bullón), casi al
final del recorrido -pero la pista tiene muchos drops (que parecen todo menos
voluntarios).
Aunque el resto de
tracks pueda acaso beber de la misma fuente milenaria, sus resultados no tienen
ese aire enigmático de antigüedad desértica que uno/a evoca contemplando los
restos materiales -muebles y de sitio- de ese sorprendente y misterioso grupo
humano que habitase Ica entre los siglos I y VII d.C. Ya que mencionamos a Bullón,
su faltoso otro alias de Calla CTM firma uno de esos surcos, “Maas Terr”. Junto
a “Inmutable Mind” (Nomenclaturah), a “Oda Al Prisma Y Las Penumbras” (Chateau
VI) y a “Synthfónico” (Hamann), este puñado de temas se ubica en la segunda
parte de Nazca I..., una mucho menos
“retro” con respecto a la inspiración original declarada -si bien igual se
construye a partir del synth 80s-90s y del ambient electrónico. Un segundo
tramo al que hay que adicionar el cierre con “Think Tank”, de Estilo Tipográfico
Internacional (¿debut? de un viejo camarada de las épocas de DeCajón.com,
Renato Barzola -improvisación en plan piloto automático-).
Desde hace algún
tiempo, Juan Esquivel ha de tener una agenda bastante agitada. Músico
autodidacta, su faceta como productor viene respaldada por estudios en la Berklee
College Of Music. Figura como músico invitado en Ultraviolet, identidad abierta
de Josué Vásquez (UltraPop) consagrada a versionear en vivo canciones de U2. En
simultáneo, el limeño se ha estrenado como nuevo tecladista de Catervas, a
propósito del reciente Los Cielos Vuelan Otra Vez. Por una cuando menos curiosa coincidencia, el mismo día que sale
a la luz el nuevo esférico de la banda de los hermanos Reyes, Buh Records despacha
su debut solista con el seudónimo de Juan Nolag, el EP Echoes.
En el BandCamp de Buh, donde se ha colgado el extended, se afirma que éste es el primero de una
serie de muchos EPs, por medio de la cual Esquivel busca musicalizar lo que
podría sintetizarse como su experiencia vital -“sensaciones, percepciones y
experiencias que ocurren en diferentes momentos en la vida de un ser humano”.
Para una empresa de tal calado, que sobre el papel no es poca cosa (menos aún
en el “mundo real”), el productor se vale de un arsenal en el que abundan sintetizadores,
teclados y secuenciadores.
La estética del
traveling no es privativa de ningún idioma sónico, pero sólo desde los
“gélidos” altares de la música electrónica se le puede sacar el máximo partido
posible. Nolag se ha acuartelado en la vanguardia electro de los primeros 80s,
no para ser digerido por ella, sino con el fin de servirse de la misma. Y si Echoes EP podría ser catalogado sin más
como retrowaver, habida cuenta de los lustros que nos separan de esos paraísos
analógicos siempre verdes, con más propiedad calza ubicarle entre el synthwave
y el ambient de tintes retrofuturistas.
Cinco temas en menos
de dieciocho minutos, suficiente para la primera parada del viaje invocado por
Esquivel. Un viaje en el que la morriña depreda tiempo antes que espacio. Es
casi lo único que se siente durante la audición de los números: miradas a las
tragedias cotidianas, a las íntimas cobardías, incluso a las quimeras pueriles.
Empiezas todo/a serio/a a escuchar la epónima apertura, y de repente ya estás
remitiéndote a ese episodio medio bochornoso de tu pasado, a despecho de los
crípticos teclados y las melodiosamente dramáticas secuencias.
Sucede así con los
demás temas: “Long Journey”, “Homecoming”, “First Breathe”, “The Ocean
Around”... Pese a trabajar usando el Pasado como telón de fondo, hay cierta
incertidumbre (natural en tanto la obra conserve el brillo de lo novedoso).
También cierto espesor en el cincelado de las primorosas ambientaciones. Y una
rigidez que lacera, recurriendo no pocas veces a los pads. Lejos de sentirme
repelido por esa reconcentración, por esta falta de elasticidad, por aquella
carestía de certezas en torno a un pasado que se sabe fijo; opino que todo ello
afianza por un lado la nostalgia y por el otro la esperanza (fatua) de ser cada
vez mejores protagonistas de nuestras propias historias pretéritas.
No quiero relegar
al tintero la principal influencia que percibo en el Esquivel músico. La
mayoría enfilará reflectores hacia O.M.D., el primer The Human League, los
Ultravox del Vienna en adelante, incluso
el mejor Visage... Yo prefiero pensar (otra vez) en Michael Rother, autor de una obra
solista exquisita posterior a Neu!, y que ha significado para la new age más
válida lo que The Durutti Column para el post punk más vaporoso (el símil no es
mío, sino de Daniel Stubbs).
Suerte para los
coleccionistas en físico: el extended ha sido editado sólo en cassette, y en
una tirada de 25 ejemplares. El cómplice arte es de Paloma Pizarro.
