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jueves, 9 de mayo de 2024

Kim Gordon: The Collective

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 1ero de mayo de 2024.)

Tras la desintegración de Sonic Youth -vamos, eso del “hiato indefinido” es un subterfugio-, los ex integrantes no han dejado marchitar sus respectivos trajines solistas, salvo Steve Shelley; único de los cuatro que carece de andadura individual propiamente dicha. Por desgracia, aunque han entregado algunos cumplidores discos sin mayores pretensiones, ni Lee Ranaldo ni Thurston Moore logran enhebrar propuestas con la misma capacidad de impacto que la acreditada por la Juventud Sónica en pleno: tanto Screen Time (‘22) del larguirucho Thurston como Electric Tim (‘17) del guitarrorist Lee fueron ignorados en los respectivos recuentos anuales por la prensa especializada.

Quien sigue dando la hora con sus lanzamientos es Kim Gordon, bajista del cuarteto y ex esposa de Moore -fue la disolución del matrimonio lo que precipitó el final del legendario combo usamericano, luego de cuatro décadas de existencia. Amén de la vitoreada autobiografía Girl In A Band: A Memoir (‘15), la crítica internacional celebró su No Home Record (‘19) con las mismas energía y pasión puestas en saludar la aparición de un álbum tan esperado como The Collective, publicado en la significativa fecha pasada del 8 de marzo. Se ha dicho, en efecto, que es “un maelström de pensamientos mundanos”, en cuyo interior “las turbulentas guitarras de Gordon son despedazadas por sintetizadores aserrados y crujientes beats masivos”.

Tal cual. Producido por Justin Raisen y Anthony Paul López, que hicieron lo propio con No Home... y que también coescriben junto a Kim buena parte del nuevo repertorio, The Collective es un profundo foso de oscuridad casi material cuyas paredes han sido levantadas fundándose en un invencible/irritante murallón de sonido. Sea que experimente con medios tiempos o con síncopas algo más aceleradas (“The Believers”, “Dream Dollar”), sea que prescinda de puentes o del más elemental apoyo coral, la neoyorkina ha sumergido sus eléctricas en procesos desarrollados a partir de beats digitales. La transustanciación ha guiado al plástico hacia periferias de géneros normalmente ajenos a la polímata y a su instrumento estelar, como el industrial o el illbient, cuando no el trap (puajjjjjj). En el caso de este último, cuyo espectro sobrevuela amenazante los cuarenta y tantos minutos de TC, menos mal su impronta sólo se hace evidente en “The Candy House”.

No puedo decir que hay protagonismos en The Collective. Con excepción del bajo, y ello sólo en contadas ocasiones (el tirón gravitacional de “Shelf Warmer” equivale a por lo menos 50 veces la fuerza G del gigante de nuestro Sistema Solar, Júpiter), ninguno de los instrumentos que seas capaz de reconocer y aislar escapa a la zumbante turbiedad/a la densa ominosidad que recorre de punta a punta la placa. Mejor aún, el único protagonismo que permite la vigorosa septuagenaria es el del sonido mismo: el volumen de éste te clava en el asiento, literalmente te aplasta a través de siniestros y aciagos latidos sin fin, te tumba antes de conducirte/arrastrarte por pasillos anegados de electricidad de ineluctable carga negativa. En esa dirección, hasta podría afirmarse que la división del CD en canciones es ficticia, apenas nominal, pues su inherente opacidad no permite distinguir claramente cuándo termina una y comienza la otra -ese entrelazamiento termina por desdibujar cualquier intento de identificar con certeza cada tema, descontando el rush final, cuando el tempo se agiliza.

