(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 16 de marzo del 2017.)
MI SUBCONSCIENTE SE
JURA DJ SHADOW (MOMENTO #279)
Literalmente, esto
ocurrió hace décadas, en un sueño que desde entonces ha ido perdiendo sus
contornos definidos. Antes de que se desvanezca del todo, lo comparto.
Integraba una
comitiva. Como le suele pasar a medio mundo, en el sueño interpretaba el papel
principal, dentro de un séquito no muy numeroso (cinco, tal vez seis personas
en total). Si bien los paisajes nunca fueron del todo claros, intuía que podría
haberles dibujado un Roger Dean. De improviso llegamos a una torre, titánica en
su altura -pero aún así, pequeña en comparación con la materialidad infinita
que el subconsciente me ha permitido ver en pavorosos sueños posteriores.
En los alrededores
del ciclópeo edificio, cuyo cariz arquitectónico mezclaba estéticas futurista y
fantástica, dimos con un personaje de vestimenta estrafalaria pero ya vieja y
camino a convertirse en andrajosa. El personaje en cuestión no era menos viejo:
tenía las facciones de Ian Anderson y la voz de Ian Anderson, pero vaya uno a
saber si de veras era Ian Anderson. Lo único que conservaba intacto era un
sombrero de copa, que por alguna razón tácita iba con el resto de su
indumentaria.
El anciano nos hizo
pasar al interior de la torre. No conseguía ver el cielo abovedado de la misma,
pero sí noté que se trataba de una única habitación, delimitada por los muros
externos. En el centro se erigía un pétreo pedestal, y sobre el pedestal algo
que no reconocí ni durante el sueño ni al despertar. Tiempo después aprendería que era o parecía ser una Torre de Hanoi -incompleta, pues sólo tenía una
varilla, con los muchos gruesos discos de metal dispuestos de más a menos y de
abajo hacia arriba: sobresalía apenas, en efecto, la punta de la varilla.
No recuerdo la
cháchara del viejo. Es más, ni siquiera recuerdo que dijera palabra alguna.
Sólo sonreía con indulgencia. Quité el primer disco de metal, para observar
mejor la punta de la varilla, y ésta se hundió del todo. Repetía la operación,
sin dar señales de alterarme ante la monotonía del juego. Por dentro, sin
embargo, sentía que algo no estaba bien, que con cada disco removido el mundo
exterior avanzaba vertiginoso hasta casi correr.
Cuando extraje el
último disco de metal, la varilla terminó por desaparecer en las profundidades
del pedestal, dejando apenas sobre la superficie ahora plana el orificio que
indicaba su camino. Salimos todos sin apresurarnos, y observamos patitiesos que
el paisaje había cambiado. Conforme dejábamos atrás la torre, nos cruzábamos
con otras personas a las que preguntábamos qué había sucedido, pero cuyas
respuestas nos era difícil interpretar. Aunque en esencia el mismo lenguaje,
los vocablos se habían deformado o habían sido sustituidos por otros nuevos e
indescifrables. Comprendimos, al cabo de un rato y mucho esfuerzo, que con cada
disco de metal extirpado en el interior de la torre, un año había transcurrido
fuera de ella, hasta sumar cien.
En ese momento, el
senescente personaje estrafalario sacó una flauta, comenzó a soplar con furioso
jolgorio una melodía que yo conocía al dedillo, y se fue dando vueltas sobre sí
mismo -como si se tratase de un derviche enloquecido. Ésta era la melodía.
PD: Ecos de cuentos
como “Oshta Y El Duende” (de nuestra Carlota Carvallo De Núñez) o “Taro El Pescador”, sí; pero también una estructura
brutalmente surreal, típicamente borgiana. Mi dealer no hace entregas fuera del
país, por siaca.
Hákim de Merv
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