POST DATA:
Nada más cerrar el año, Caral Electrónica añadió dos bonus tracks a Nazca I..., convirtiéndole en una compilación de al menos hora y cuarto. Ambos surcos se hallan en el mismo enlace que el resto.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 12 de diciembre del 2018.)
Mucho más que en
otras épocas, elegir hoy la senda a recorrer cuando das vida a una banda puede
llegar a convertirse en serio problema existencial. El caudal infinito de
posibilidades ya concretadas que tienes actualmente a un click de distancia,
bien encausado, ayudaría a ampliarte el panorama y decidir más rápidamente qué
es lo que quieres hacer. Por otro lado, exponerte a su impacto sin haber hecho previo
examen de conciencia te conduciría a la anomia total, nada más dejarte aplastar
por el peso de la frase “ya todo está hecho” -tautología tramposa, pues al
interior de la música pop independiente la Realidad viene demostrando que no
siempre es una verdad absoluta.
No son pocos los debutantes
que hogaño prefieren elegir una estética antes que un género específico. Ello
les habilita para asociar dos o más de estos últimos, siempre que sean
distintos pero no opuestos, ya que más difícil se hace integrarles cuanto mayor
es el número de cosas que les disocian. Pero, así y todo, este complicado escenario
descrito cuenta con algunos ejemplos a considerar en positivo. Uno de ellos es
el que proporciona Adelaida, acto de Valparaíso.
Hace más de diez
años, en el 2006, nacía Lisérgico en la misma ciudad portuaria. Era un trío
cuyo código genético preservaba las lecciones impartidas por el rock alternativo
de los 90s, sus ochenteros antecesores (Sonic Youth, Big Black, Pixies), el grunge
de Seattle y su fuente primaria de combustión (el hard rock de los 70s). Lisérgico
estaba compuesto por Claudio Manríquez (a) Jurel Sónico en voz y guitarra,
Michael Sepúlveda en la batuca y Víctor Aguilera en el bajo. Entiendo que el
proyecto se encuentra disuelto de facto: además de firmar tres EPs, la experiencia
le sirvió a Claudio para refinar estrategias con miras a una nueva identidad que
ya venía elucubrando desde el 2010; y que eventualmente se hermanaría con el
Ruido en todas sus formas rockeras.
La primera alineación
de Adelaida, cuyo nombre se deriva de un alter ego del guitarrista, la conformaron
el baterista Gabriel Holzapfel, la bajista Gabriela Vásquez (a) Golondrina y el
propio Manríquez. Fueron ellos quienes registraron tanto el Narval EP (2012) como el debut en largo Monolito (2014). En estos primeros
episodios ya se percibe una inclinación, si bien en vías aún de cuajar, a explorar
las posibilidades expresivas que suministra cada género identificado con la Distorsión.
Uno de éstos es el shoegazing. Otro es el indie rock más aventajado. Un tercero,
previsiblemente, es el grunge. El revoltijo se hará más notorio sobre todo en
el siguiente paso.
Entre el 2014 y el
2016, el line up sufre unos cuantos cambios. El más saltante se refiere a la transformación,
por un tiempo, de Adelaida en cuarteto; con el ingreso de Nicolás Gajardo,
guitarrista miembro de Platillo Volador y de Fatiga De Material. Otro cambio
igual de importante es el reemplazo de Golondrina por Natalia Adelina Díaz -aquí
empieza a quedar claro que el bajo es el Grial perseguido por la banda
precisamente hasta el 2016. Antes de que Gajardo entre en la dinámica grupal, Manríquez-Holsapfel-Díaz
lanza su segundo largo, Madre Culebra.
Es ésta una obra manifiestamente más ruidosa y contradictoria que la anterior.
Grabada y mezclada por el mítico Jack Endino, comprometido además con las células
chilenas The Slow Voyage y The Ganjas, para la placa Adelaida hizo un auténtico
esfuerzo por ponerse en los zapatos de todos a quienes declarase como
principales influencias. A la vez. Ello le podría ocasionar a más de un conocedor
de los avatares de la música pop un cortocircuito mental. ¿Cómo conciliar géneros
a los que lo único que les confedera es una impetuosa fascinación por el Ruido?
La pregunta tiene
sustento, en principio. Mientras que el pathos del grunge grita “estoy jodido y
me-llega-pero-también-me-bajonea estarlo”, el del shoegazing dice “adoro estar
jodido”. Separándose de ambos, el del indie se pregunta y se responde “¿estoy
jodido? whatever”. ¿Por medio de qué sortilegio, entonces, podrían combinarse
estos tres ingredientes en uno solo metatextual? Madre Culebra, sin embargo, lo consigue. Los riffs son duros, su
presión interna es tan alta que pareciera que se van a cuartear al menor
descuido. La pedalera acompaña estas acometidas, pero sin enyuntarse a ellas, y
tiende a evocar los remezones de noise con que nos aporreaba el baggy (la
apertura “Colgar Del Suelo” es un guiño no muy disimulado a “Only Shallow”, el
track que abre el gigantesco Loveless
de My Bloody Valentine). La desgarbada actitud, factor muchas veces
subvalorado, inunda de improntas indie tanto la composición como el diseño
interno y externo del esférico. Recién después de escucharle varias veces,
todas las preguntas sobre lo incongruente que puede lucir Madre Culebra se disipan, y ya sólo te queda el límpido placer de
su disfrute.