Podría afirmarse ello, pero no lo haré. Hacerlo implica ignorar una parte importante del alma misma de las composiciones, las letras. Gordon las utiliza para verbalizar su cotidianeidad -una en que reflexiona sobre el aislamiento y la soledad imperantes en un mundo paradójicamente interconectado hasta la náusea (“I Won't Join The Collective/But I Want To See You” en “The Candy House”), sobre el eterno dilema de elegir entre el mainstream y los circuitos (cada vez más miniaturizados) de música independiente, sobre el sexo en segmentos poblacionales pertenecientes a la tercera edad (“Stick Your Fingers In The Holes, Mmm/Gotta Have 'em On My Set/My Set/These Are My Trophies/My Bowling Trophies” en “Trophies”), sobre el revisionismo contemporáneo ante la orfandad de una dialéctica que dinamice la cultura pop nacida-desarrollada-y-estancada-hace lustros. Discazo de la Kim, la ex Sonic Youth que más ventajas ha capitalizado de la desaparición de su mítica banda matriz.

Hákim de Merv

jueves, 14 de diciembre de 2023

Thanatoloop: Bioanarquía //Irreales Del Monte: Los Refugios Insulares

(Publicado originalmente en mi cuenta Facebook el 6 de diciembre de 2023.)

¿Has experimentado esa sensación a medio andar entre la angustia y el vacío, que nace cuando llegas tarde a una de las citas cumbres de tu vida -con libros, con películas, con discos, con personas, con momentos irrepetibles, etc? Consciente de la oportunidad perdida, dejé pasar los años, pero en algún momento tenía que dárseme mi primera vez con Thanatoloop.

Uno de los proyectos más veteranos e hiperprolíficos que agitan constantemente los circuitos underground allende Tacna, Thanatoloop es obra de Michel Leroy-Valdés. El gallo permanece en activo desde los 90s, cuando integró Las Tentaciones, y posee un conocimiento casi enciclopédico de galaxias sónicas no siempre colindantes -como pueden serlas el free jazz y el indie noventero. O el art rock y el sórdido no wave cancerígeno de los primeros Swans. Para más inri, esa sabiduría melómana también encarna en Fiesta De Holobiontes y en Un Festín Sagital, identidad que asocia a Michel con Horacio Ferro y que acaso sea la más antigua de la que puede jactarse el hoy serenense -como que en el fanzine rancagüino Faxxion ya podían leerse algunos comentarios de trabajos acreditados a este último alias circa ‘05.

Evitando prudentemente considerarle muestra representativa de toda su fecunda discografía, mis primeras impresiones sobre Bioanarquía se anudan al concepto de metamorfosis irrestrictas/caóticas. O, más propiamente, mutaciones. Estilísticas, se entiende: improvisaciones liberadas que casan noise psicodélico, vitalidad post rock, shoegazing experimental, ambient post industrial, urgencia no waver, R.I.O. (rock in opposition), demencia post punk... Aunque podría seguir todavía buen rato detallando una posología que parece infinita, basten estos marbetes para redondear la noción de un sonido cuya hélice genética le adscribe al crossover, y cuyas diversas manifestaciones le tornan como mínimo atípico.

“Pasión Feliz (Baila El Corazón)”, vg, pasa por una suerte de drone litúrgico in crescendo. No se me ocurre al tiro algo tan contrastante como el enérgico latigazo entre enteógeno y post rock, al que abruman borrosos trazos lo fi, de “Metanoia (Nuevos Caminos)” -pese a que el dilatado epílogo aminora la intensidad del track. De otro lado, “Nada Es De Nadie (No Acallarán La Rabia)” propone una marcha hacia el corazón del post punk más ruidoso, conjurando la imagen de los The Fall de una línea de tiempo descartada. ¿Qué podría ser más chocante que antecederle de una densa suite que fluctúa entre el spoken word y la balada (“Anarquía Primaveral (Desmantelar La Historia)”)? ¿O de una acústica reconversión de “La Vie En Rose”, extraída de una desvencijada realidad alternativa, bañada por la Baja Fidelidad (“Si Lo Ves Quemarse, Déjalo Arder (Post-Amor)”)?

