#AguanteChile
Rubricando la
honrosa tercera posición que viene sosteniendo desde los 90s la escena
independiente chilena frente a sus pares latinoamericanas de habla hispana -y
ya no es tan descabellado hablar de un segundo puesto, Argentina se ha dejado
estar muchísimo tiempo-, hace por lo menos dos lustros se ha cimentado al sur
de Arica una estirpe de creadores polifuncionales capaces tanto de articularse
a uno o más grupos como de labrar interesantes carreras en solitario
componiendo música y letra, acompañándose para los directos de colegas
allegados cuando es menester. El inmenso Cristian Heyne -Christianes, Shogún,
Tormenta- fue su precursor, cuando se extinguía el siglo pasado, y seguramente
también es su figura mayor; lo que no obsta para elogiar otros ejemplos conspicuos
de ese linaje, caso Alejandro Zahler o José Tomás Molina (de quienes ya he hablado antes en este espacio).
Sobre el papel, el
músico Carlos Torrejón cumple con todos los requisitos conducentes a su adscripción
a esta casta. Natural de Concepción, región tradicionalmente considerada cuna
del rock chileno, el penquista hoy radicado en Santiago se ha enrolado en muchas
bandas de diverso pelaje y duración dispar. De todas ellas -Fosfeno, aM BattOm,
Cannguru, Analogic Disorder Attitude, Transistores, Lovecraft-, sólo he podido audicionar
material completo de las dos últimas: de ahí, valga la aclaración, mi uso de la
muletilla “sobre el papel”. Formaciones ambas oriundas de ‘Conce’, independientemente
del género que cada una esgrime (post punk Lovecraft, rock alternativo
Transistores), noto en el guitarrista una peculiar sensibilidad garagera -que
se ha trasladado corregida y aumentada a su nuevo proyecto.
Martia Pelepsi nace
en el 2018. Hacia noviembre de ese mismo año, y por espacio de doce meses, tienen
lugar las sesiones de lo que a la larga será su debut en 33. El trío, que
completan el baterista Gonzalo Jessen y el bajista Raúl Lorca (respectivamente a izquierda y derecha en la foto), manifiesta en
redes practicar un post rock ‘somático’. Quizá justamente por eso, la
arquitectura de Un Verano Silencioso
(2019) tiene más de sencillo y honesto indie noventero que del post rock 2.0 de
Mogwai y compinches. Porque lo de ‘somático’, ni planeado se evidencia mejor:
las monocromáticas líneas espiraladas que bosqueja la eléctrica de Torrejón (a)
Turk 182, la simplicidad de las formas que sombrea el bajo lorquiano, la
descomplicada geometría apolínea que profesan la drum machine y las baquetas de
Jessen; cuajan sonoridades profilácticas -cuando no efectivamente curativas-
que ayudan a contener el estrés de la vida común y silvestre basculando entre
el pop independiente y el de “vanguardia”.
Estas características,
presentes en por lo menos cinco de los seis instrumentales que acoge el estreno,
son enfatizadas por el registro de las cuerdas con el micrófono de un celular y
por la edición de ese input con -digamos- software de bolsillo. A la vez, dicho
proceso sitúa al álbum en territorio indie y subraya ese urgente minimalismo
expresivo inherente a la poética del garage.
El estallido social
que vive Chile desde octubre último no podía menos que dejar su marca en Un Verano Silencioso. Algunos de los
temas han nacido producto de la conflictiva cotidianeidad que ahora palpita el hermano
país austral, como el cierre “Sanar” -hay títulos que lo dicen todo-, “Hombre
Caminando Bajo La Lluvia” o la apertura “Temporada De Luciérnagas”. Otros, como
“Se Acerca El Invierno” o “Coma (Umma Song)” (que Carlos dedica a su querendona
bull terrier), han obtenido su mezcla definitiva ya en el marco del diario
convulsionar mapocho. Todo esto, es evidente, no se traduce en un LP
sobrecogedor y doloroso -ni mucho menos. No son el post rock o el indie de los
90s demasiado proclives a la representación dantesca de realidades dramáticas/traumáticas
-pero tal vez sí los primeros estilos que se me vienen a la cabeza si se trata
de sublimar aquellas terribles experiencias. Gracias a la dilatada extensión de
sus tracks y a la ¿“ciclicidad”? de sus motivos y estructuras, UVS le atina al doble cometido de disipar
la tensión del Chile urbano sedimentada en la psique y descargarla con
ejercicios sonoros de conducción casi zen.
La única excepción
del disco: “Billy The Spleen”, corte dedicado a un héroe de juventud (Billy
Corgan, de Smashing Pumpkins), único momento equidistante entre el post rock
químicamente puro y la pleamar indie de décadas atrás.
Hákim de Merv
No hay comentarios.:
Publicar un comentario