En el 2016 vuelve a
quedar vacante el puesto de bajista. No por mucho, ya que la plaza la cubre
Naty Lane. Además de jugar por la camiseta de Hammuravi, dúo claramente dream
pop donde el otro 50% es justamente Jurel Sónico (la primera referencia es el
extended Espesura, 2015), Lane viste
las sedas de Platillo Volador y graba el magnífico estreno En El Cielo A Las 20:00 (2016). Lamentablemente, cruces de horarios
mil con otros proyectos -también suma en Fatiga De Material- la constriñen a dejar
PV nada más recibir el disco la luz verde. Más que en su chamba al lado de
Jurel Sónico, es con En El Cielo...
que el tremendo talento de la valpeña queda en evidencia: no creo estar muy
equivocado cuando afirmo que Naty Lane es una de las mejores bajistas de esta
parte del continente. Su potente tempo surca profundamente el marco armónico
del que dota a los temas del CD. Con trastes o sin ellos, la chica tiene dedos
de lagartija a la hora de zangolotear en toda la extensión del mástil. Su
técnica acaso no sea virtuosa, pero las líneas que dibuja con las cuatro
cuerdas las traza con una precisión que oscila entre la ferocidad y el
desenfado -la única manera en que puedo ponerlo por escrito.
Que yo sepa, Naty no
coincidió en Adelaida con Nicolás Gajardo. El guitarrista llegó a colaborar en
la grabación del nuevo volumen, si bien únicamente como músico invitado
(“Despedida En La Nieve”, outtake de Monolito).
Aparecido en enero del 2017, y precedido del single virtual “1999”, Paraíso es hasta ahora el plástico más
largo de la terna. Su nivel decibélico es menor que el ostentado por Madre Culebra, sí, pero ello no resiente
la excéntrica mezcolanza de la que vengo hablando hace rato. Ésta logra
alcanzar un punto encomiable de madurez: hay más espacio para las voces
desnudas, y aquí es pertinente mencionar otra vez a Lane -siguiendo el sino de
sus predecesoras, ella también se encarga de los coros y la segunda voz, donde igualmente
deja su marca indeleble. La densidad que por momentos podía opacar ciertos
temas ha disminuido lo suficiente para contrapesar con varios pasajes de inédita
agilidad el hecho de que éste sea su trabajo más extenso. Pero esa densidad no
desaparece, y el trinomio la capitaliza en emotivos cambios de ritmo, algunos
de los cuales ornan los fragmentos más frenéticos que hasta hoy han salido de la
pluma de Jurel.
Gracias a Paraíso, que ha sabido sacar ventaja de
los réditos artísticos y mediáticos de Madre
Culebra, Adelaida se ha granjeado una presencia importante en los circuitos
independientes internacionales; abriendo para nombres como Suárez y Los
Planetas, entre otros. El feliz corolario ha sido la obtención del Premio
Pulsar de este año en la categoría “Mejor Artista Rock”.
Se anunciaba para la
segunda mitad de este 2018 la realización del cuarto disco del terceto. A pocos
días de concluir el calendario, encuentro difícil que esto suceda, pero después
de todo no ha sido un mal año para Adelaida. En febrero pasado se colgó el
nuevo sencillo virtual, “Fantasma”, crisol intachable de todas las variables
que los ‘triates’ de la acogedora ciudad portuaria han acumulado en sus menos
de diez años de biografía (grabado y mezclado -y ahora también producido- otra
vez por Endino). Asimismo, unos meses atrás el combo estuvo de gira nada menos
que en el Extremo Oriente, y ha regresado hace muy poco de cumplir
presentaciones en Canadá. Es cuestión de tiempo para que el nuevo álbum se
edite: Adelaida se ha caracterizado por ser un grupo muy prolífico, para el que
grabar es un ejercicio continuo. En ello, en sus letras enajenadas, en su
lustrosa percusión y en sus ambientaciones surreales radican las esperanzas de un
futuro todavía más prometedor.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 28 de noviembre del 2018.)
Este ya senescente
2018 ha sido el año del retorno para varios grupos insignes que llevaban algún
tiempo sin editar nuevos títulos en estudio. Según lo ofrecido por cada uno de
los aquí comentados, mi idea es ir de menos a más.
El primero es The Sea And Cake. El ilustre ex quinteto de Chicago cumplió en el 2014 dos décadas
de existencia, pero su última exhalación de minutaje extendido estaba fechada
en el 2012. Aunque los fans confiábamos en que ese aniversario se rubricaría con
nuevo disco, dicha esperanza no pudo verificarse. Seis años, pues, separan al Runner del novísimo Any Day.
