(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook 16 de noviembre del 2015.)
“Jack is in the
house” solía ser el grito de guerra durante la primera edad de la house music
(1985-1989). A través suyo, se aludía a “Jack” como la emoción imparable que en
algún momento de las largas sesiones discotequeras brotaba en tu interior y te
catapultaba al nirvana -y de paso al dancefloor.
Obviamente, esta
emoción -quién sabe sólo nos alcanza nuestra cultura para darle esa
categorización por analogía, a algo que está por ahora más allá de la
comprensión racional humana- no es privativa de la música house. “Jack” es sólo
una forma de llamarla, pero la verdad es que se halla presente en todos lados,
incluso en aquellas músicas que no se orientan al acto de bailar. Un ejemplo
dance es ciertamente el hip hop, que llama groove al mismo ímpetu invocado a
través de programaciones pastosas bien labradas y un fraseo emputado. Otro
ejemplo, mucho más ligado a la danza, esta vez tradicional; ha quedado
magníficamente retratado en el cuento “La Agonía De Rasu-Ñiti”, de nuestro José
María Arguedas -remitirse al momento en que Atok’ sayku grita a voz en cuello mientras
baila “¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando!”, al haber
recibido el nuevo dansak’ el espíritu que guiase a su maestro como danzante de
tijeras. Y otro ejemplo, esta vez no bailable y más cercano a las dinámicas
tribales alrededor de una hoguera de homínidos, lo tuvimos en noviembre del
2015.
Silver Apples, la
legendaria banda que se movía dribleando entre la psicodelia dura y la
proto-electrónica a fines de los 60s, ofreció el 15/11/15 gratuitamente un
concierto memorable en el marco de la clausura del festival Integraciones (quinta edición). Es de
aplaudir que, a pesar de que en el cercano 2018 su álbum debut cumple medio
siglo de publicado; Simon Coxe, miembro sobreviviente de la genial dupla -el
recordado baterista Danny Taylor partió hacia lejanas Itacas en el 2005-, se
mostró digno merecedor de su tremebundo currículum.
Estuve desde las 4
de la tarde en el recinto de Fundación Telefónica. Recién pasadas las 5.30 pm,
comenzó a llegar público a cuentagotas. Uno de los primeros fue el amigo
Fernando Rivera, con quien nos echamos una buena mano de charla y con quien
fuimos testigos de la prueba de sonido de Silver Apples. Para “setear” los
equipos, Coxe tocó “Lovefingers”, que no incluyó en su repertorio de fondo, y
un fragmento de la inmortal “Oscillations”. Terminada la prueba de sonido, Coxe
bajó y muy amablemente accedió a tomarse fotos con nosotros.
Conforme avanzaban
las horas, la concurrencia se hizo más nutrida. A decir verdad, al margen de la
oportunidad de ver a Silver Apples en vivo y en directo, fue una velada de
reencuentro con muchos amigos, viejos y nuevos. Con muchos conversamos -Kamila Lunae, Luis Samanamud, Carlos Acevedo, Pedro Benavides, Víctor Chang, Jaime
Alfaro, Alexander Fabián y Jorge Rivas O’Connor. Con algunos más, sólo fue un
saludo de lejos -sorry José, sorry Arturo, no me llegué a acercar-. Con otros
algo más solicitados, sólo fue verlos, saber que estaban allí -Roberto Ortigas,
Wilder Gonzales Agreda-.
Bien jugado el set
de Rapapay y su electrónica post IDM (el individualista ha vuelto tras muchos
años de ausencia en la escena, hubiera sido un golazo que pusiera su disco Aymaraes a la venta). Bien jugado el set
de Varsovia y su synth punk con marcada influencia D.A.F. (sorry Dante, sorry
Fernando, no me llegué a acercar). Pero la atmósfera misma estalló cuando
Silver Apples subió al escenario.
Después de un
anti-clímax involuntario que fue tomado de la mejor forma -el sonido se cortó
abruptamente al inicio de su set (“I Don't Care What People Say”, del
recuperado The Garden)-, Coxe
convirtió la noche en una burbuja de bruma química: repasando los dos clásicos
discos del dúo, nos regaló cincuentaypico minutazos de indócil surrealismo que
en más de una ocasión saltó desde el analógico pasado hasta nuestro presente -y
viceversa. Casi una hora clavada -timing perfecto, ¿verdad, Pedro?- de
oleaginosas psicoanomalías sónicas, de ir regresionando hasta la Edad de
Piedra, hasta convertirnos en cavernícolas alrededor de una fogata primigenia.
Coxe sabía lo que hacía, y por eso el clímax perfecto fue “Oscillations”, en
una versión que no parecía tener fin, pues se renovaba incesantemente -al punto
de transportarnos a todos a otro plano de la existencia. Previsiblemente, “Oscillations”
se convirtió la rúbrica perfecta antes de bajarnos de la nube lisérgica en que
nos habíamos trepado.
Un caballero, el
músico. Y una foto/noche para el recuerdo.
PD: Amanecí tan
alucinado con la performance del día anterior, que tuve que seguir
pasteleándome, esta vez con la obra del cineasta Kenneth Anger: Fireworks (1947), Invocation Of My Demon Brother (1969) y Lucifer Rising (1972) al hilo.
Hákim de Merv
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