Empuña Bioanarquía dos constantes. Una es el flirteo con la opacidad inherente a grabaciones correspondientes a la primera época del combo de Michael Gira. Pensaba que era cosa mía, hasta que comprobé no ser el único en haberlo notado. Si bien no he vuelto a escuchar a Swans tras el regreso del ‘10, toda su obra anterior merece una justísima reivindicación como background a invocar. En cuanto a la otra constante, se relaciona con la voz de Leroy-Valdés. Yo creo que es admirable la disciplinada seriedad con que Michel elude tomarse en serio al coger el micrófono. Ello, por supuesto, es una percepción. El disco está allí y basta darle un par de escuchas para concurrir o disentir. En cualquier caso, la placa finaliza con “Mutaciones (Bioanarquía)”, mastodóntico instro de dieciocho minutos en clave ambient que con el correr de los segundos es atravesado por percusiones industriales y efectos colindantes -como el enorme moscardón que zumba al trasponer el minuto 4.

La descarga incluye el correcto video de “Nada Es De Nadie (No Acallarán La Rabia)”.

A poco más de doce meses de su señero debut, Historia Natural, el binomio Irreales Del Monte regresa al ruedo con Los Refugios Insulares. El material de que se compone la nueva entrega empieza a concebirse a renglón seguido de la salida de Historia..., culminándose el desarrollo de su gestación a distancia en agosto pasado. Esa cercanía temporal complota para casi mimetizar ambos esfuerzos -ciertamente, son muchos más los indicios de una continuidad que de una ruptura en la retórica grupal.

Pruebas al canto. Por principio de cuentas, Irreales Del Monte incide otra vez en un registro lo más limpio y fidedigno respecto de la ejecución en las tomas definitivas. En lo tocante a las guitarras, sean de palo o electroacústicas, las cuerdas literalmente chispean una energía entre voraz y beatífica, oscilando entre la parsimoniosa sobriedad y la inquieta armonía. En lo concerniente a sampleos, sintetizadores y grabaciones de campo; se abroquelan alrededor de notas y/o estructuras pedales para su omnipresente discurrir. No es de esperarse, pues, saltos imprevistos o bruscos virajes a lo largo de la jornada.

En segunda instancia, Antonio Aldunate y Cristian Sánchez persisten en fusionar las fuentes digital y acústica (o electroacústica). Tal cual sucediese en el estreno en largo, la tecnología proporciona los telones de fondo en cada surco de Los Refugios Insulares. Iterativos y (muy) ocasionalmente cacofónicos, la continuidad de estos colchones sonoros ofrece el soporte indispensable sobre el que deambulan una o más guitarras, las más de las veces pletóricas en imágenes de evocación urbana y campestre. Los resultados justifican con creces el uso de las etiquetas a que se suele recurrir en experiencias similares: alt folk, ambient drone, laidback, post rock, y sobre todo la de psicodelia rural.

En tercer lugar, es notable la devoción -ya no monolítica, eso sí- hacia una rusticidad apolínea. Como pasaba con Historia Natural, el nuevo esférico está consagrado a la luz, pese a algunos tramos no tan luminosos (“Los Cantos Rodados”). Emotivamente cerebrales o áridamente abstractos, la mayor parte de segmentos instrumentales de Los Refugios Insulares opta por atardeceres errabundos y por paisajes prístinos, apelando a un lirismo pedestre y a un concepto hermoso de anticlímax -orgánico, bucólico, laxo, metafísico. En estas condiciones, se distinguen temas como el solemne “Brisas Del Norte Austral”, “Primera Revelación” (de una lúdica inextinguible), el maravilloso filo roadie de “La Despedida” o “Canción A Las Ocho Llaves” (cuya espiritualidad me hizo recordar a la del valpeño Imbaru).

Encargando por segunda vez consecutiva mezcla y masterización al penquista Pedro Antivil, a quien ya debería considerársele tercer miembro estable del acto, Irreales Del Monte consolida su todavía corta existencia con un opus de nivel equivalente al de su excepcional estreno. No sólo por sus valiosos réditos artísticos, sino también por una portada que comunica sutil a la vez que poderosamente la idea de movimiento, a despecho de representar una carretera sin transitar. El (vibrante) gol es de Cristóbal Correa.

Hákim de Merv