El pop ingrávido,
elusivamente brumoso, que los usamericanos han convertido en su ‘copyright’
desde el ya lejano debut epónimo (1994); hace buen rato quedó codificado como
lugar común por las decenas de músicos que éstos han influenciado en distintos
puntos del globo. Y aunque siempre guardamos un mínimo de esperanza en que TSAC
nos sorprenda con una reinvención inopinada, sabemos que esa posibilidad es
altamente improbable.
Any Day es la esperable prolongación de trabajos
que los ahora cuatro de Illinois -en algún momento se les desvinculó el
polifuncional Brad Wood- han venido publicando desde la segunda mitad de los
00s en adelante (concretamente, a partir del Everybody, 2007). Las frescura y sofisticación del jazz han quedado
plenamente integradas a los gráciles números de delectable pop arpegiado, de cuyo
impreciso fulgor armónico están preñadas las mallas invisibles tejidas por
Archer Prewitt. La indesmayable “circularidad creativa” del sonido que ofrece
el soporte rítmico -Douglas McCombs en el bajo (cubriendo la baja del histórico
Eric Claridge), el famoso John McEntire a las baquetas- proporciona el contrapunto
idóneo para el acuoso lirismo naif de Sam Prekop, apuntalando de paso la
emotividad tropical/slacker/zen que ha distinguido al indie/post/math rock de
The Sea And Cake durante toda su vida.
Todo esto, no
obstante, ya ha sido paladeado varias veces antes. Any Day añade tres o cuatro potenciales nuevos ingresos a la lista
de clásicos del cuarteto: “Starling”, “Into Rain”, “Cover The Mountain”, “These
Falling Arms”, tal vez “Paper Windows”... Más en la cantidad que en la calidad,
se apoya, por ahora y mal que me pese; toda la novedad ofrecida por los
estadounidenses aquí.
Spain también ha decidido
regresar del frío, con su placa más larga a la fecha. Confesión de parte: al
grupo dejé de seguirlo tras The Soul Of
Spain (2012), más por falta de tiempo que por desencanto o desidia. Recién
hace pocas semanas atrás me he puesto al día con los dirigidos por Josh Haden -hijo
del célebre Charlie Haden, fallecido en julio del 2014, miembro original del
cuarteto de Ornette Coleman y músico muy respetado en el mundo del jazz (su
última colaboración se editó póstumamente también en este 2018, Long Ago And Far Away, con Brad Mehldau).
Desde The Soul..., cuatro largos demuestran
que Spain no ha estado inactivo. También, que ha equilibrado su antes esporádica
producción discográfica entre el material nuevo y el registro en directo: en el
curso del mismo periodo, ha publicado igual número de LPs de uno y otro talante.
A través de Mandala Brush (2018),
Haden busca darle una segunda vida a Spain -tercera, si recordamos que luego
del I Believe (2001) la formación Haden-Merlo
Podlewski-Evan Hartzell se disolvió. Nueva sangre se colude en el renacimiento del
2007: Haden, Randy
Kirk (teclado, guitarras), Daniel Brummel (guitarra principal, segunda voz) y Matt
Mayhall (batería). Años después se sumarían las Haden Triplets al completo -el combo
de las hermanas de Josh: Tanya, Petra y Rachel.
Esta tentativa de
reinvención funciona bastante bien, pero no al 100%. A Spain siempre le va mejor
cuando se echa a morir. Cuando su parsimoniosa dejadez te desuella el pecho,
exponiendo ventrículos y aurículas a los tímpanos de los otros. Cuando su
pausado minimalismo inunda todos los recovecos que ha erosionado la Soledad para
reflotar cada pequeña tragedia que, en el balance, te ha llevado al cul de sac
emocional en el que yaces. Cuando su espartano sentido de la sobriedad en
arreglos, en vez de atenuarles y desgastar sus puntas, afila y agiganta cada
venablo sónico que te arroja desde las simas de angustia amorosa indie, de desconsuelo
folk, de swing derrotista.
Mucho de esto tiene
Mandala Brush. Sus principales
problemas son la extensión y la inclusión de canales en franca rebeldía contra
el perfil consustancial al conjunto. “You Bring Me Up”, por ejemplo, es un tema
esperanzador que no tiene lugar en el repertorio de Spain -máxime con su
arrebato epilogal de ¿gospel? Los casi 15 minutos de “† 하나님은사랑이시다. [GOD Is Love]”,
además, se ven continuamente estropeados por la inclusión de un mizmar;
instrumento de viento híbrido de flauta y clarinete, procedente del mundo
árabe. Suprimes apenas ese par de surcos, y Mandala...
se convierte en un congruente plástico de cincuenta y tantos minutos, en lugar
del aparatoso CD de casi hora y cuarto que es. Hubiera sido el escenario ideal
para joyas del calibre de “Tangerine”, “The Coming Of The Lord”, “[Rooster †
Cogburn]” y el track más difundido de esta entrega, “Sugarkane”. Fallaron levemente
los cálculos, ésos que pudieron hacer de Mandala
Brush un nuevo She Haunts My Dreams
(1999), pero el potencial de Spain permanece felizmente intacto. Miserabilismo
hecho arte/arte hecho miserabilismo.
