(Publicado
originalmente en mi cuenta Facebook el 9 de diciembre del 2016.)
De todo el rush
imparable que ha protagonizado la Parca durante el malhadado 2016, uno de los “strikes”
que me dolió muchísimo en lo personal fue el de Umberto Eco (19/02).
Se ha llamado al
eminente filósofo italiano “el último humanista”, un título al que le asiste
toda la razón que uno/a pueda acopiar. A través de sus ensayos, Eco se aproximó
-siempre con una lucidez que echamos de menos cada día más- a los diversos
campos del saber típicamente humano. Los ensayos del docto reflejan, en efecto,
a un humanista con todas las trazas de la usanza antigua, digno heredero de la
estirpe de Erasmo De Rotterdam. Durante la universidad, pude leer unas cuantas
de entre estas obras -algunas por cuenta propia (vg. Apocalípticos E Integrados) y otras por currícula académica (vg. Cómo Se Hace Una Tesis).
Pero mi romance con
Eco comenzó a los quince años, cuando cursaba el cuarto de secundaria en La
Salle. En 1990, el
entonces hermano Lucas Taipe
me prestó la novela El Péndulo De Foucault. Ya te imaginarás lo que es
exponerse a semejante libro a una edad en la que todavía eres esponja y
absorbes como tal.
Más aún en mi caso.
Cuando en segundo de secundaria estudiamos la cultura árabe (Historia
Universal, curso que muchos jamás han conocido pero ni de nombre), yo empecé a
dudar de que fuese verdad oleada todo lo que nos enseñaban en la escuela (una
paradoja, ciertamente, pero de ello hablaré en otra oportunidad). Dos años
después, llegaría El Péndulo..., y
todas las reticencias que pude haber conservado, consciente o
inconscientemente, se desintegraron de golpe.
(Anécdota personal.
En diciembre de 1991, haciendo tiempo a la mitad de un concurso de pintura,
Giovani Izquieta y yo le leímos
a Pedro Namuche un extracto de El Péndulo... Pedro, que
siempre ha sido una persona profundamente católica, montó en cólera cuando me
escuchó decir: “-Ahora que lo dices... Veamos, Mateo, Lucas, Marcos y Juan son
una banda de juerguistas que se reúnen en alguna parte y deciden hacer una
apuesta, se inventan un personaje, se ponen de acuerdo acerca de unos pocos
hechos esenciales y el resto que se lo monte cada uno, después se verá quién lo
ha hecho mejor, más tarde los cuatro relatos caen en manos de los amigos, que
comienzan a pontificar, Mateo es bastante realista, pero insiste demasiado en
esa historia del Mesías, Marcos no está mal, pero es un poco caótico, Lucas es
elegante, eso no puede negarse, Juan se pasa con la filosofía... pero, bueno,
los libros gustan, pasan de mano en mano, y cuando los cuatro se dan cuenta de
lo que está sucediendo, ya es demasiado tarde, Pablo ya ha encontrado a Jesús
en el camino de Damasco, Plinio inicia su investigación por orden del preocupado
emperador, una legión de apócrifos fingen que también ellos están en el ajo...
toi, apocryphe lecteur, mon semblable, mon frere... A Pedro se le sube el
triunfo a la cabeza, se toma en serio, Juan amenaza con decir la verdad, Pedro
y Pablo le hacen apresar, le encadenan en la isla de Patmos, y el pobrecillo
empieza a desbarrar, ve a las langostas en la cabecera de la cama, que se
callen esas trompetas, de dónde sale toda esta sangre... Y los otros van
diciendo que bebe, la arterioesclerosis ya sabe... ¿Y si realmente hubiera sido
así?”. Giovanni y yo tuvimos que repetirle no sé cuántas veces que se trataba
de una novela, que era una ficción, para que el pobre Pedro se tranquilizase.)
Antaño se solía
decir que los grandes Maestros de la Sospecha del siglo XX eran Freud, Marx y
Nietzsche. No discuto ese juicio, que considero vigente por donde se le mire.
Pero yo tuve distintos tutores en ese sentido. MIS Maestros de la Sospecha
fueron, en orden de llegada, Umberto Eco, Jorge Luis Borges (a quien descubrí
en quinto de secundaria a través de “El Inmortal” y “Las Ruinas Circulares”) y
H.P. Lovecraft (de quien mi abuela había guardado, sin leer, un libro traído de
Argentina por un tío paterno muy culto). A grosso modo, estos tres colosos me
convirtieron en el ¿intelectual curioso? que soy ahora. Con ellos aprendí a
cuestionar incluso aquello que por convención llamamos “Realidad”. Con ellos
aprendí a escribir. Después llegaría Philip K. Dick y completaría la obra sobre
los cimientos previamente puestos.
Seguramente, el que
menos ha leído el best seller de Eco, El
Nombre De La Rosa. Fue lo segundo que leí, apenas ingresado a la
universidad y obtenido el carnet de biblioteca. Todavía conservo, en algún
lado, las copias que le saqué no sólo a este título, sino además a su
complemento, Apostillas Al Nombre De La
Rosa. Otro hit, y ya iban dos al hilo.
Con los años, me fui abriendo hacia otros autores, y a Eco pasé de leerlo en el plano literario a hacer lo propio en el plano ensayístico/filosófico. Luego le perdí la pista muchos años. Pero siempre lo tuve presente, como uno de mis referentes indispensables de primera juventud. En diciembre pasado, terminé de asimilar su pérdida, en un mundo cada vez más miserable y bozzo, honrando por fin su imborrable recuerdo -aunque diminuto, al menos puedo decir que hubo un tiempo en que caminé entre gigantes y conocí las alturas.
Descanse en paz,
admiradísimo maestro.
:'(
Hákim de Merv
Lo que dice de Mateo, Marcos, Lucas, Juan... es una parodia del mitismo. Aunque era agnóstico, le parecía absurdo -con razón- decir que Jesús no existió y, lo que hace en esas líneas, es parodiarlo.
ResponderBorrarPor supuesto. Se entiende que no lo está diciendo en serio ni con autoridad. El contexto de la cita basta para darse cuenta de ello -el personaje que lo dice, lo hace en plan de pura especulación socarrona.
BorrarMuchas gracias por escribir. Saludos.