(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 23 de octubre de 2024.)
El breve y cristalino “AL1” adelanta, pues, una jornada llena de matices que van del primigenio dream pop glosolálico cosecha Cocteau Twins al shoegazing de Chapterhouse, Pale Saints y Mellonta Tauta. Circunstancia que no deja de ser curiosa por cuanto, en el mejor de los casos, estas gentes acababan de nacer cuando la primavera supersónica de los noventas era ya una realidad tangible. El extra de equipaje no es más reciente: ecos del noise rock y del indie noventosos, un andamiaje percusivo que no pocas veces emula el motorik del kraut teutón, electrónicas florituras ornamentales de procedencia fin de siècle...
Lo del quinteto refleja definitivamente una diversificada filia por el pasado más que un update retromaníaco. No obstante, es la semilla plantada por Elizabeth Fraser y compañía, que llegase a su máximo esplendor con My Bloody Valentine, y cuyos frutos fueran diseminados durante las edades míticas del primer shoegazing; la que se hace del cetro en la dialéctica de Gazella. Suele adoptar ésta dos formas. Una es la de canciones veloces y puntería envidiable. La otra es de cortes más reposados e igualmente efectivos. Y aunque la primera es más frecuente, la segunda lega asimismo momentazos para el recuerdo.
La amalgama que homogeniza el primer disco de Gazella se compone de dos principios. Por un lado, la esmerada actuación del soporte rítmico, responsabilidad compartida entre Mauro Llopis (bajo) y Lluisen Capafons (batería y voz). Por otro lado, el inmenso trabajo en voces de Raquel Palomino. Sin mimetizarse los colores de sus cuerdas con los de las grandes referentes del ¿género?, su desenvolvimiento agudamente celestial remite -cuando indescifrable- al lenguaje preverbal de la Fraser. Son éstos los elementos que dan coherencia interna a la banda, y que le han ayudado a firmar una rotunda puesta de largo -que así y todo tiene su (saludable) excepción a la regla: la electrónica “Urkia”.
Completan la alineación de Gazella Alba Raja y Adrián Camáñez, ambos en guitarras y sintetizadores. Sorpresota ponderable por donde se le aborde.
Con más frecuencia que la que quisieras, es inevitable perder rastros prometedores a través del océano de información que surcas/ves pasar diariamente en Internet. Por eso, cuando logras detenerte a tiempo para pescar algo grande, a contrapelo de la velocidad de las correntadas; una situación tal suele reportar interesantes -e incluso cruciales- descubrimientos. No importa demasiado si se trata de hallazgos actuales, pertenecientes al pasado inmediato o correspondientes a una antigüedad mayor.
A lo nuestro. Pablito Clon, a veces Pablo Clon, es Pablo Albornoz. Músico argentino natural de Magdalena, en La Plata (provincia de Buenos Aires), el man pertenece a esas estirpes de creadores empecinados en recorrer los márgenes de las músicas independientes -lejos de reflectores y primeras planas, pero cerca del impulso innovador/renovador y de la vocación francotiradora. En el caso del che, esa afiliación se traduce en investigaciones intuitivas en torno al ambient sombrío y negruzco que naciera de la confluencia entre el post industrial y el aislacionismo noventero.
Es imperativo subrayar que, deformadas y oscuras, las guturales voces dispuestas en el extended se hallan presentes en sus cinco rounds. Algunas veces más contoneadas, como sucede en “Oh Muerte, Muerte” o “Casa De Las Almas”, y otras mucho más enterradas, como en “Pomba Gira” y “Síndrome De Cotard”; pero siempre ininteligibles, sugestionando, imprecando, ¿profetizando? El ominoso peso de su inclusión apura un acabado de sórdida malignidad para el EP -uno que espero no esté ausente en posteriores trabajos como Nocturnes In The Cemetery (’24) o el recientísimo En La Madrugada EP, en comandita con Ariel Barié.
Hákim de Merv