Mucha paciencia y
horas de audición me costaron poder sintonizar con Beach House. Sus primeros esfuerzos
no se me hacían malos, pero tampoco justificaban el denodado tesón de cierto entusiasta
sector de la crítica especializada por ubicarle en el altar del pop
contemporáneo. Y aunque reconocía el crecimiento que había significado Teen Dream (2010), recién pude conectar
con la taciturna nostalgia del dúo de Baltimore gracias a su extraordinario “díptico”
del 2015: Depression Cherry (mayo) y
el comparativamente más “acústico” Thank Your Lucky Stars (octubre).
Tras tres años de
espera, atenuados por el lanzamiento en enero del 2017 del recopilatorio B-Sides And Rarities, Victoria Legrand y
Alex Scally vuelven de la mano del séptimo álbum de su carrera. 7 es una suerte de jornada renovadora
para el binomio: sus oníricas atmósferas de hesitación pop, basculantes entre
el indie y el shoegazing, son ahora abordadas discretamente por esa electrónica
intimista y naif que cultivan nombres tipo Purity Ring -acaso también Chvrches
y Grimes-. Con el mismo sesgo de “invasión pacífica” (¡¡¡!!!), la arquitectura
del tándem es embebida en esa psicodelia medio fintera revisitada por células
indie como Tame Impala, The XX, Dungen o los australianos de Pond. Con estos
ingredientes, BH vivifica su sonido, dotándole de una necesaria dosis de
oxígeno tras casi quince años de ininterrumpido discurrir.
Estas frescas
adiciones en el vocabulario estético de la dupla quedan evidenciadas desde la
apertura “Dark Spring”. No todas a la vez, obviamente: “Drunk In LA”, el temazo
“Lemon Glow”, “Woo” y “Black Car” (que suena demasiado a Four Tet) se turnan en
sus acercamientos a las diferentes vertientes que la mancuerna recorre en 7. El volumen, por supuesto, no se agota
en las aludidas coordenadas -sino que además sobrevuela las comarcas del
ambient melancólico (“Last Ride”), el brit pop más válido (“Lose Your Smile”) y
el infaltable revisionismo ochentero con harrrrrrta clase que se ha convertido
en una de las monedas de cambio más aceptadas de la presente década (“Girl Of
The Year”, que lo digan si no The War On Drugs y Future Islands).
Gigantesco paso
hacia la consagración definitiva -y candidato mayúsculo a disco del año.
(El segmento final
del texto lo escribe un fan convicto y confeso. Tienes la obligación moral de
desconfiar al examinarlo.)
Hace poco, leí que
conceptos como los de “belleza” y “espiritualidad” han devenido en arcaicos,
pues su formulación data del siglo XIX. No lo discuto. Pero, de otro lado, ésas
y otras palabras equivalentes son las únicas que me permito utilizar al hablar
de Dead Can Dance; uno de los contados actos en toda la historia de la música
pop contemporánea que pueden alinearse sin sonrojos a tales términos.
Jamás entendí por
qué la sociedad Lisa Gerrard-Brendan Perry no obtuvo el mismo éxito que sus
compañeros de sello y avanzada, los escoceses Cocteau Twins, también ellos
merecedores de similares elogios. Quizá fue el hecho de que estos australianos
se mostrasen más cultos al hacer auténtico honor a su nombre. Reconocidos o no,
los fans nunca dejaremos de emocionarnos ante el anuncio de un nuevo disco.
Pasó con Anastasis, nuevo episodio
tras 16 años de silencio y cuando nadie se esperaba que fuese posible una resurrección
del legendario dueto -el que se consideraba su canto de cisne, Spiritchaser, habíase publicado en 1996-.
Ha pasado otra vez con Dionysus, CD
que los pone otra vez en boca de todos seis años después.
Sabido es que el episodio
que partió las aguas en el estuario de Dead Can Dance fue el Into The Labyrinth (1993). Si antes el
grupo era una entidad mediúmnica que sincronizaba espontáneamente con todas las
tradiciones folklóricas emergentes en torno al Mediterráneo entre el
desgarramiento de la clásica antigüedad grecorromana y el ascenso del medioevo,
en Into... dio un giro de 180 grados
y entornó las clavijas hacia el África, cuna de la Humanidad y de sus artes tribales
más puras. No totalmente, claro, sino matizando (homenajes a la tradición celta
en “The Wind That Shakes The Barley”, al juglaresco figurativo en “The Carnival Is Over”, a la danza griega en “Emmeleia”). Spiritchaser
y Anastasis hacen lo propio que el
disco del ’93, en la misma medida.
Concebido bajo
parámetros vinílicos, Dionysus se
dedica a revivir esa sensibilidad tribal desde el primer minuto hasta el
último: la cara A, denominada ‘Act I’, es ocupada por las tres primeras piezas;
mientras que ‘Act II’ hace las veces de cara B con los cuatro últimos surcos.
Los tracks vienen todos entrelazados, a excepción del tercero y el cuarto
-justo donde “acaba” un lado y “comienza” el otro.
A prima facie
podría cuestionarse el que Dionysus sea
esencialmente instrumental, ya que una de las mayores virtudes de DCD es la voz
supraterrenal de Lisa Gerrard (a quien seguramente has escuchado participar,
sin enterarte, en las bandas sonoras de algunas películas asociadas al peplum
rodadas durante los últimos 20 años -Gladiator,
The Bible-). Pero la placa no se ve
afectada por la poca participación de la Gerrard como vocalista. La poderosa
empatía artística de estos genios, no hay que olvidarlo, deja como saldo
audiencias considerables a las que les es materialmente imposible evitar
llorar. Llorar ante la belleza. Llorar ante la construcción excelsa y sublime
del más hermoso arte sonoro al que el pop contemporáneo puede aspirar. Llorar
ante la armonía perfecta de cada nota y cada cadencia. Llorar ante el desborde
de espiritualidad y humanidad de música tan ma-ra-vi-llo-sa -Dead Can Dance es,
de hecho, el único grupo que he escuchado en toda mi vida que me hace dudar
seriamente de mi agnosticismo militante, que me impele a considerar en serio la
posibilidad de que luminosos seres seamos, y no sólo esta cruda carne.
Aunque aplauden a Dionysus, muchas plumas opinan que éste
no supera al Anastasis. La mía no es
una de ellas. Dionysus, de treinta y
tantos minutos, ha renunciado al formato canción o tema, para empezar. Su uso
masivo de texturas y atmósferas que se enriquecen unas a otras entre sí, lo
convierte en medio eficaz de transporte hacia las raíces de nuestro pasado
como especie -hasta las primeras civilizaciones y aún más atrás, al nacimiento
mismo de lo que llamamos Música. Como nunca antes, la banda se tira abajo todo
murallón lingüístico apelando a la glosolalia que practica Lisa, constriñéndonos
a olvidar incluso la racionalidad y la conciencia, enlazándonos de una manera
poco menos que mística con los atavismos que nuestros genes guardan como
herencia racial.
Me quedo con “Dance
Of The Bacchantes”: su ritmo zumbante es el que mejor ejemplifica ese exotismo
embriagador del opus, ese cargamontón de grabaciones de campo tratadas y
loopeadas hasta convertirse en drones de primitivos jolgorios pre-agrícolas, ese
conmovedor ritual apoteósico e infinito que siempre ha sido la música de DCD.
Si van a demorarse lo que les dé la gana para regresar con albums así, los
esperaremos toda la vida. Esto es Dead Can Dance, ‘chemimare, la celebración
donde los muertos pueden bailar hasta el fin de los tiempos.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 21 de noviembre del 2018.)
No hay, me temo,
una única aproximación a los Momentos Perdidos de Theremyn_4; acto (otra vez)
individual que eyectase hace pocas semanas nueva rodaja cuatro años después de The Next Wave. Ésta -la aproximación- que deslizo aquí seguro
es la menos simpática de todas las posibles.
Para quienes no le
conocen, y a modo de fugaz memorabilia, Theremyn_4 es el alias de José Gallo.
Otrora baterista del combo de rock alternativo Huelga De Hambre, el músico se
embarca en esta travesía personal en 1999, apareciendo su ópera prima en el año
2000: Fluorescente Verde En El Patio
renovó drásticamente las credenciales del capitalino, posicionándole en el
planeta electro como alumno de Propellerheads, de The Chemical Brothers y del
dúo nipón Boom Boom Satellites; entre otros.
Casi dos décadas y
nueve títulos después, lo que le da la envidiable media de un álbum cada bienio,
es claro que el unipersonal ha atravesado por dos etapas muy marcadas. La
primera va desde Fluorescente Verde...
hasta Spacetimebomb (2006),
caracterizada por proveer a cada lanzamiento de un concepto abierto que se evidencia
desde que lo tienes entre las manos. En tanto, la segunda etapa arranca con Inflamable (Cut-Up Sessions) (2009) y
podría aducirse que aún no termina, mucho más generosa ésta en aquello que se
suele catalogar como “disco de canciones” -sería más justo decir, en este caso,
“de temas”.
La división entre estos
períodos, vale la pena aclararlo, no presupone forzosamente ningún tamiz
peyorativo o excluyente. Gallo ha redondeado jornadas muy buenas tanto en uno (Lima/Tokio/Lima, 2004) como en otro (Fiction Beats, 2011), si bien es notorio
que éstas abundan en el primero. Idénticamente, capítulos menos logrados pueden
encontrarse en uno (Spacetimebomb) y
en otro segmento temporal (Inflamable...).
Es verificable, sin
embargo, la existencia de una circunstancia que subraya consistentes diferencias
entre el primer y el segundo T_4: el brutal descenso de esos bpms que, en
albums como Fluorescente Verde... y L/T/L, eran el acero/cemento/ladrillo
sobre el que se erigía la cautivante mezcla de pop/rock, hip hop, acid house,
breakbeat en fase doppler y electrónica para llenos de estadio. Dicha
mezcolanza, que responde al marbete de big beat, ha constituido durante luengos
años el 75% -tal vez más- del ADN del proyecto; pero sin los bpms de alto
octanaje (180 a más), Theremyn_4 no ha vuelto a alcanzar en pletóricas dosis
los niveles de poderosa y febril emotividad que ostentaban incluso sus números
más heterodoxos (“Panasonic Jazz Suite”, “Apu”, “Carmín Ciclón”).
¿Cómo evaluar,
entonces, una obra con los atributos de Lost Moments? Difícil decidirlo. Por empaque y bautizo(s), opinaría que encaja
junto a sus pares de esa primera etapa de la que hablé hace un rato. Pero LM está a años-luz de ello. Otra
distancia muy grande también lo separa de volúmenes como Fiction Beats o The Next Wave
-para este último, T_4 se convirtió en un trío, con el ingreso de Lu Falen (de mis
amados Blind Dancers, ¿para cuándo el esperado debut en largo?) y de José
Mendocilla (de Neon Dominik)-.
Y es que este disco,
por sonido, se inclina a sugerir nuevas lontananzas para Theremyn_4. Si con mil
y una transiciones a cuestas el big beat aún era el alma y el nervio de Gallo
en solitario, hoy el limeño dirige su mirada hacia la electrónica de inclinación
laidback, creando un híbrido entre ésta y el background del segundo T_4. Temas
que prescriben el sosiego, apacibles -que no inertes- bocetos digitales,
composiciones de una ambientación/calidez/proximidad imprecisa y extraña para
el escucha: la semblanza describe piezas como el cierre “Gone, Like A Real
Girl”, “Dignity Of An Iceberg” o la abdicada “Oleaje De Ligera Intensidad” (entre
trip blues y lo que podría denominarse “balada cibernética”). También se
acomodan a esta receta el single “Walking With You”, “Uchronia” y “Diamond
Glory” (José, que no se sentaba al piano desde la magnífica “Noir”, lo hace en
estas dos últimas). Con ellas, ya he mencionado las dos terceras partes del título.
Lost Moments tiene dos excepciones. Una de ellas es la
apertura, “Decoherence Process”, interesante transmutación futurista de lo que
alguna vez fue la new age más brava -o también, melodía burilada por un enfoque
entre techno y étnico, que recuerda las primeras grabaciones de The Future
Sound Of London y Ultramarine circa United
Kingdoms. La otra excepción es “The Speed Of Dark”, de pulsaciones que pareciese
van a dispararse en cualquier segundo hasta convertirse en martilleantes. Sendas
golondrinas que, no obstante, no son suficientes para hacer un verano. Sonar
relajado, casi jammero, en modo alguno es un demérito. Sólo que Lost Moments carece de mayúsculas/auténticas
sorpresas en el rubro. Lejos de discutir la calidad de lo ofrecido por Gallo
aquí, reconozco que a mí el CD no me transmite todo lo que antes uno de
Theremyn_4 solía transmitirme.
(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 14 de noviembre del 2018.)
Conocido ahora el
antecedente de una fase embrionaria allá por 1991 previa al bautizo oficial, de
la que sobreviviese un cassette de ensayos hoy paladeable a través de su cuenta
BandCamp, toda una vida se ha desmadejado desde que se fundase Catervas en 1996.
Una vida que acabó de hacerse pública en 1997, año en que se difunde la seminal
maqueta colectiva Crisálida Sónica: Compilación I, al lado de Hipnoascención, Espira y Fractal. Una vida que ha
atravesado sucesivos periodos de realineación y refinamiento hasta alcanzar el
presente, con las bodas de plata destacándose ya en el horizonte y con un plástico
que le tomó tiempo moldear.
El camino, que
también fuese transmigración, no se lo puso fácil a nadie. Ni a la banda, ni a
los fans. Fue un proceso de años, concretamente para cierto sector de la
parcialidad de Catervas, en el que me incluyo. Me refiero a sus primeros
seguidores, para quienes Los Cielos Vuelan Otra Vez marca el punto de inflexión que necesitaban a fin de
convencerse de que no hay vuelta atrás posible hacia la etapa fundacional de
los limeños, ésa que balanceaba con habilidad zen la experimentación sonora de
escuela post rock y la brillantez de sus sólidas incursiones en territorios del
pop independiente.
Y es que, como ha ocurrido
tantas veces antes y seguirá ocurriendo tantas veces más en el futuro, en
ocasiones somos los fans quienes no podemos -o nos resistimos a- asimilar
decisiones y rumbos con que un grupo afronta su devenir en el Tiempo. Debe aparecer
un album lo suficientemente especial como para que los nostálgicos remisos no
sólo nos avengamos a fumar la pipa de la paz, sino además reevaluemos a la luz
de éste los esfuerzos que “desengañados” hemos desdeñado. De ese espejismo de
fan ecuménico -el que inicialmente no quería saber nada de Mojave 3 mientras
lloraba sobre la tumba de Slowdive, el que amó el estreno de Gus Gus pero se
decepcionó con cada siguiente entrega de los islandeses, el que bregó para aceptar
la reconversión de Joy Division en New Order-, incluso una persona curtida en
la escucha de literalmente miles de títulos puede quedar presa.
Nunca he olvidado la
exquisitez del epónimo debut formal en largo, al que todavía me refiero como el
mejor trabajo peruano del calendario 2001 -existe, para quien no lo sepa, una
maqueta también homónima editada tres años antes-. Sólo ahora comprendo que el
recuerdo de ese logro mayúsculo me ha impedido avalar la metamorfosis propuesta
por los capitalinos tres años después con Semáforos,
cimentada por los posteriores Hoy Más Que Ayer (2008) y Lo Que Brilla En Tu Paisaje (2014). No me entraba en la cabeza que, para entonces, Catervas había
dejado de ser la banda que se nucleó hace 22 años y que alcanzó su culmen hace
17. Alguna vez, Pedro Reyes opinó que la reseña de Semáforos pauteada en la revista Freak Out! era la que más justicia le hacía -prueba palmaria de la
democracia que se respiraba en FO!,
si me disculpas la digresión: a mí el disco no me gustó, considerando los
ilustres antecedentes de Catervas, pero el texto estaba bien escrito y exponía
con solvencia un punto de vista, razón suficiente para darle el visto bueno-. Catorce
años después, entiendo el Semáforos como
la primera de una serie de transformaciones con las que el cuarteto de los
hermanos Reyes renunció a sus raíces avant garde y se entregó a las delicias de
un indie pop que hoy se muestra generoso en la cosecha.
Tracks como
“Moonset” y “Mentalizar” permiten constatar lo esencial que fue proponer en el
esférico del 2004 un corte de mangas lo suficientemente bestia -producción
austera, historias embebidas en saudade, filiación indie urbanita- como para
empezar a construir desde (casi) cero una nueva identidad, una que fue
floreciendo a posteriori en cortes como “Tantos Pasos” y “Las Mismas Calles”
(pertenecientes a Hoy Más Que Ayer).
Catervas vuelve con
cambios en la alineación. A los Reyes -Raúl (bajo), Pedro (guitarra y voz), Javier
(batería)-, que siempre han mantenido móvil el cuarto integrante -César Alcázar
de Triplex-b-Macnafusa y Las Vacas De Wisconsin, Wilmer Ruiz de Resplandor y
Fractal- o han prescindido de él, se suma en este largo el tecladista Juan
Esquivel (de cuya chamba solista hablaré en una próxima oportunidad). Producido
por el grupo en pleno, el nuevo disco ha sido grabado por Christian Vargas, de
Teleférico y los recordados Abrelatas. Una parte de la mezcla ha sido
responsabilidad de este último, en tanto la otra fue cosa de Esquivel: lejos de
procrear esta división de labores un volumen bicéfalo, ambos unificaron
conceptos en la fase de masterización, que ha dotado a Los Cielos Vuelan Otra Vez de un registro robusto e intenso.
No concuerdo con
las voces que proclaman a Los Cielos...
como seria candidata a mejor placa nacional del año. Catervas no tiene por qué
aspirar a ello. Ni los fans. Prefiero detenerme en el descollante nivel
instrumental que despliega el cuarteto: cohesionado, preciso, con la química
fluyendo en modo géiser... El pop/rock de Reyes/Reyes/Reyes/Esquivel apunta al indie,
como desde hace años, sólo que honrando esta vez tanto al shoegazing como a la
neopsicodelia e incluso al dark que alguna vez practicase (“Piedra Dormida”). La
mixtura es de sencillo envoltorio y consumo accesible, pero equilibrada, homogénea,
muy bien proporcionada. Esto se percibe en muchos de los pasajes del album:
“¡Boomerang!”, “Sinfín”, “El Desorden Perfecto”, “Soltar”, “Cristales” (lástima
de letra, nomás)... Todos ellos remiten en primera a esa melancolía pop de la
que hablaban los arequipeños Fobya hace casi tres lustros, a climas lunares
donde el moco está presto lo mismo que la serenidad de la resignación ante lo
inevitable, a escenas de la vida diaria reinterpretadas con una lucidez a la
que describiría correctamente si dijese de ella que es invernal.
Los Cielos... es la rodaja que necesitaba Catervas
para, ahora sí, ponernos de acuerdo a todos los fans. No creo que los recuentos
anuales le premien unánimemente por fuerza con el puesto de honor. No hace
falta, pues es lo suficientemente buena como para considerarle especial. Las
nuevas canciones han ganado mucho en relevancia respecto de las anteriores, y
establecen con prontitud múltiples conexiones con el oyente. Incluso sus
soberbios instrumentales (“Porcón”, “Fugaz”) y sus momentos más heterodoxos -si
la memoria no me falla, “Metrópolis” y “Vértigo En Saturno” deben ser los dos
temas más extensos firmados por Catervas- comparten esas cualidades. El momento
que tantas veces postergaste de abrazar otra vez a la banda de los hermanos
Reyes.
(Pero aún le tengo
alguito de ojeriza al Semáforos.)